¿Qué significará el tiempo sin relojes?

jueves, 30 de mayo de 2013



Te llevo siempre en esa canción,
y cuando te necesito, con una voz ajena te hago viajar de nuevo al interior de mi cabeza. 

sábado, 25 de mayo de 2013



Conozco personas capaces de deshacerse de los golpes al momento. La vida les jode y ellos, ¿qué hacen? Lanzan una sonrisa, así, de ésas con flash, y siguen con lo de siempre. Y lo peor de todo no es eso, no. Lo peor es que, aunque borren las patadas y putadas, aprenden de ellas. Aprenden y resetean, o resetean y aprenden. 
Yo no soy así. Me caigo, me caigo y me caigo y el dolor de la caída se me queda para siempre grabado en el hipotálamo; pero, aunque el recuerdo del arañazo se repita y se repita, vuelvo a dar un traspiés. Y, cómo no, me caigo. Llevo aprendiendo a no caerme desde el 95; más de 17 años de curso intensivo y todavía no llego al cinco. 
Díganme la receta o me pongo ahora mismo a romperle las manillas al reloj. Tal vez así, sin tictac, no tenga tiempo de volver a rasparme las rodillas. 




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martes, 21 de mayo de 2013

color limón




Quizá llevasen meses planeando aquello. Tal vez el plan hubiese nacido en el mismo instante en que la cabecita pensante que decidió llevarlo a cabo fue extraído del cuerpo caliente y siempre afín de su progenitora. ¿Qué era, el destino, una infamia, parte de la vida o un instante que alguien arrancó de sus canales? 

Habían acordado la sucesión de los hechos. Quizá la hubiesen repasado con insistencia por culpa de un tonto llamado Antonio que, rascándose la coronilla con el dedo corazón, predicaba a viva voz que no entendía una mierda. Y aquel repaso pudo haber conducido hacia la perfección más macabra del glosario. Habían buscado el lugar. Habían cogido el coche y, esquivando semáforos en rojo, habían conducido como serpientes que se deslizan hasta esta caja con pinta de purgatorio de la que ya me avergüenzo. Quizá días, semanas, meses, años; quizá toda la vida definiendo los parámetros de un día que, para ellos, estaba marcado en rojo en catorce calendarios.

Y nosotros bebíamos y comíamos y veíamos pasar la vida con la dignidad de los que nunca pensaron que temerían perderla. El bar se llenaba de gritos, risas, conversaciones dispersas y dispares que se unían como notas musicales y convergían en una melodía solamente digna de una fiesta sin supervisión parental. Los insultos danzaban con las palabras de cariño, las injurias corrían de la mano de las alabanzas a la decoración, los ya borrachos habían entrado en ese estado en el que la inteligencia prima en las conversaciones y sube como la espuma hasta que, como siempre, araña el gotelé del techo y se queda ahí a hibernar, yo alzaba el vaso lleno hasta los topes y reía sin pararme a respirar. Éramos ajenos a la realidad que condenaba el panorama exterior al local y que se acercaba a nosotros segundo a segundo, a golpe de rueda. Distantes, felices, borrachos.

Olivia agarraba su improvisado vaso de plástico rojo y se lo llevaba con sumo cuidado a los labios. Ingería el líquido como una señora, haciendo gala de su siempre innegable finura que contrastaba de forma casi tosca con la melodía terrenal de nuestra nueva pecera. Yo, tonta, inestable y ya con fuego en las venas, me llenaba la cabeza con la idea de que los labios de la chica eran exactamente del mismo color que el recipiente. Y entonces, cuando su garganta dejó ver que tragaba, el ruido eliminó cuatro de los cinco sentidos.

Llevaban tiempo viajando hacia nosotros, tiempo preguntándose cuál sería la mejor manera de entrar, la mejor manera de terminar con todo, tiempo con la certeza de que lo harían a sangre fría agarrada con las uñas al interior de las pupilas. Y nosotros, que habíamos bebido hasta tener que demostrar cuánto a base de carcajadas, ni siquiera gritamos. Y después seguimos callando.

lunes, 20 de mayo de 2013

baja, cae



un segundo y ya no hay nada









(nunca hubo razones para hacerlo,
aunque no nos importase.



y entonces, cuando bajábamos a toda velocidad por los raíles de la montaña rusa más vertical del mundo,


cuando me mordía los labios para no desgarrarme la garganta en un grito que sólo oiría yo,


cuando se rompía el aire para dejarnos pasar, como pájaros cayendo en picado, entre sus cuerdas,




cuando agarraba con el rojo de las uñas el movimiento que ya no me pertenecía


cuando dejábamos los dedos marcados en el metal de la barandilla de seguridad,



temiendo caer, temiendo bajarnos,
                                                                                                                                                                                  
   

cuando moría de ganas de mirarte pero el exterior, el entorno, lo nuestro, me decía que no,


cuando reíamos y soñábamos y la sal no nos proyectaba más lágrimas hacia el mundo
y tú contemplabas extasiado cómo me volvía una contorsionista de velocidad y cabeza bien alta,


entonces y sólo entonces
éramos felices) 





¿alguna vez mereció la pena vivir de las dolencias para poder aspirar a una bajada infinita?

sólo si no es sola.

sábado, 18 de mayo de 2013

22




Estaba ciega.
Mi inconsciente, actuando por sí solo y librándose de las cadenas que mi paupérrima parte racional podría haberle impuesto, me había cosido al interior de las pupilas un trozo de la tela más barata del mercado. Al ser barata, era mala; al ser mala, la luz entraba en mí por sus eternas irregularidades que nadie se esforzaría nunca en arreglar. Y así era: se colaban en mis ojos, en mi cuerpo, en mi alma, en mi cascarón, rayos de luz juguetones que distorsionaban aquello que podría haberme hecho darme cuenta que ya no veía nada. Se convirtió en disfraz; el disfraz, en certeza; la certeza, en ilusión; la ilusión, en esperanza. Y así, ciega y creyéndome autosuficiente, tropecé.
Muy ciega.
"Hago lo que quiero y así quiero todo lo que hago", decía.
Qué ciega.
"¿Y qué haces ahora, qué quieres hacer?", contestabas.
"Verte", mentía.
Estaba ciega y presumía.
¿Qué era lo peor de la ceguera?







La luz. 


 
 
 
 
 
 

viernes, 10 de mayo de 2013

de huracanes sin destino

Dejas tu huella en ellos, la prueba clave de tu existencia.

Arrugas sin querer sus apéndices y órganos; doblas las esquinas de sus páginas.

Dejas impresas con rimmel tus huellas dactilares mientras acoges en el devenir infinito de la vida un par de minutos en los que arremolinarte en el despreocupado gesto de dar la vuelta al papel y pasar página.

Subrayas los pasajes o frases o palabras que convirtieron tus ojos en platillos volantes y los vuelves únicos, irrepetibles, tuyos; te solapas con ellos.

Cuando alguien, despreocupado y decente, suyo y de nadie, lleva a las córneas de paseo por las hojas que rozaste con el alma y con los dedos y ve en ellas el reflejo de tu caricia, tu presencia, parte de tu vida, las manchas de maquillaje, las de chocolate, la portada que doblaste sin querer, el amor que desprendía tu lectura, consigue imaginarte agazapada sobre una historia que se abre de piernas.

Y si nace de su lectura alguna idea, alguna esperanza, algún rescoldo de ilusión, un buen sentimiento, y si se le clavan las palabras en el hipotálamo y las guarda bajo llave en los cajones, quedará siempre ahí la huella de su lectura fusionada con la cicatriz de cuando tú, digna, espléndida, completa, enérgica, abstraída, tuya, unilateral, esnifabas las letras para no perderlas jamás.

Y las horas de lectura serán compartidas, dejando en las páginas, las compañeras, la constancia de que ahí estuviste bailando con hipérboles, devorando metáforas, arañando comas, disfrutando historias, esquivando el tiempo sentada en la cama con el mundo sobre las piernas y la vida redoblada en la punta de los dedos.

Quedarás siempre materializada entre los rotos del papel, en la acogedora textura de las partes de una historia, y te irás tejiendo poquito a poco mientras la haces tuya, ya sea con lápiz, bolígrafo o ese pequeño cerco dibujado por la gota de agua que brotó de tus ojos y que nadie reconoce. Sólo el libro.

domingo, 5 de mayo de 2013

gestos que delatan


Tal vez algún día me pillen las palabras en el fondo de la mente y, al haber pasado tiempo, se hayan dado cuenta que las palabras bien dichas pueden causar adicción. Quizá al registrar las palabras como droga se hayan dado cuenta que la más dura del catálogo es la medicina no legal que nace en algún lugar de un cerebro demasiado productivo, recorre el cuerpo en una corriente eléctrica, sube por la garganta y sale de forma cálida, con acento y expresiones propias, con elegancia y expresividad, como un torrente de letras y sílabas que encandila y emociona. Quizá al descubrir que personas inquietas y que no atienden a nada, como yo, como él, como ella, como algunos, se quedan escuchando frases aleatorias como si fuesen niños escuchando Caperucita Roja, se alarmarían. Y entonces, en alguna sala de alguna comisaría de algún lugar que todavía no quiero saber dónde está, yo estaré declarando porque me han pillado un cargamento kilométrico de palabras dobladas con cuidado en una esquina de mi mente cuadrada. Y saldrá en algún periódico local de algún lugar de algún país cuyo nombre no me importa que han pillado a una mujer cuya vida no quiero desvelarme con un alijo de la droga más dura conocida hasta el momento: las palabras escuchadas que brotaron de unos labios que fueron la puerta de salida de las ideas que ya no le cabían. No van a pillarme sólo palabras. Encontrarán en mi cabeza una colección de libros digna de la biblioteca más grande del mundo, un archivo completo, algo de lo que no podrán librarse con facilidad. Y tal vez ese rumor de que los policías consumen lo que requisan sea verdad y en este futuro que no quiero saber de qué va siga ocurriendo, y tal vez esnifen, fumen y se pinchen las letras y aterricen dentro de ellos para no moverse de ahí. Se colocarán con los años que regala y expone sólo en sus palabras, en las pupilas y en el mechón de su pelo; años que se esconden donde nadie los ve pero a los que nadie obligó a ocultarse. Lo hacen por decisión propia, porque las grandes personas no tienen edad ni nacionalidad ni posición social. Las grandes personas son. Simplemente eso. Y no me importará que se chuten mi archivo personal y me lo arranquen  de dentro de las venas con las uñas. Todos los que hemos sido agarrados por una lluvia de palabras bien dichas por la que en un futuro se habrá convertido en nuestro camello sabemos que en este caso robar es compartir. Y las palabras están dentro de nosotros porque no pueden sacarse, porque están pegadas a conciencia por el pegamento de las miles de reproducciones que han tenido en nuestro recuerdo y las miles de cosas aprendidas con las miles de palabras que brotaron de una boca que nadie pensó que escondiese tanta información debajo de la lengua. Las letras mágicas de pólvora y sal consiguieron, nadie sabe cómo, fusionarse con nuestros huesos y músculos y volverse en un suspiro parte de nosotros. Se convirtieron en parte de la configuración del aparato electrónico en el que nos volvemos cada año que pasa; se volvieron nosotros y nosotros nos volvimos ellas, porque así es la vida y así somos. Podemos no recordar el momento, el lugar o las circunstancias en las que los sonidos que le rasparon la garganta invadieron el interior de nuestros oídos y empezaron a bailar con nuestra vida; podemos ignorarlo todo pero recordar siempre el mensaje, lo que quería decir, lo que dijo, lo que no calló. Nosotros, los eternos interlocutores que tal vez en algún momento hayan dejado de oírla pero que siempre la estarán escuchando, sabemos que jamás podrán quitarnos esta adicción a las palabras bien dichas. Y es que a veces una palabra deja huellas imborrables, imposibles de tapar, irreprimibles; a veces las palabras son dolencia y medicina; a veces podemos convertir sin querer una conversación en un libro nunca escrito publicado por la editorial del recuerdo y leído por una sola persona.






(párrafo 2)