¿Qué significará el tiempo sin relojes?

martes, 21 de mayo de 2013

color limón




Quizá llevasen meses planeando aquello. Tal vez el plan hubiese nacido en el mismo instante en que la cabecita pensante que decidió llevarlo a cabo fue extraído del cuerpo caliente y siempre afín de su progenitora. ¿Qué era, el destino, una infamia, parte de la vida o un instante que alguien arrancó de sus canales? 

Habían acordado la sucesión de los hechos. Quizá la hubiesen repasado con insistencia por culpa de un tonto llamado Antonio que, rascándose la coronilla con el dedo corazón, predicaba a viva voz que no entendía una mierda. Y aquel repaso pudo haber conducido hacia la perfección más macabra del glosario. Habían buscado el lugar. Habían cogido el coche y, esquivando semáforos en rojo, habían conducido como serpientes que se deslizan hasta esta caja con pinta de purgatorio de la que ya me avergüenzo. Quizá días, semanas, meses, años; quizá toda la vida definiendo los parámetros de un día que, para ellos, estaba marcado en rojo en catorce calendarios.

Y nosotros bebíamos y comíamos y veíamos pasar la vida con la dignidad de los que nunca pensaron que temerían perderla. El bar se llenaba de gritos, risas, conversaciones dispersas y dispares que se unían como notas musicales y convergían en una melodía solamente digna de una fiesta sin supervisión parental. Los insultos danzaban con las palabras de cariño, las injurias corrían de la mano de las alabanzas a la decoración, los ya borrachos habían entrado en ese estado en el que la inteligencia prima en las conversaciones y sube como la espuma hasta que, como siempre, araña el gotelé del techo y se queda ahí a hibernar, yo alzaba el vaso lleno hasta los topes y reía sin pararme a respirar. Éramos ajenos a la realidad que condenaba el panorama exterior al local y que se acercaba a nosotros segundo a segundo, a golpe de rueda. Distantes, felices, borrachos.

Olivia agarraba su improvisado vaso de plástico rojo y se lo llevaba con sumo cuidado a los labios. Ingería el líquido como una señora, haciendo gala de su siempre innegable finura que contrastaba de forma casi tosca con la melodía terrenal de nuestra nueva pecera. Yo, tonta, inestable y ya con fuego en las venas, me llenaba la cabeza con la idea de que los labios de la chica eran exactamente del mismo color que el recipiente. Y entonces, cuando su garganta dejó ver que tragaba, el ruido eliminó cuatro de los cinco sentidos.

Llevaban tiempo viajando hacia nosotros, tiempo preguntándose cuál sería la mejor manera de entrar, la mejor manera de terminar con todo, tiempo con la certeza de que lo harían a sangre fría agarrada con las uñas al interior de las pupilas. Y nosotros, que habíamos bebido hasta tener que demostrar cuánto a base de carcajadas, ni siquiera gritamos. Y después seguimos callando.

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