¿Qué significará el tiempo sin relojes?

domingo, 16 de febrero de 2014

de la utilidad

-Camarero.
Ni puto caso.
Qué se le va a hacer. Me toca beberme el café amargo. Me lo llevo a los labios, cierro los ojos y bebo. Y bebo, y bebo, y bebo... y al final me termino el café de golpe, porque está asqueroso. Estoy pagando por algo que no me gusta; no soy capaz de hacer otra cosa porque el camarero, señor del delantal inútil, no me escucha. Y si no me lo bebo se enfría, y si se enfría no hay café. Yo, al contrario que él, sí presto atención a los dictámenes sociales y a lo que exige cada escena. Así que apuro el líquido como una señora. Y después poso la taza sobre la mesa. Y ni siquiera dejo que tintinee sobre el platillo.
Con el dedo llevo a mi boca los insuficientes granos de azúcar que quedaron en el fondo de la taza. No contrarrestan el sabor a café amargo, o poco dulce, qué más da. Y tampoco el regusto salado, saladito de las palabras que no sirvieron para nada más que para activar mi aparato fonador. La glotis se abrió en un intento desesperado de dejar pasar el aire, y ahí, el primer fonema, velar y sonoro, se unió a la complejidad de una vocal de apertura máxima, y después llega la nasalidad de la letra que interrumpe la explosión de la doble vocal que luego vibra, vibra, vibra y vuelve a cerrarse un poquito, y vuelve a vibrar, y después el fonema que convierte la boca en su representación gráfica deja paso al silencio. Y todo eso, todo ese despilfarro de aire en una vomitona bucal, todos los movimiento de la lengua, la lengua en suspensión, la lengua a los alveolos... todo eso para sofocar las palabras con un café de mierda, sin sabor a nada.
¿De qué coño sirve la lengua cuando no comunica?
Nos desgañitamos en dejar en el aire sonidos en forma de oraciones. Y esperamos, no sé, que llegue alguien y por arte de magia agarre el bullicio, que se lo meta dentro del cerebro y lo solape con sus conexiones neuronales. Nos derramamos por la garganta como idiotas, y pedimos más azúcar o menos frío o un poquito más de amor. Tiene que haber acción más allá de las palabras. Si no, simplemente estaremos poniendo en funcionamiento el sistema que tiene el cuerpo para que el monólogo interno se disipe un poquito. Qué gasto de tiempo. Qué despilfarro de energía. Me dan ganas de ponerle la zancadilla al camarero. Al camarero, a la dependienta de la perfumería, a aquel profesor del instituto, a la vecina pesada, a la policía, a mí. Yo quiero mi energía. Y un poco más de azúcar.
Quizás algunas veces no busquemos una acción. A veces soltamos las palabras esperando que, ¡pam!, recaigan en alguna cabecita y se queden ahí para siempre. A veces los vocablos son, simplemente, café dulce. Se beben, se disfrutan. Regalas las palabras, y no esperas que alguien llegue y te dé algo a cambio, ni siquiera las inviertes en tu supervivencia. Sólo esperas que el eco de tus palabras no se disipe, que el receptor se haga con ellas y le hagan un poquito más feliz. O que le jodan, vamos.
Sin embargo, ambos discursos necesitan predisposición. No sólo la mía al hablar; si no hay nadie que escuche, es imposible que las palabras cumplan su función. Y no habrá otro sobre de azúcar, ni tampoco una sonrisa de más. Las cuerdas vocales no son nada, absolutamente nada si no hay oídos cerca. Nada. Valen lo mismo que un caramelo dentro del papel. Sólo serán ruido. Sin nadie que escuche, las palabras solamente sirven para incrementar el bullicio del mundo, para hacer que otros no escuchen los fonemas que corren en manada hacia su entendimiento. Son un despilfarro.
Y yo he caído en el juego. Solté una palabra que nadie escuchó. O que alguien escuchó, pero hizo como que no oía nada. Y me siento inútil, porque las palabras son lo que conforman la imagen que doy al mundo, y si mis palabras son inútiles... pues eso.
A mi lado vuelve a pasar el camarero. El delantal ondea a su paso. Me pregunto para qué querrá un camarero el delantal si lleva el uniforme debajo. Supongo que importará exactamente lo mismo que se manche el delantal que los pantalones, si, al fin y al cabo, cuando termine la jornada se quitará la ropa y se embutirá en sus prendas de gala. ¿Qué más da? Alguien debería decírselo. Alguien a quien escuche. Alguien que sepa cómo articular más alto las palabras. Alguien que no se deje amilanar por el ruido que ahora lo cubre todo, que lo anula todo, el ruido del malestar y la deformación de las ideas y...
-¡Mierda!
La palabra sale de mi boca con desatino. Sale deprisa, veloz, indiferente... y se posa en el aire, y surfea por los canales del oxígeno, y se alza hacia el techo y acaricia el gotelé y juega con la luz del fluorescente que parpadea al compás del tiempo perdido. Y cojea, y se desinfla, y no es más que un poco de saliva que se mezcla con el espacio y termina disipándose y viajando poco a poco como un avión de papel con garabatos. Y se desliza, y va bajando despacito, y al final, sólo al final, recae de nuevo en mis oídos, y me oigo a mí misma decir una palabrota porque el gilipollas del camarero sordo me tira una manzanilla ardiendo sobre las piernas, y yo llevo una falda sin medias y...
-¡Joder!
Y nadie me escucha porque la taza choca contra el suelo y todo el mundo se alborota. El camarero se cae, tumba una mesa y le tira a una señora la bandeja en toda la cara. Yo, aún sobre la silla, maldigo sólo al aire, sólo en el aire. Y me quema, y también me quema la garganta, y digo más y hablo más y comunico cada vez menos. Soy una pistola de agua que derrocha su contenido, su cabeza, su utilidad. No puedo dejar de escupir sonidos malsonantes. Aunque nadie me oiga, porque soy consciente de que todos están pendientes del señor que se retuerce en el suelo y se agarra la pierna como si ésta, por alguna razón, fuese a desprenderse de su cuerpo. Él también chilla, pero no es capaz de hablar. Yo, por el contrario, hablo a solas. Y disfruto cada uno de los sonidos que se desprenden de mí, porque con cada uno de ellos se difumina un poquito el escozor y también lo que llevo dentro. Porque le doy forma.
Lo comprendo. Mientras suelto el enésimo taco, llega a mí la certeza. No sólo existe la comunicación, no sólo se funciona en la medida en que se transmite. Podemos dirigirnos las palabras a nosotros mismos, meter la pistola en la garganta y dejar que el ruido cause placer, dejar que la palabra vaya más allá de la mera utilidad para convertirse, cuando la cabeza desborda, en necesidad.