...estoy huyendo lejos,
l e j o s
de mí
Las mejores historias son las que hablan de lo que no cuentan, ésas que tienen otras letras impresas en los márgenes y entre los huecos de los renglones. Las mejores historias son las que dejan rendijas, grietas pequeñas por las que descubrir qué es lo que se mueve dentro de todo.
Pero dime qué eres, porque no abro puertas a nadie. A mí me importa un carajo que vengan a dar golpes con los nudillos. No me tiembla el pulso, no me tiembla la casa. Hace falta un terremoto, escucha, un terremoto entero para que se revuelvan estos cimientos y yo sienta algo moverse. Que yo puedo estar sentada en la cama, o almorzando, o haciendo el pino, y no me voy a enterar de que hay cuatro dedos aquí contorsionados y dándole que te pego a lo que tapa la entrada de la casa. ¿Lo entiendes?, lo que tapa la entrada. Lo que no te va a dejar pasar. Así que o me dices qué eres o me voy a soplarle a la pared. Pero qué, qué, qué. El nombre no. Eso me da lo mismo. Quiero saber qué tienes dentro. Y no te estoy hablando de nada de eso. Dentro. Dentro es otra cosa. Dentro es la verdad.
Cuánto dueles, calor. No eres capaz de hacer nada serio. Todo reposa en el cajón de lo que no tienes, lo que no debes, lo que solo quieres. Dime, ¿alguna vez piensas en ti? ¿Alguna vez te planteas qué va a ocurrir, dónde guarda la vida el futuro, en qué bolsillo debes rebuscar para hallar de verdad? Dime, ¿te han abierto alguna puerta? Pues creo que no. Creo que te las han cerrado todas en las narices, pero tú, desde luego, respiras hondo y sigues riéndote, riéndote del tiempo, de la necesidad, y eres joven eternamente, y tienes 19 eternamente, pero entiende. Entiende que llegará septiembre y tendrás 20 años cosidos al ojo. Entiende, solo intenta comprender que los septiembres nunca paran, son como un coche lanzado a la barrera lunar. Y ni siquiera, calor, ni siquiera, porque no te van a dar ni un segundo de tregua. Cuando llegue el día primero, día uno y roto en punta, otro año se habrá colmado. Hasta el borde. Hasta el tope. ¿Pretendes crecer sin crecer? Cuánto dueles. Pero te respiro. Si no, calor...
Pero qué voy a hacer yo ahora, dónde me mezco ahora, dónde reposo, dónde reviento, dónde me revuelco hasta que me cruja la vida y me cruja el alma y me cruja este matojo de huesos que soy, estos huesos anchos y altos y tan duros, carajo, tan duros. Qué hago, que alguien me diga qué puedo hacer hoy, en este momento, en este minuto tan de fuera, tan de cosas ácidas y picantes que matan la lengua y la garganta y rompen, rompen, siempre rompen, por qué rompen. Por qué. Para qué. He perdido las cartas, todas las cartas. Todo el montón de cartas que escupí a la utopía utópica de mis sueños, la quimera de cartón que andaba por la calle moviendo el culo, moviendo los tobillos, dando pisadas de golpe duro y sonoro. Como una canción. Como un tap tap tap de vida, de esperanza. Yo le escribía cartas pero nunca se las mandé, nunca salieron de mí, solo eran mías, papeluchos con ratos escritos y olas de mí, solo era yo haciéndome agüita encima de una hoja y escribiendo con la caligrafía más fea, más larga, más picuda de mi vida. Pero qué caos, qué desorden, dónde habré puesto el montón. Dónde estaré esperándome llegar, doblada en esquinitas y temblando porque estoy tan sola, porque no llego y poso el ojo y me releo y me reencuentro, me hallo de nuevo en palabras y vértices gélidos. Y no es solo eso. Qué voy a hacer. No sé de qué ha servido todo, escribirle cartas, escribírmelas, si después no voy a poder abrirlas y ver, ver, ver. Y resentir. Rerespirar. Tantas cosas que le dije tan bajo que ni siquiera las hablé. Tanto silencio roto con las letras salpicadas. Sacas lo peor de mí, decía en una, sacas lo peor de mí pero no me importa. Solo recuerdo fragmentos, y un color, y una inclinación de los dedos, un atranque de pulmones. Pero y las aristas. Y las esquinas. Tengo miedo, tengo miedo, me asusto y no sé qué voy a hacer yo ahora, no sé cómo seguir andando si he perdido todo lo que sentía, si he perdido todo lo que vivía, si los recuerdos son cada vez más imprecisos y se ha diluido la melodía del andar de la quimera. Y la calle no se acuerda. No conservo los pinchazos. No conservo el abrazo de rodillas en la cama, el mirar a la pared y verla blanca pero con un rostro. No hay más, no hay más, he perdido las cartas y me he perdido a mí. No sobrevivo al tiempo. Jamás voy a ser eterna. Pero el reloj, pero los años. Pero pronto voy a acordarme solo de una prenda de ropa, solo de un lugar. Y todo vacío. Y yo vacía. Me diluyo poco a poco, siempre lo siento, soy como un polo que se derrite, y las gotas desaparecen cuando resbalan y llegan al piso. Ya me voy. Ya me marcho. No estaré para recordar una nube de vapor tras la nariz. No estaré para acordarme de una pregunta sin réplica. Pero qué voy a hacer yo ahora.
Dice clac la bombilla en su carta. Nada más. Solo que clac, que requeteclac, que taponazo cortado y caligrafía horrorosa, muy redonda, pequeña y escupida. Dice clac. Está rota y cascada y breve. Ya no brilla más. Es contraseña epistolar. Solo clac, pero al tanto una historia, al tanto un cuento y un destino, un futuro ahuecado en el sobre cobrizo y el ser de bombilla. No hay senda. No hay vías. Solo queda un silencio sin luces, sin luces, porque se apagaron los brillos del portón denso. La calle se ha vuelto loca y ve figuras que la andan por encima y van descalzas, van con dedos blandos que la tocan como un piano. Ya no hay luces y no vemos. Y lo vemos todo. Porque clac. Porque requeteclac. Y ahora yo, que estoy sentada y tengo el folio en la rodilla, soy lava. Te he querido volcán. Sin giros ni carreras. Pero las luces ya no van a contarme la nariz de las ovejas, piedra mía, y me sostengo atada a ti para que la ola no me revuelque. Y no hay luz, sin embargo, y la humedad no está. Porque no la veo. Porque clac, bombilla, el sol de noche. Te he querido tiempo, y creí verme sorber relojes con una pajita amarilla. De esas de cine y butaca, de esas que me pido por reírme un poco y comprender bajito, muy por debajo, que en lo oscuro no hay amarillos ni azules ni rojos ni líneas verticales sin sentido. Yo ya no aspiro arena de minutero. Aunque te haya querido a hora marchita, a hora caducada, a hora para consumir preferentemente antes de hace años, tres, cuatro, no lo sé. Clac, clac dice la bombilla, clac escribe mientras la espero apagarse en beso oscuro. Ya la luz no brilla, ya no sé seguir con el camino, lo confieso, no tengo ni idea. Y te marcho. Te ando lejos. Te subo a aviones. Te viajo desde mi vértice de mesa, desde la espalda de una taza sin humo ni café, taza de garganta corrediza, de pimienta estornudada. Te adioseo. Te despido volcán. Dice clac la bombilla. Y muere. Quizá nos quedamos sin luz sin habernos navegado. En la noche de sol triste. En el abrazo último, el abrazo solo, el abrazo pre-aviones y pre-tiempo que ha pasado y ha mordido y por qué carajo me escriben las bombillas.
Tenemos un filo filoso en los ojos. Esquina perdida. Siempre sube a la azotea y nos arrastra, nos corre con piernas nuestras por escaleras-vórtice. En lo alto de todos los edificios hay una escalinata blanca, blanca y neutral, que no dice nada. Nunca solloza. Nunca rebosa en holas. Y el filo filoso nos despunta con un brazo al bajo del primer escalón. Dice suban. Dice suban. Dice arrastro con palabras sus cuerpos de huecos. El ojo esboza una sonrisa boba. Sonrisa de loco. Como una media luna curvada en la piel rostriza. Tenemos una esquina podrida. Y miramos con el filoso filo a lo alto del subidero. A lo alto, lo lunar. El cielo raso.
Investigamos como detectives de lo punzante. Libros, libros y hojas llenan los vértices de mi mesa escalonada. Subimos y bajamos, bajamos y subimos. Arrastradas. Pero quietas. Y salimos a la calle. Calle mordida. Hay luces que ciegan y coches veloces y personas que enseñan dientes de pincho, dientes de caminos hacia estómagos de colchón y piezas. Saludamos y miramos. Y partículas condenan el filo filoso del ojo: no entra igual, no sabe igual, la mirada hace siempre esquina y el redondo señor que vende redondas sandías con su redonda risa de redondez circular parece un cuadro, un Mondrian, un azulejo. Tenemos filo filoso en ojos y cuadros cuadrados y boca dice no entender y siempre la azotea, siempre escalinata, siempre el cielo que no tiene forma, cielo que corre más allá de la esquina perdida.
De lo alto de un árbol bajan los dedos. Hacen pasitos. No hay misterio. Yo no me retiro del cielo raso. Siento piernas en suelo-azotea. Espero plurales. Decido que no, que no. La luna es cuadrada. Pero redonda. La luna es un cuadro. Pero sin marco. Porque tenemos en los ojos un filo filoso. Pero llegas. Pero te sientas. Pero me hablas. Pero el túnel pupilar te atraviesa por el fondo. Y te veo. Tú siempre eres redonda.
Silencio, Caótica. ¿Puede algo frío ser picante? Silencio. No sueltes palabras. No maquetes el aire. Solo respira. Cada pulso es un cuento, y cada cuento es un pulso, la leve constancia de vivir y contar y contar y vivir, que es lo mismo. Pero cállate. Eres mala. Siempre serás mala. Te hicieron mala y ahora no escapas. Por eso te pido silencio, Caótica, y solamente una respiración vital, pequeñita. Aire que va y viene y viene y va. No cuentas con números. Ni con los dedos. No cuentas, Caos, solo respiras.