¿Qué significará el tiempo sin relojes?

lunes, 11 de diciembre de 2017

no estás


No estás. Enciendo la pantalla y pulso las paredes y me quito la ropa. Me quito la ropa y dentro del espejo o el tiempo en el espejo o he crecido demasiado o ya no soy la adolescente que bebía tequila y que lamía sus brazos y que quería a otras personas. No estás y yo quería a otras personas; no estás y mi cuerpo era la sede de un circo o una charca llena de renacuajos o solamente mi cuerpo y mi cuerpo plagado de estrellas y mi cuerpo enfermo, marchito, demasiado blando. Demasiado blando: no estás y soy blanda y me rasco la piel con un reloj de madera. Cínica. Maltrecha. Enciendo la pantalla y pulso mis piernas y me quito las ojeras: corrector, maquillaje, no ser nada y no ser nadie y ser solo para ti o ser solo para ti si no me miras o no ser nada para ti si no me miras o buscar tus ojos en el móvil o grabarme mientras me toco o grabarme la voz mientras me toco o querer pulir el mundo con los ojos o querer grabar cómo quiero pulir el mundo con los ojos. Mostrarte todo esto. No estás. 
Solo tú me conoces y no me conoces y no quiero decir nada. No quiero decir nada. He crecido demasiado y he mentido demasiado y me he metido en el espejo y no; no estás. 

viernes, 6 de octubre de 2017

Vida

Lo que hago es ser un perro: dormir en mi colchoneta, lamerme el cuerpo, llorar si no me miras. Si no me miras, llorar: tú eres el sello de la vida: tú imprimes en mí la vida. Otros sospechan la marca; otros sospechan, me escrutan, dicen saber hacia dónde van mis piernas. Lo que hago es ser un perro: no me dirijo a ninguna parte; vago por el tiempo, por las pasarelas, por platos infinitos de comida reluciente; vago y ronco, duermo sobre el césped, me trago las plumas de los cernícalos: raspan mi garganta y esa es la marca de la vida. Contraseña secreta: un asentimiento, un brebaje, el pitido que late en mi teléfono móvil.


Lo que hago es ser un perro: Polillagris, un perro: de ti lo requiero todo, de ti lo espero todo, lloro si me castigas y mojo las baldosas; mojo y empapo las baldosas, dibujo el camino que me niego a trazar, vago y vago y no quiero tener casa: no quiero hogares ni cuerpos ni espejos si tengo la marca de la vida, el sello de la vida, si otros sospechan la marca pero no conocen la contraseña secreta de la marca. Tengo el poder: rezo por el poder: conozco el poder y doy vueltas sobre él porque quiero acomodarme. El cabello que se desprende es un regalo; debes apreciarlo, porque tú me miras: eres el sello de la vida: imprimes en mí la vida. 

Los hijos

Vi a las madres criar a los hijos, hacer a los hijos, implantar en los hijos la señal de la ortografía; vi crecer a los hijos, los vi remar con las uñas hacia algunos cuerpos, abrir con las uñas algunos cuerpos; vi los cuerpos abrirse, segregar líquidos, cumplir con el ciclo del agua; vi los líquidos regresar a las plantas, regar como último recurso los jardines; en los jardines, vi huellas de dientes; en las huellas de dientes, vi nombres y monedas y un hilo del color del estiércol; en el estiércol, vi un reflejo; vi reflejados a los hijos, lustrosos los hijos, vacíos y sordos los hijos de las madres; vi crecer a los hijos, los vi culpar a las lunas de sangre, culpar a los otros de todo el dolor; el dolor es de los otros; el dolor está en los otros como órganos y como órganos hará salir la música; vi a los otros conocer a los hijos, temer a los hijos, desviar la mirada de los hijos; vi a los hijos lamer los ojos de los cuerpos, los labios de los cuerpos, el miedo de los cuerpos; vi a las madres criar a los hijos; vi los cuerpos abrirse. 

Polillas grises

Si no están en la pantalla, son un helecho al viento, un helecho que mueve el cabello al viento, son el ojo que confunde el helecho con un cuerpo humano, el ojo que coloca en el helecho brazos, folículos, lenguaje; son aquello que habla sobre lo que no se dice; la mitología; Zeus; si no están en la pantalla, no querré contarles nada.


Si están en la pantalla, solo polillas grises. Como si se pudieran comer. 

Cíclope

Fastuosa conexión a Internet. En una mañana, he visitado todas las pestañas. Tres, cinco, nueve: todas las pestañas. Internet es un ojo que siempre está cerrado. Es un cíclope que duerme en la calle; cíclope sin techo, pues no hay nadie que regule dónde roncan estos monstruos ni dónde alojan sus ventosidades. Fastuosa conexión: nadie me regula, me tomo una foto mientras hago la comida; no necesito comer si visito el ojo y si adivino en el ojo cerrado la montaña enferma del cristalino.

Estoy enferma. Tengo ojeras, cosas amarillas. Moriré por cosas amarillas. Internet se introduce en mi cabeza y veo puntos y colchones y medallas que me pongo en las orejas; de entre todas las cosas, escojo una mano que se abre sobre un rostro y eclipsa al sol, a la luna, el olor de la ciudad. La ciudad huele a mi cocina. Mi cocina huele a la ciudad. A Internet: cocino las pestañas, calibro el caos y me siento sola.

Hola. ¿Estás?

Eres la legaña de un ojo que siempre está cerrado. Rasco por aburrimiento. Me engancho: al final, te busco todas las mañanas. 

domingo, 27 de agosto de 2017

02


Mi destino es ser cada vez más complicada y no poder mostrártelo: si te vas, en algún momento habrá cambiado todo, todo habrá sido construido (diques, apuntalamiento; aquí estoy yo y aquí están los materiales, y aquí hay manos que colocan y colocan a la fuerza), todo apuntará a los cielos y parecerá que va a caerse. Se caerá. En algún momento se caerá. Si no estás, voy a caerme sobre las civilizaciones más queridas, voy a caerme sobre todo lo que es cada vez más complicado y se muestra a todos, a todas, como la naturaleza; voy a caerme, lo verás en las noticias, lo verás en boletines y en panfletos y no me reconocerás. No habrá cicatriz. Ni lunar. Ni sexo ni gemido ni movimiento de la lengua. No seré tu casa, y además me caeré y seré cada vez más complicada y cambiará todo. Si no te quedas conmigo, se recolocará el deseo. ¿Dónde? ¿Dónde? En la construcción, el cemento, el plano prometido. Aunque estés en los cimientos, seré cada vez más alta y no podré mostrártelo; aunque hayas plantado los cimientos (árboles coronados con ciudades, con hierro, con cables de cobre), esto ya no será tuyo. ¿De qué sirven los cimientos? ¿De qué sirve esto (tu espalda en la cama, tu pelo suave, mi corazón no me deja dormir) si ya no será tuyo? Temo construir para los otros. Temo que los otros me comprendan. Temo que tú salgas de la habitación y creas que soy, que yo, infame rascacielos, mujer centelleante, omnipresencia depresiva, soy la naturaleza. Árboles con cables de cobre. Árboles coronados con camiones de la basura. Beso de despedida: es para siempre, sé que es para siempre, has borrado mi número y ya no puedo mostrarte

la ciudad. 

sábado, 26 de agosto de 2017

994


Cruzas el puente como una abeja; zumbas, alcanzo tu zumbido antes de encerrarte. Alcanzo tu zumbido. Grabo tu zumbido, le bajo una octava, lo guardo entre los papeles para algún uso futuro: por ejemplo, masturbarme. Pienso en la soledad. Mientras cruzas el puente, lo pienso: habitaciones vacías, techos lisos, una lámpara colgando del espacio; mis manos rompiendo el yeso de la pared, sacando con las uñas ojos del yeso de la pared, llevándome a la cara el yeso de la pared; el zumbido, la gravitación en las orejas, haber querido ser astronauta, apicultora: hacer miel de tu zumbido, fabricar miel si le doy play a tu zumbido. Cruzas el puente. Al otro lado no hay nadie, solamente café y café y café y leche (no tolero la lactosa, pero viertes leche en mis paletas y apuntas: aún tienes estrías en los dientes), alimentos, colchones. Una vida cómoda. Y húmeda. Del techo cae la lluvia; del techo penden los recuerdos que te presto: mira cómo crezco, mira cómo dejo de vivir aquí. Cruzas el puente. No dices nada; bebes el zumo, la ansiedad, el chocolate, la sal del mundo; hallo la sal del mundo cuando me lamo los dedos para explorarte.  
Cruzas el puente como una abeja. Yo soy un animal. Clavo los dedos en la casa, la casa me lastima, la casa segrega aquello que me bebo. ¿Conoces, dime, los vértices de la sal del mundo? 
Cruzas como una abeja. Tras el zumbido (tras el registro minucioso del zumbido, tras la ingesta minuciosa del zumbido), el mundo. Y un pequeño aguijón. Una herida, solamente, que succiono en la cama. Y zumbo. 

sábado, 29 de julio de 2017

si todo sale mal


Si todo sale mal, comienzo. Despego todo lo que tengo, me ducho hasta sangrar (cada arañazo es una victoria; cada punto rojo, cuerpo, me hace ascender), pinto con un pincel muy fino los rasgos que deberían poblarme. Que deberían poblarme: si todo sale mal, escojo mis globos oculares, la piel de mis labios, el color de mis dientes. Muerdo mis globos oculares, pero si todo sale mal habrá una caja y en la caja habrá una colección de gelatinas y de esas gelatinas habrá alguna, juro que habrá alguna, que pueda hacerme comenzar. Si todo sale mal, crezco de la tierra; en un segundo puedo hacer todo lo que conocen los jardines. Lombrices. Y larvas. Y yo. Si todo sale mal. Abandono la ropa, me unto de sangre menstrual (¿acaso no sabes que cuando estoy desnuda no puedo pensar?), me unto de lo primero que alcanzan las manos: barro, leche, escamas. Si todo sale mal, advierto al mundo que no soy una flor ni un puente; advierto al mundo, al mundo que se mueve debajo de mis pies, al mundo que escolla debajo de mis pies, que no soy blanca ni límpida y que no dejaré de crecer. Si todo sale mal, crezco hasta el cielo. Si todo sale mal, crezco hasta mí: me ducho hasta sangrar, me ducho hasta sangrar, ¿acaso no sabes que las mujeres sangraremos aunque no nos hieran?

¿Acaso no sabes que las mujeres quebraremos nuestro cuello como un dátil y que las mujeres hundiremos la cabeza en la almohada, que haremos desaparecer el rostro en la almohada y nos convertiremos en un monstruo, en una pesadilla, en la belleza? ¿No sabes que sucede siempre, aunque no nos hieran?

Saldrá todo mal. Aunque no me hieran. Aunque cubra este cuerpo con una dura película plástica. Si no hay nadie en la casa, comienzo; si todo está mal, comienzo; soy fuerte, pertenezco a una legión de mujeres que son fuertes y que se aferran al suelo con raíces. Pertenezco y sangro y comienzo y todo esto ocurre siempre, en cualquier lugar y en cualquier estado, y hay un mareo dentro de mis ojos, hay un cartel luminoso dentro de mis ojos. Hay un cartel que nadie ha visto y que contiene el secreto del mundo; hay un cartel que hablará de lombrices, de larvas, del crujido seco de las articulaciones. Ese es el secreto del mundo. Las mujeres sangraremos aunque no nos hieran. Aquí no hay nada, nada; aquí estoy yo, y si todo sale mal comienzo, y si comienzo todo sale mal, y si todo sale mal no puedo hacer nada más que ser una serpiente y dejar la piel sobre la cama para que alguien (¿quién?) la encuentre y le organice un funeral. Lloraréis, lloraréis; os tiraréis al foso, me echaréis de menos; será mi piel, amigos, solamente, pero nunca lo confesaré porque yo, si todo sale mal, comienzo. Y me escondo. Porque soy, aunque no me hieran, demasiado cobarde para contarlo.

(Solo tú me reconocerás. Y guardarás silencio. Sabes que desnuda no puedo. Sabes que sucede siempre, y que después se acaba.)

aquí


Cantabas fatal eras Todo lo que quería yo era Una mosca asustadiza tú podías Espantarme Solo con alzar las manos Oh cantabas Éramos las dueñas de la noche Y las noches invernales se adueñaban De ti Pero cantabas Eras una perra aullándole al balcón De un muerto quieres una pista? qué mal Cantabas Yo tenía Frío Pero pasó

Lo que pasó cuando te vi guardar tus cosas Descubrí el fuego froté las piernas hubo Algo Que no viste

Si te hubieras girado Si hubieras hecho Cualquier gesto

Pero cantabas

martes, 18 de julio de 2017




La flor que es tu sexo si miras los ojosQue cosió mi madre a la balanza de mi caraPeso el mundo con la pesa de mi caraElla es lo que necesito pero aun así quisiera un barcoDel color de una lengua que lo fermienteTodo


viernes, 14 de julio de 2017

mareillo

Pero en la casa de mi tía había un columpio, y yo me columpiaba hasta que me mareaba y las cosas daban vueltas y tenía que frenar con las plantas de los pies. La sensación me daba ganas de vomitar: el jardín, la casa, la cadena del perro y todo excepto yo dando volteretas, girando y girando y girando. Se lo conté a Mariana una tarde en el café (todo lo bueno sucedía en el café, no lo entiendo; íbamos al café antes de salir de fiesta, y cuando volvíamos al día siguiente pensaba: ojalá nos hubiéramos quedado, ojalá) y me soltó una bomba: ¿y si el columpio te hacía parar y te daba el poder de ver el movimiento de la Tierra? Y si, Mariana, y si, unos ojos de pez, mis ojos de pez, mi cuerpo erizado, el giro del zoom en un recuerdo de mi infancia. De mi infancia, de la mía. Que ella no había vivido y que me reventó en nuestro café de juventud (así lo llamaba aunque viviera en el presente. Soy dada a la nostalgia desde que nací. Dejé dos pétalos de flor en la barriga de mi madre). La Tierra. El movimiento.

Le dije: Mari, ¿tú crees que eso pueda pasar? Me miró a los ojos y asintió. Después salimos de fiesta, como era reglamentario; en realidad íbamos a ese café porque yo necesitaba tomarme un americano antes de cualquier salida que sucediera de noche. Me emborraché y me subí a un columpio. Besé a un chico y le dije que me tocara un poco por debajo de la camiseta. Mis ojos de pez. Sentí un mareo más agudo en la segunda ocasión; sentí que giraban las cosas todavía más cuando él, un muchacho rubio y un poco más bajito que yo, introdujo los dedos por debajo del top y me rozó despacio y se dio cuenta (su expresión de sorpresa: ojitos de pez, rubísima lubina) de que no llevaba sujetador. Quise decírselo a Mari. Pero Mari se había marchado. Esa noche, cuando Mari se había marchado, cuando el columpio me había proporcionado una decepción apoteósica, descubrí el mareillo.

Mareillo. Dícese de lo que sentía cuando me columpiaba hasta querer vomitar. Dícese del impulso metafísico que me llevó a hacerme siete pajas seguidas en una tarde. Dícese de mi cara cuando tuve el último orgasmo y se me contrajeron todos los músculos y me invadió un dolor de sienes. Un dolor de sienes muy profundo. Dícese de las drogas, dícese del alcohol, dícese de los chicos que me rozan los pezones por debajo de un top negro. Dícese de mí. Dícese de comer mucho. Dícese de comer mucha pizza. Dícese de frotar los muslos con el filo del sofá; dícese de que el filo de sofá se cuele por el hueco entre las piernas y termine deshaciéndose en fricción por el clítoris cubierto. Dícese de mirarle las piernas a la profesora en clase. De poner la música muy alta. De pegar los oídos al altavoz. De fumar cinco cigarrillos seguidos. Dícese mareillo de pasar tres horas seguidas con el móvil; de correr por todo el pueblo; de escupir treinta veces; de leer quedándome dormida; de no dormir. Mareillo. Dícese de parar, de que la Tierra se siga moviendo y parar, de que la Tierra siga las leyes físicas y parar, de que todo esté en movimiento y parar, de que nada sea diferente y parar. 

¿Dónde está Mariana? ¿Dónde carajo está Mariana? Nuestros amigos, nuestros conocidos de fiesta, los camareros de nuestros bares: ninguno había visto a Mari, ninguno sabía dónde se había metido o con quién se había ido o por qué no me cogía el móvil. Pi. Pi. Pi. Sin respuesta. El rubísimo, al que, por cierto, le ardían las manos por el contacto con mis pechos postadolescentes, me dejó por un pedazo de pizza. No guardé su número (llámame luego, pidió, cuando haya comido; se me tiene que pasar la malilla, ¿vale?; voy a buscar a mis amigos; aprovecha, aprovecha y ve a por ella): solo quería contactar con Mariana. Mariana: cabello oscuro, ojos un poco separados, aparato dental. Guapa, bajita. Lista. Le envié veintisiete whatsapps, todos ellos bastante desesperados y bastante ilustrados y bastante íntimos. Si pudo reventarme la infancia, ¿por qué no el teléfono? Dios mío, yo quería encontrar a mi amiga. Deseé la posibilidad de volver al momento del café y cogerle la mano y decirle vamos otra vez al futuro y tenerla allí conmigo. ¿Dónde, Mari? Quizá si paro, pensé, si el mareillo. Pero iba contra toda lógica: era posible que no volviera a pasar por ahí. Jamás. ¿Quién me decía que no? Ojos de pez.

Tame Impala. Alex Turner. Dos días antes me había entrado agua en un oído; no escuchaba bien, pero me senté fuera de un bar a fumar y cerré los ojos y deseé que Mari apareciera. Deseé ir hacia atrás de verdad, posarme en el columpio de mi tía y volver a marearme, a parar. Deseé tener mucho sexo a lo largo de mi vida y beber muchas copas y no encontrar jamás trabajo. Deseé terminar mi vida en algún espacio luminoso, siempre. Y quemarme los ojos con la luz. Justo antes de desaparecer. Deseé desaparecer el día de mi muerte. No dejar, porque me parecía asqueroso, un rastro físico: ser polvo, ser una fina capa de polvo en algún ventanal. Imaginé cómo sería la noche si le hubiera cogido el número al rubísimo pequeñísimo. A casa. O a su casa. O en la calle. Un porro. Alt-J. Había conocido el secreto de la vida y no había ya gloria que tuviera que compartir con un chico con barba de dos días. Había conocido el secreto de la vida y mi vida era un secreto. Iba a ser un secreto. Sería un secreto. Alguien me dio un codazo; alguien me habló de El Profesional León; alguien dijo algo sobre ir a otro lado. Marearme. Deseé. Tomé una foto de mis pies y la adjunté al chat de Mariana. Y el emoji del ratón. Había descubierto el secreto de la vida y quería, y quería, y quería.

Mariana fue a mi piso a la mañana siguiente. No había pasado por su casa. Tenía el pelo pegado y los ojos llenos de pintura negra y una mancha sospechosamente blanca en el cuello de la camiseta. Le di dos pastillas para la resaca, y un vaso de agua y algo para desayunar, a pesar de que solo me quedaban dos magdalenas y un culín de leche que se iba a poner mala. A mí no me gustaba demasiado la leche, o eso le aclaré a Mari mientras reprimía el instinto de arrodillarme y de pedirle que por favor retrocediéramos a la noche y me cogiera el móvil y me llevara a ver la playa y a hablar del recién abierto secreto de la vida. Se tumbó en el sofá y se durmió. No me importó que sus ronquidos no me dejaran escuchar Masterchef; yo ya lo había visto y tenía tabaco y pude fijar los ojos en el techo hasta que los relieves del gotelé desaparecieron. Había encontrado a Mariana. Había descubierto el secreto de la vida. El rubísimo, por alguna razón, había conseguido seguirme en Instagram. Y era un poco bizco, por cierto.

Yo también me eché una siesta. Cuando me desperté, Mari se había ido; no tenía ninguna notificación en el móvil; mi caja de cigarrillos no estaba; la leche estaba vacía. No había nada, nada, cuando me levanté no había nada, solo la tele zumbando y una pequeña marca en la mesa de centro del salón. Nada, nada. La llamé. Salí a la calle. Fui al café.

Subiendo de nuevo a casa, desfallecí. La acera me raspó la mejilla. En la casa de mi tía había un columpio; yo me columpiaba hasta que todo giraba, giraba, giraba. 

domingo, 25 de junio de 2017

monólogo cutrísimo


Siempre llego tarde. Soy como una niña que aún no ha aprendido nada sobre protocolo. No dejo que me esperen; les envío un mensaje y les cuento lo que me ha pasado, o solamente aclaro que quiero quedar media hora más tarde de lo acordado. Adelanto, siempre, que voy a llegar tarde. A veces unas horas antes, el día anterior, en cualquier momento lejano. Siempre llego tarde. A las cosas. A la vida. Quiero volver a tener quince años, escribir aquí que quiero quemarme y carbonizarme y poblar el fondo caliente de algo que todavía no conocía y que siempre quise conocer. Quiero volver a tener quince años. Beber en fiestas. Reírme con toda la cara. Conocerme, explorarme, llevar las manos despacio hasta el centro (digamos que el centro, digamos que el diafragma. Siempre he esquivado la palabra sexo. Siempre he dado rodeos ante una palabra tan sucia o quizás ante la palabra masturbación o quizás ante la palabra yo. ¿Hay algo más allá del yo, hay yo más allá del seco acto de meter las manos en las bragas y estar muy seria y silenciar la música porque no, porque nadie, porque aquí y ahora? Siempre llego tarde, excepto cuando estoy sola), ver una película y querer brillar como las estrellas o como las luces de la calle o como las bengalas que quemé a los quince años. Querer brillar. Brillar hacia dentro. Siempre he brillado hacia dentro. Cuando era una niña y jugaba con las cucharas. Cuando era una niña y montaba un programa de la tele, una película o algo híbrido, en mi cabeza. Cuando era una niña y pensaba por qué me hablan como si no entendiera y pensaba yo quiero vivirlo todo y pensaba siento un cosquilleo en el estómago cuando veo a Miss Honey. Cuando tenía quince años. Y me llevaba cigarrillos a la boca. No quería sorberlos, no quería tragarme el humo. Una vez, en la montaña, dos amigas se hacían un porro. Yo miraba al desfiladero (se veía todo lo que hay hasta la costa) y hacía un esfuerzo por esquivar las ganas de probar algo nuevo. Dejadme cigarrillos, dije. Dejadme cigarrillos, no me tragaré el humo y sofocaré esta pulsación en el diafragma. Querer brillar. Brillar hacia dentro. Siempre llego tarde. ¿He dicho alguna vez las palabras adecuadas? Sé que siempre escribo las palabras adecuadas. Mi voz, sin embargo, no se traga el humo. Aún no he aprendido nada sobre protocolo. Tengo veintiún años. Estoy sentada en el mismo sofá en el que comía magdalenas por las tardes. Estoy sentada en el mismo sofá en el que una vez una chica me besó en los labios sin pudor. El pudor es para mí como una seta alucinógena. Pienso que si hay rubores en mi rostro seré bella. Y he sido bella sin ninguna vergüenza. He sido bella cuando he hablado desde una víscera pequeña que no tiene nombre y he sido bella cuando he devuelto un beso torpemente. He sido bella cuando he llegado tarde, y he sido bella cuando he soltado el humo y lo he mirado y he pensado que con él se marcha una parte sucia y gris de mí. No ha habido rubor. No ha habido nada. Solo yo, solo yo y mis edificios.

Edificios. Querría hablarles a todos sobre los edificios. Describirlos. Descubrir los que hay fuera de mi cuerpo. Sé que tengo mil cosas por decir y mil cosas por ver. Sé todo eso, pero a veces (y de aquí sale algo de humo) no quiero. Me cierro sobre la cama. Encojo las piernas; intento darme la forma del cuerpo más pequeño posible. Le tengo miedo al aburrimiento. Le tengo miedo al tedio. Es un tedio pegajoso, incomunicable. Cuando siento tedio no hay palabras ni hay antenas que proyecten un mensaje de mí a los otros, de los otros hacia mí. No hay nada. Solo una mota de algo imperceptible y una vibración en la cabeza y un mareo que sucede cuando me levanto. Edificios. Se pliegan. Desaparecen. Mi ciudad se destruye cuando me aburro. Mi ciudad sufre un apocalipsis y todos los habitantes se esconden en unos búnkers que yo misma construí como advertencia. No sé si algunos mueren. No puedo acceder a esa información (me está vetada, en el archivo sienten mis ojos y esconden todas las pruebas. No quieren verme sufrir, o tal vez piensen que si conozco las cifras haré algo para que empeoren. ¿Qué me duele? ¿Que mis habitantes no quieran hacerme daño o que mis habitantes piensen que seré cruel?). Edificios. Querría mostrarlos. Marcar una ruta. Enseñar todo lo que tengo dentro y explicarlo con la facilidad con la que explico las imágenes de un libro. Pero a veces destruyo la ciudad, y otras veces la cierro con tantos candados que no hay ni habrá nadie capaz de morderlos. Ni de darles paz. Edificios. Abrirme. Explotar. Tener una vena visible y que corra la sangre y que un dedo áspero la acaricie como si eso valiera para algo. Que eso, por favor, valga para algo. Siempre llego tarde. Hay algo en mí que siempre llega tarde. Volver a tener quince años. Lo deseo ahora. Tarde. Tengo veintiuno, y brillo hacia dentro. Me queman las mirillas de mi cuerpo. Salgo del tedio porque me quemo. Y quemarme es, algunas veces, la sensación más maravillosa del mundo. Conozco a alguien que siempre me dice que estoy muy viva. No sé si es cierto, pero a veces brillo. Hacia dentro. Y llego tarde y llego mejor, y hablo mucho y explico las calles. He conocido a alguien que siente un cosquilleo, y soy yo misma. Hola. Edificios. 

domingo, 18 de junio de 2017

0456


el amor es un grillo pequeño. ando con cuidado. amortiguo los latidos de mis órganos. cuando tengo un orgasmo, controlo cualquier estertor violento que pueda salirme por la boca. cuando provoco un orgasmo, controlo cualquier manifestación de opulencia. el amor es un grillo. el amor chirría. mi amor por los otros es un muro de hormigón. les hago a todos un castillo que poblar. soy una mirilla a través de la que el sol convierte los muebles en algo extraordinario. las paredes del castillo sobreviven a la debacle. a las tormentas. al fin del mundo, programado para hace cuatro años y medio. mi amor por los otros construye diques, cimientos. es un puente que nace del humo del tabaco y que nace del tacto de mis manos gélidas. el problema es que el amor es un grillo pequeño pero mi amor es un muro armado que nadie podrá derruir jamás. que les da suelo y aire. que les da espejos, pan y leche. mis amantes sucesivos (una mujer, un hombre, alguien con quien me cruzo en la esquina de mi calle, un perro de ojos tristes, la librera, alguien con quien fumo en la terraza) se observan con delicadeza en el espejo de mi amor. yo los miro a ellos y cierro muy deprisa el obturador de mi desperate love. el amor es un grillo pequeño, pero en mí edifica ciudades. invita a vivir a los otros en las más trágicas ciudades. diseña para los otros las más cómodas ciudades. pero es un grillo. y chirría. toso con cuidado. intento no llorar. cuando tengo un orgasmo, pienso en las montañas de ceniza. no puedo soltar aire. siempre he sabido (desde el fin del mundo) que mi amor podrá mucho más que el que me tienen. 

viernes, 21 de abril de 2017

a ciegas, yo lo sé


Cualquiera que pasee por mí lo sabe: las ratas me acarician. Y hay un ritmo que crean los espejos y la presencia ilícita de globos terráqueos dentro de mí. Partidas de ajedrez en miniatura. Cualquiera que pasee por mí, flâneur (moderno flâneur, imposible flâneur, Baudelaire te cogería por las puntas de la ropa y te daría vueltas en el aire y te observaría con maldad, y te mandaría a casa, y te embutiría en una bata y te diría quédate aquí, no salgas más porque no mereces la ciudad y porque la ciudad no es tuya, y porque no lo entiendes, y porque no lo conoces, y porque, moderno flâneur, ¿cómo te atreves a ser un mapa o a ser un bosque o a ser un sombrero hueco, un sombrero sin cabeza, algo así, flâneur cruel?), comprende: las ratas me retienen. ¿Por dónde caminas, con qué cabeza das zancadas? ¿Entenderás, si yo quiero, los procesos? Cualquiera que pasee por mí debe creer en la estructura, promenaire, y ver en las antenas un lenguaje. Cosas escritas en mi piel. Si una cicatriz, si algo menos obvio como por ejemplo cómo muevo los dedos cuando hablo de moscas (cuando pienso en las moscas, cuando intento enmascarar mi aversión a las moscas, cuando cubro con historias y carisma el dolor que me puebla por culpa de las moscas. Moscas, moscas), como por ejemplo la rapidez con la que empleo las palabras y con la que construyo las palabras y todas esas casas de palabras, toda esa ciudad de palabras por la que te mueves, toda esa ciudad de palabras en la que quedas para el café y vas a solas a por el café y te encuentras con el polvo y te encuentras con las moscas y experimentas una revelación con la voz grave: si una estrella, si un golpe en los labios. Cualquier caminante. Cualquier caminante sabrá de la estructura y estará dispuesto a leer la estructura y estará dispuesto a pasear sin precio, a pasear sin respuesta, a pasear. Y a que duela y a que las obsesiones y a que las imágenes asolen por la noche a un cuerpo ajeno, y a que las imágenes y a que las obsesiones asolen por el día a un cuerpo imaginario. Y a que el cuerpo ajeno y el cuerpo imaginario sean la contraseña del paseo o la contraseña de la excusa o la contraseña del aislamiento voluntario. No salir de casa, no salir de casa porque la ciudad es casa y yo soy casa. Si me paseas yo soy casa. Si me paseas, flâneur, ¿qué voy a ser? No salir de casa para poder andar, para poder gastar las piernas en el reconocimiento y en el conocimiento de algo sucio y de algo lleno de ratas porque cualquiera que me pasee, cualquiera, lo sabe: las ratas saben hablar. Discurso de las ratas. Discurso paralítico de las ratas. Mi aversión a las moscas, mi obsesión por las moscas. ¿Explicarás a los que vengan, si yo quiero, los procesos?

Mentira, raquítico flâneur. Una vez cada cien años entra alguien. Una vez cada cien años se abre la puerta y sale una porción de aire y hay espacio para otros pies y para otras extremidades. Otras extremidades. Si se me rompiera un dedo y no pudiera ser nada, ¿qué sería? Si se me rompieran los ojos y no viera nada, ¿qué sería? Otras extremidades, otros centros de mesa colocados para que puedas leer y para que puedas contarme cómo es la ciudad. ¿Cómo es la ciudad? No hay, debes saberlo, una pregunta más importante para cualquiera que pasee por mí. Carteles. Campañas. Gritos. CÓMO ES LA CIUDAD. CÓMO_ES_LA_CIUDAD.

Ciudad a ciegas, flâneur. El secreto. La ciudad de noche y la ciudad sin luces y mi ciudad, mi eterna ciudad. Quería ir a otro sitio. Quería llegar a otra parte. Pero tengo un acertijo, tengo una pelea: cualquier contacto con los otros (si es profundo, si se salta la métrica y si se salta la muralla entre los ojos o la muralla entre las manos o los requerimientos de la sexualidad) es un intento, es un giro al rompecabezas. Sí, lo es. El cuerpo ajeno y el cuerpo imaginario. ¿Y dónde queda mi cuerpo, caminante, en qué resquicio me encuentro y por qué estoy cambiando y de qué manera me afectan las luces, de qué manera me ilumina la noche o con qué color me alumbra el día o, o, o? ¿Tú lo sabes? Ciudad a ciegas, pero las ratas. Voy a darte un consejo, y no se lo doy a cualquiera que pasee por mí: te morderán los pies. Solamente los pies. No se atreven a subir, saben que si ascienden habrá neones y que si ascienden terminará el castigo y todos los fusibles, todos los muertos fusibles de la ciudad volverán a funcionar. Si van más arriba todo volverá a funcionar. Es el miedo de la ciudad. Es el miedo de las ratas. Flâneur, comprenderás que lo sucio de la ciudad es lo que la convierte en algo. Comprenderás que no hay calles nuevas, que no debe haber calles nuevas. Si dejas que las ratas te trepen a las piernas (eres libre de hacerlo si, por cualquier cosa, una de ellas se atreve a ir más allá), tienes que asumirlo: se ordenarán los ladrillos, la fuerza correrá hacia los raíles y circularán coches, y circularán trenes, y serás el único que vea cómo este espacio, como esta estructura vuelve a no ser nada. Pero el mensaje. Te perderás el mensaje. Si las ratas no te muerden los pies, si las ratas no te acogen. Si no guardan silencio. Si sus gritos agudos llegan más lejos que la ausencia y si hay algún problema, si tu paseo consigue que haya algún problema dentro del pulcro protocolo de mi cuerpo de ciudad.


miércoles, 11 de enero de 2017


Cierro las piernas como si acabara un libro. Cierro el libro como si fuera a salvarme.

sábado, 7 de enero de 2017


esa noche quería dormir, pero la cama olía a jabón y tú olías a jabón y pusiste el brazo sobre mí (sentí hormigas, cucarachas, ratas: todas limpias, bañadas a conciencia, arregladas para un desfile cruel y nocturno por mi espalda. arregladas con cuidado por alguien que me quiere. arregladas, desinfectadas. mis hormigas y mis ratas y mis cucarachas con otra oportunidad, con otra forma de vida. ese es mi sueño. ese es mi sueño)