¿Qué significará el tiempo sin relojes?

jueves, 30 de julio de 2015

contraluces


la primera vez que te vi de verdad, tu cuerpo se recortaba contra la luz de la ventana. recuerdo tu nariz apuntando a la tierra, tú cabizbaja, el cuerpo doblado, en reposo, y la intuición de unas pestañas largas a través de la sombra que eras. fue la primera vez que te vi bonita, lo confieso. te vi triste. te vi terrible. como en otro mundo, en un punto más blando, dentro de ti, entre las sienes. allí estabas, pero no, y ese gesto de mirar un círculo fijo, de irte, ese marcharte era la tristeza, toda la tristeza del mundo. te mordía, recuerdo que alguna vez me dijiste que a ti la tristeza te mordía, como dice aquella canción de iván ferreiro, "tengo mi tristeza siempre ahí/escondida poniéndose guapa". después de eso, justo después de eso, seguí viendo esa belleza terrible que te convertía, te lo prometo, en la luna: sola, oscura, cruel. y no sé, la verdad es que no sé si la imagen que tengo de ti se ha basado en ese instante, si todo es una línea y verte así de repente hizo que tuviera de ti una visión extralunar, una visión que se me metió por la garganta y sigue dándome vueltas, vueltas de papel, vueltas blandas y frágiles pero, al fin y al cabo, vueltas y más vueltas y yo montaña rusa, como siempre, y tú motor, como nunca, y sé que si volviera, si regresara a esa ventana, te vería de nuevo así, a contraluz, mágica y deshaciéndote como una flor marchita. siempre así. nunca más. 

miércoles, 29 de julio de 2015


Yo no me daba cuenta. Solo estaba un poco rara. Escuchaba canciones más lentas. Creo que toda yo, entonces, era más lenta: andaba como ralentizada, tardaba 45 minutos en desayunar, respiraba de a poco. Hablaba menos. Cuando te veía, sobre todo cuanto te veía, hablaba poco. Se me hinchaba algo en la garganta. Casi no cabían las palabras dentro de mi boca, pero me daba igual, porque no las soltaba. Yo era tú. Ya mi cuerpo era una cáscara dejada a un lado, un mueble más en cualquier sala, y mis ojos disparados a tu cuerpo curvilíneo que esbozaba la vida en la pizarra. Todos los problemas, todos los traumas, todo lo dejaba detrás, mi piel ya no me servía, mi boca ya no salivaba. Era tan fácil vivir entonces. Ya otra conciencia dentro. No hacía falta pensar en moverme, o ponerme cómoda, porque de todo eso, de todo lo práctico y lo divino, te ocupabas. Dos en tu cuerpo, y el mío a un lado, clavado a una silla con pala, clavado al suelo y a la tierra y a un núcleo duro. Mi cáscara solo asida a las leyes naturales. Algún día muerta, algún día putrefacta. Pero mi espíritu viajaba a través del espacio y recaía en los pliegues de ti, en tu cuerpo que a la vez también estará muerto algún día, podrido algún día. La misma naturaleza humana, y sin embargo, todo era tan deseable desde el punto de la habitación en el que tú te movías. Todo era tan electrizante detrás de tu voz. Yo, por otro lado, siempre acababa posada en lo gris. En lo oscuro. En lo no-tú.


(¿por qué será que te echo de menos, carajo, a ti?
no puedo caer mi cabeza por un amanecer bonito.
o por un edificio que vi de lejos algún día.
o por un beso, al menos por un beso prieto y oscuro.
no, qué va, nadadora: tienes que ser tú,
una noche entera sin poder dormirme, sola en la cama,
tus palabras dando vueltas en el fondo de mi coco,
tus ojos clavados otra vez en mi esquina,
mirándome con fuerza y regalándome toda la culpa del mundo.
toma, es para ti, aquí tienes la culpa que no te mereces:
porque te la mereces, bonita mía, quiérete, inútil.
muac.
y la parálisis del tiempo una vez, hace años,
otra vez los mismos ojos, cercos negros corriendo en río
debajo de los míos. agua rebotándome en la coronilla,
yo sentada en el plato de ducha, sin pensar, sin pestañear,
la imagen de mi conciencia y tu crueldad vertida en mí.
todo eso, todo eso tengo que echar de menos
ahora que el cielo es azul y yo lo veo y lo siento aquí,
en el centro,
ahora que sé lo que es el centro, ahora que me leo las venas,
ahora que me sé.
dime: ¿has sido alguna vez justa conmigo?
¿has mirado alguna vez más allá de ti para mirarme?
¿te has merecido alguna vez ese despedazarse de tímpanos,
ese reventarse de pulmón,
ese craquetear de corazón?
no puedo rozarme con rabia los nudillos por una playa.
o por un plato con los dibujos desteñidos.
o por las tardes de pipas y nirvana y adolescencia exprimida.
no, no, tiene que ser por ti.
por un sueño en el que me echabas de tu coche.
por el miedo de ese sueño.
por una línea en un libro.
por una carta.
por un cuento.
por ti,
nadadora maldita, imposible muralla, temible viaje,
capa que hay más allá del cuerpo.
por última vez respirarte y sentir que no me salgo de mí,
que no dejo de ser lo que soy por casualidad,
que no rompo todo lo que he leído y todo lo que he escrito
para ser sin identidad, un lienzo en blanco, cualquier cosa
que puedas pintar o escupir o besar.
todo menos besar.
todo menos querer.
todo menos reconocer.
sí, tú, tú: tienes que ser tú lo que me rompe el tiempo,
lo que me arranca de mis locos edificios interiores.
no puede ser algo que me vea.
tienes que ser tú, que nunca te has salido de tu espejo
para verme bizquear al otro lado, a mí,
que te vi siempre más allá de la arruga de mis propios ojos,
que supe buscar en el espejo una distancia
para entender que era una ventana.
esta nota no tiene sentido. ninguna cosa justificada a la derecha
puede tener sentido. que lo sepas, nadadora, que lo sepas)

martes, 28 de julio de 2015

44


Me asusta tu ansia voraz. Me da miedo tu cuerpo, el arco de tu espalda, la redondez de tus dedos. Esa boca de comerme. Que hayas tenido, lo confieso, otros cuerpos en la punta de la lengua, otras almas detrás, me aterroriza. Que no sea este un movimiento espontáneo me deshace. Solo el hecho de pensar que las civilizaciones se han basado en este desgajar de la piel. O en el brillo que hay detrás de tu luna ocular. Estoy temblando de puro estupor. Esto es lo que ha hecho tanto daño. Mil mujeres gritan detrás de tu dureza. Mil mujeres chillan, se aterrorizan, y sin embargo tú has amado a algunas, las has mirado también con este guiño que ahora guía mis pliegues hacia el cielo raso. Me asustas. Ese hueco de perderme. Ese gesto de saberme. Esa flor de doblarme. Un vértice deshecho en mi ombligo-remolino, ombligo pasajero, ombligo de tantos otros cuerpos. Tengo miedo del crujir de los huesos. Me horroriza no saberme mía, ¿lo ves?, por esto este caerme y adiós para siempre.


lunes, 27 de julio de 2015

cosas indescriptibles


una vez alguien me dijo que era como una representación de todo lo malo que le había pasado en la vida, de todas las situaciones malas en esfera y todo el dolor junto, arrebujado, archivado detrás de mi sonrisa y del cristal de mis gafas. solo quiero decir que cargo con la culpa de haber sido un concepto, y uno de mierda. alguien me quiso y pam. la madre ausente, yo. los niños malos en el cole, yo. los suspensos, yo. la ansiedad, yo. el desamor, sobre todo el desamor, yo. yo más allá de mi vida, posada en otra sucesión de días, haciéndolos peores, condensándolos a la vez, contándolos en un daño inevitable, el dolor de las historias. solo quiero decir que


domingo, 26 de julio de 2015

d


para crear un hueco de días que ya no son días, que son de repente como un paseo en coche y algo finito, destinado a un movimiento, a una carencia de estar o de ser o de morir lentamente sobre las ruedas y un desplazarse, un despedazarse, un dejar de estar en y asumir que ojos te van a buscar y no te encontrarán ya más, un empezar a estar en y habituar el cuerpo deprisa a otro aire y otro olor y otro sabor en el fondo de la boca, mil cosas por hacer y todo eso piensas mientras el coche se descorre y anda, días que son eso, días que solo sirven para suceder

viernes, 24 de julio de 2015

boca callejera



Sigue tu beso de eclipse guardado en mi boca. Todos los días me golpea. Me ensancha la garganta, me escupe palabras de luto y espera de mí que me calle. No es mío. Es un moratón hinchado, loco, y lleva dentro un dolor de beso roto. Así ya no puedo, boca callejera. Así no camino, así no como, así no hay vida detrás del eclipse que empuñaste en mí. Fue aquel baile, fue aquel susurro, mi cuello como para esconderte los ojos de la luz que no querías. Por poco rozaste el hueco, con la gélida punta de la nariz repasaste el contorno, un arco, la arquitectura de mí (que se rompe ahora, que tiembla ahora, que no es ya mía con este beso invasor y maligno). No puede ser. No puede ser todavía que salieras del pozo y miraras mi mirada de vista, que posaras al menos la esquina de tu labio de calle en el filo de mi boca bailarina. Sonrisa de eclipse en mi seriedad más absoluta. Pero tronaba la música en la sala, y todos reían, y nadie sospechaba que tú guardabas aquí, en mi fondo, un beso de eclipse mortal. Me está matando, carajo, me mata: es puntiagudo como el cielo, huele a tiempo, sabe a sal. Boca callejera. Algún día tendrás que venir a recoger tus pertenencias. Quiero decir tu estela. Quiero decir que intento por todos los medios escupir tu luna ensombrecida. En la noche, sueño siempre que se va. Y sonrío. Pero entonces. Entonces el pincho de tu beso de eclipse me tira de un hilo, me deforma la forma de la risa. Aquí estoy, grita, estoy aquí y solo te salvará la muerte. Para siempre viviré en la espera del beso que no reclamas, del beso que ya no esperas, del beso muerto para todos excepto para mí. 


jueves, 23 de julio de 2015


MIS GRITOS

son cosas

QUE








siguen guardadas y saben a sal

martes, 21 de julio de 2015



haría por ti cualquier cosa que me hiciera feliz, pensaba, y bordeaba las costuras del sueño. 

lunes, 20 de julio de 2015


Tengo aquí lo que amo
hago un listado
para no esconderme
inventario
trabajando en amar
lo que amo
efectivamente
lógico pensar que reúno
amor
y no cosas que se compran
con trabajo

odio los orificios


Como si yo no fuera nada. Como si no hubiera alguien que patea y se muerde detrás de mi cara. Como si fuera un hueco. Siempre los jodidos huecos. 

explicación de Caótica


Vivíamos en la casa más sucia de todas. Era el bajo, que se llenaba de tierra y de más cosas no precisamente buenas. Ale decía que no pasaba nada porque nos íbamos a mudar pronto y era solo para escapar, para salir del paso, ya sabes, todos esos clichés que a él le gustaba vomitar delante de una mesa. De una mesa, además, rebosante de platos que desmentían su calidad de vida. Quiero decir que le gustaba la langosta pero no le importaba que se le pelara la pared de humedad. Mi casa era como llegar a un museo del descuido, como entrar de lleno en una composición de naturalezas muertas, muertas y destartaladas. Te podías encontrar una percha pendiendo de la silla rota de la cocina, o un vaso lleno de pétalos de flor, o un ventilador tirado en el pasillo. Los vecinos se escandalizaban cuando nos hacían una visita, porque además no era solo el desorden: una vez Ale dejó un vaso (vajilla de porcelana, vajilla como para una boda que nunca celebramos) durante una semana en el fregadero, y yo me negué a tocarlo. En fin, pero después le veías con esos relojes caros, con ese ánimo de señor que cobra bien y sabe lo que hacer con la pasta. Por qué no nos mudábamos, preguntan mucho, y yo sin embargo no sé responder. Era una casa como de prostíbulo, con esa belleza enquistada en el polvo, en botes de rimmel tirados por ahí que recuerdan la simpleza de las lágrimas que habrían estropeado la pintura. Qué importarían las lágrimas de las putas, o mis propias lágrimas cuando lloraba sobre el sofá manchado de vino y café, cuando lloraba porque ya no era feliz y me había llegado una factura que Ale podría pagar y yo no, yo nunca, yo era solo un ser que se desgajaba en agua sobre una casa que no sabía por qué, nunca por qué no se recogía. No iba a venir un genio a hacerlo. Pero yo lloraba. Lloraba con unas lágrimas que, encima de aquella belleza de burdel, no valían nada. A veces me paraba, con los ojos tristes, y recorría por debajo de las pestañas todo lo que había. El desorden. El caos. Papeles en el suelo. Cartas sin abrir. Libros entreabiertos como sexos. Entonces mis lágrimas eran un cero, porque en aquel descosido de casa, en aquel bajo asqueroso, me veía. Veía esa belleza enmohecida, dura de polvo y de tiempo, y me veía caótica, feliz entre tanto, y entendía por un momento por qué él me quería a mí y no a todas las demás, y no a todas esas que lloran lágrimas que valen. 


sábado, 18 de julio de 2015

cosas que no


En el terreno en el que todo vale. Sola. Sin máscaras. Libros con portadas del color del cartón, un roñoso lápiz suave, las piernas abiertas (huelen a crema hidratante y a desnudez). Sexo entrevisto, entretejido, entreignorado. En el terreno de paz soy feliz. Con mis libros y mujeres negras que me cantan a través del altavoz, que me recuerdan que la represión no es nada, que la opresión no es nada, que llevan sus negros cabellos de negra libre al viento y a la arena y al suave gimoteo del saxofón. Pizarnik se estrella en mis rodillas. Pizarnik canta su dolor encima del mío, de mi dolor despejado en el terreno pacífico de mi muslo que se eleva. Suavemente, me acaricio. Tantas cicatrices, tantas, y aquí no importan: todo vale, solo en soledad el tiempo me sonríe. Solo en soledad viene el presente. Deshago los nudos álmicos, tiendo una mano a mi propio cuerpo relajado. Ojos cerrados. No hay mundo, solo existe una habitación con suelo de parqué y estoy yo, una cortina, un movimiento circular. La noche. El día. Los conceptos, las verdades. Esas cosas ya no coronan mi entrepierna. 

jueves, 16 de julio de 2015

amor que se desnutre


Este amor condenado a ser chiquito, a no aprender a andar, a chuparse el dedo. Amor mínimo, mi amor que gatea hasta la mesa y se abraza a la pata y llora. Por qué vamos a hacerle pensar que va a ser como las plantas de lenteja. Mi abuela tiene una hija con síndrome de down y nadie le ha dicho nunca, nunca jamás, que va a poder vivir aislada y salir a hacer footing sola en la mañana; nadie le ha dicho que los demás la mirarán con odio o misericordia o temblor ahogado. Es triste la historia de mi tía. Es triste la historia de este amor. Pero yo lo acaricio, lo acaricio y le canto por lo bajo como hacen las madres con sus hijos cuando todavía están pequeños. Soy la mamá de mi microamor. Lo alimento, le enseño cosas, veo caer por su cuerpo niño gotas de ducha. Sus fracasos son los míos, aunque sea injusto, aunque él quiera rebelarse y decirme que no me meta en su vida (¿o no?, está tan chiquito...). Claro que lo entiendo, a mí me pasa igual: mis problemas no son cosa de este amor, que es solo una bolita alojada tras el oído, muy al fondo, con las algas. Todo va por fuera, la vida es más grande. Este amor está acabado, roto desde el comienzo. Pero yo lo cuido y le sonrío y le leo mis cuentos más fáciles, menos míos, y me muevo como una cuna para que me suenen los ronquidos de este amor deshilachado. Afectos más pesados me placan y me lloran y me trepidan el sexo. Luchadores de terreno acuático, buceadores de mi mar acongojado. Vengan, vengan: los espero mordiéndome la boca bajo la barca. Quiero más a otros, lo confieso. Pero este amor es tan chiquito, tan que se desnutre, que no lo saco nunca. Y siempre le doy de comer. Si no, se me muere.


lunes, 13 de julio de 2015

escena cruel en un espejo


El retrovisor enfoca una caída. Pestaña que se recorre en la distancia y ahoga lluvia. Un antifaz de ojos humanos, solo el espacio del espejo: allí ocurre todo, detrás del párpado-infierno, el minuto embutido en la línea del horizonte humano. Mamá, ella solo dice mamá muy bajito, un esbozo. Pero se pierde en el infierno del coche, no hay retrovisor que se lo guarde, y la vida es el jugo de dos ojos que se abren y miran al vacío. Un punto infinito, de choque, y de repente se atisba otra cabeza, un cráneo de cabello oscuro y muy corto que atraviesa el rectángulo de espejo muy, muy deprisa. Por trayectoria, ha bajado: debe estar más acá de la cara de ella, ese marco que entorna pupilas demasiado conscientes. Echa la cabeza hacia atrás; ahí está la nariz, enrojecida y sorbiendo ahora esa especie de agua que la hace rebosar. La piel, pálida, no tiembla, pero sigue trazando la curva y aparece la boca en el espejo. Boca retorcida, boca que se muerde para doler, boca que evita algo, boca desesperada y en silencio. Pero mamá, repite, mamá, ahora está claro. Mamá, mamá, mamá, como esperando un socorro de arriba, ya no a la madre sino a un ser que pueda protegerla. Es la cabeza, se adivina, es la cabeza que se atisbó, un intruso que rompe el cuadro de los ojos y la nariz y la boca y las dos sílabas, ma-má. Y pasa: los labios se abren, enseñan los dientes, retuercen la lengua, y sale un sonido muy agudo pero a la vez gutural. El ruido llena el espejo y luego, luego se va. El lago sólido enfoca mano que tapa los labios y arruga la piel, violencia y uñas marcadas en el pedazo que se ve de las mejillas. Se mueve, el rostro se mueve, va de un lado a otro, pero olvida el reposo y otra vez se le ven los ojos que tienen encima unas cejas contorsionadas. Los globos están aguados, rebosan, una gota cae y al tanto hay una tela que pasa fugaz como el dedo que se despoja de un anillo. Capa a capa, pasan líneas arrugadas y gruesas enfrente del espejo retrovisor. Hay dolor en las pupilas. Hay un mamá que ya no se dice, que se ha olvidado, una espera frustrada, un nadie te va a sacar de este coche. Entonces todo se lía, todo se enrolla, hay colores difusos y locos y de pronto plaf, quietud, todo ha cambiado: es un rostro de perfil el que se enfoca, un rostro de hombre y un cuello desnudo, cara que contrae los rasgos y da de repente una sacudida y se le ve soltar el aire y no dice mamá, no dice mamá. Ya no hay palabras, solo espejo y un sonido como de manos aplaudiendo lento, como de dolor entrechocando, brindando en el rectángulo-ventana. 





triste tú



La paz dejó a Triste desnuda en una cama-barco. El suelo se había vuelto mar y sal. Y había tiburones haciendo círculos concéntricos, buscando debajo de las patas una pista cárnica. Cómo bajar, cómo descender, cómo nadar para huir (aunque la cama flotara y amenazara con hundirse de verdad, con hundirse por lo bajo, y era un naufragio y el olor a café quemado y una lágrima cabeceando). Se cubría los pechos con los brazos en un abrazo sin piedad, abrazo de humillación y tristeza de Triste triste. Las gotas marcaban la piel, piel morena, llena de sol. Sol que no quedaba. Sol solo.
Era muy tarde. Ya no había posibilidad de cancelar la reserva y salir en bote hacia la calle. Maullaba un gatito llamándola, pero era un no. Dormir, dormir era importante. Triste observó el cuerpo que comía aire al otro lado del navío. Una espalda suave y cruel. Quiso tocarla, pero para qué. Ya no había guerra que ganar, y el sexo se había secado a los ojos de los tiburones. Y los volcanes, los volcanes al suelo. Dejaron marcas de ceniza que fue fuego que fue tierra. Triste mordía chocolate en la memoria, el cuerpo subía y bajaba, se hinchaba y deshinchaba, era el oleaje.
Lo sabía: por la mañana, con el chillido del despertador, todo adiós. Y ya no habría mares brotando en las patas de la cama. Ni besos ni pelo revuelto ni lunares que perseguir con los dedos. La paz la dejó traspuesta, muy cansada, pero no podía dormirse. No podía abandonar. Si lo hacía, perdería el último rato, la quietud final, ya no podría volver a vaciar los oídos con el ruido de Qué. Es lo malo de los barcos. No son para siempre, y a veces deseas, deseas con toda la fuerza del alma poder pisar tierra. Triste lo había pensado. Pero, al descender, necesitas el baile de las olas, la espuma que escupe un sofoco, el mar, mar como el cuerpo que dormía a su lado y que a la mañana siguiente, eternamente, seguiría la carrera de la vida. Sin barcos. Sin camas. Suave, cruel.  

domingo, 12 de julio de 2015

sequedad


No sabes las cosas que dejé allí, sobre una mesa cuadrada, una mesa estrepitosa, la mesa de mi caída. Cosas inertes, sin vida, pero cosas con respiración. Que subieron y bajaron el pecho al ritmo de mi voz. Yo cantaba, yo me dejaba caer por los huecos de los dientes. Salía de mí. Y no tienes ni idea de todo lo que posé en la superficie. Debajo de un mantelillo, en la borra de un vaso, en mí. No las he cargado, hace mucho tiempo que no las cargo, y tengo huecos con siluetas que conozco y que entiendo porque aunque no estén, aunque no las tenga, las cosas que he abandonado siguen grabadas en mi cuerpo. Si me doblo, puedes comprobarlo: hay en mí una disfuncionalidad, una ruptura o rotura o muerte que sacude las cosas sin vida que respiran. Ten cuidado conmigo, te lo pido, pero no lo tengas. No dejes que me entere de que me pisas de puntillas, y a la vez, no me pises jamás con la punta de los pies. No entiendes las cosas que perdí, que perdí con ganas y con intención, que dejé y que sentí mientras me alejaba como una cadena tensa que en algún momento, en algún cruel momento, me iba a parar. En seco. 

sábado, 11 de julio de 2015

peligro del espejo

Los espejos son peligrosos. No te dejes perder en la contemplación de ti, una mirada a los rasgos y los gestos de tu cara enramados en otro. No debatas tu piel sobre otra piel. Corres el peligro de pensar que todo es eso, que quieres cuando en realidad solo te quieres. Quererte es natural, primordial, pero querer es la vida. Y si te pierdes otra boca que sonríe furiosa, y los pliegues de un párpado ajeno, y el descubrimiento de un cuello con pozo que despunta eterno hacia la luna, si te pierdes a quien miras, estás solo. Y no vives, espejo, porque no sales de ti. Porque pasas por encima del que te mira estupefacto al descubrir que allí, en el hueco de tus cuencas, están brillando sus ojos.

miércoles, 8 de julio de 2015

niña que sueña insomnio


Piedra, animal. Mira desde lejos y. Mira desde cerca o. Cuadros con flores, naturaleza muerta (la emoción sin el deseo, leí). Habitación seca. Ojos acuáticos. Nada desde el fondo. Nada, cola torcida, cola con final de centella. Nadar la nada. Los huesos de la luna. Crac. Yo de mayor quiero ser. Yo de niña quería ser. Piedra, animal. Cortina voladora. Cortina-pájaro. Componer palabras y no morir o. Los pies son el principio de. Pies para qué los quiero si. Pie-dra, a-ni-mal. Piso pisadas, pisadas piso. NIÑA    QUE    SUEÑA    INSOMNIO.

explicación de los edificios interiores


"Yo soy yo y mi circunstancia,
y si no la salvo a ella no me salvo yo"
Ortega y Gasse
¿Qué sin mí? El viento sopla igual, la tierra se hace bola, todo del mismo modo, y esa ola sigue revolcando a las señoras que ríen, ríen mojadas y felices con sus gorritos de piscina salada. Sigue sonando Elvis en el altavoz del chiringuito. Los castillos de arena no se tambalean. Los mercados siguen su río, la economía se despeña, o no, la Tierra gira, la música es igual, los libros no escupen tinta. Sin mis ojos, amanece igual. Los árboles caen en el bosque y suenan porque todavía hay alguien que los escucha. Dos se besan, dos se odian, y a nadie se le despeinan los dientes porque no estoy yo. Si no existo, las cosas fluyen y llueve. Y las balas matan. Y la risa cura. Y los dedos encienden. ¿Pero mi vida? ¿Qué sin mí? Mi vida no está. Mi vida adiós, adiós, adiós.  
Y yo sin mi vida. Qué de mí sin mi vida. Floto en el aire. Como un escarabajo al viento, con las patas cojas, sin agarre. Aparezco en un desierto, desnuda, callada, loca. No soy. Todavía no soy. Si me quitan mi vida (y no la capacidad de estar viva, sino la cáscara que recubre el día), soy sin ser y reposo en una esquina, perdida, y ya no tengo todos los libros leídos, canciones dentro, poemas que me redactan. Sin amor. Y siguen crujiendo las maderas con el calor. Y un padre devora dónuts entreabriendo los labios con delicadeza. Me falta todo, pero, entre toda la arena que se revuelve igual, entre todos los ojos que siguen parpadeando, estoy. La cosa es que estoy. Como si regresara al uno de septiembre de hace veinte años, y volviera a sentir con los ojos entrecerrados eso que nunca recordamos y que debe ser fulminante. ¿Cómo será el primer eje de la vida, el primer bosquejo, el primer dibujo de luz parpadeando con caras que aún no son caras y una sala que no es sala, que no es nada, que no conoces? Nacer debe ser confuso. Sin tu vida, aún sin nada, aún sin saber andar ni brillar ni reír a pulmón desgarrado. Y eso pasa, eso ocurre sin mi vida: aún no sé, todavía no me conozco. Pero. Pero estoy. Pero respiro en el fondo, despierto y me baña el sol, porque el sol sigue bañando, y a nadie le importa que ya no tenga vida y que yo siga existiendo sin vida pero que mi vida sin mí no sea nada, nada en lo absoluto. 
Pero somos indivisibles, creo. No voy a volatilizarme de repente y a dejar de querer, de filtrar cosas como yo. Soy un centro recubierto de partículas pegadas, como la bola de nieve que rueda y rueda y crece y crece y ya nadie sabe si hay una piedra en el núcleo. Soy y estoy. El ser anida también en la vida, en el eje de lo que pasa cuando me despierto y abro la ventana y desayuno café con tostadas o una mandarina. En toda la ansiedad, en toda la alegría, en todo el amor, estoy. Y soy. Soy yo porque he caído en este cubículo y después de nacer, del primer fulminar de ojos aún no abiertos, aprendí. A caminar y a colocarme y a ser yo. No era nada, y sin embargo, aunque el viento siga soplando sin mí, ahora lo siento en la piel y sé que lo siento en la piel y, es más, sé que sé que lo siento en la piel. Yo sin mi vida. Mi vida sin mí. Cosas que no importan, aire fuera de contexto. Pero a la vez, a la vez lo pienso y qué miedo. Qué miedo desaparecer, despertar en un desierto, nacer otra vez. Porque si me topo conmigo, si me encuentro en lo hondo de mí, en una esquina de mi cuerpo o no, no sé, quizá, si me veo, me doy cuenta de que no soy nada. De que estoy, y eso es ser. Ser entre la ola que sigue rompiendo y la pila de revistas que se habría caído aunque yo, desde el sofá, no la hubiera visto. Eso son, en eso consisten los edificios interiores. 

martes, 7 de julio de 2015

Domicilio: Sr Luna



(Ilustración: Sedicente Feccia)


(Este cuento lo escribí a partir de esta maravillosa ilustración, Mr. Moon de Sedicente Feccia.
La colaboración fue publicada en un proyectito en el que participo, el Proyecto Garabatos
www.proyectogarabatos.wordpress.com
Allí encontrarás más cosas, sin el barullo original de este sitio caótico)

El Sr. Luna se levantó por la mañana con un fuerte dolor en la sien izquierda. Le había costado mucho dormir. En la noche, un batallón de gente se había reunido para celebrar la elección del nuevo Presidente de la comunidad. Luna no sabía de dónde habían sacado tanta bebida y unos altavoces tan descomunales, pero no pudo parar el baile, y de madrugada incluso uno de los organizadores vomitó en la esquina más limpia de todo el recinto. Cuando el Sr. Luna les dijo que por favor pararan la fiesta, ellos se rieron y gritaron. Casero, ya no mandas, sentenciaron. El nuevo Presidente era un chico joven, con barba y dos pendientes en la oreja. No se parecía en nada al Sr. Luna. El anterior era rubio y alto y se peinaba hacia la derecha, como las buenas personas, y vivía en un modesto pisito en el riñón este que a Luna no le causaba ningún tipo de dolor. Lo echó de menos entonces, pero por la mañana, cuando se levantó con una jaqueca ponzoñosa, pensó que cualquier cosa, cualquiera, era un buen sacrificio por la democracia.

¿Qué puede desayunar un hombre como yo con esta migraña?, se preguntó el Sr. Luna mientras se agazapaba en la encimera para sentirse enfermo de verdad. No le apetecía sentir dolor, no le apetecía tomar pastillas, pero el drama podía evitarle bajar a comprar pan y quemarse con el sol. Aquel día tenía que hacer mil cosas. Era el día del que se colgaba la luna llena. También era un día de resaca, y el Sr. Luna se golpeó la sien izquierda con la punta del dedo índice y soltó un silbido que indicaba enfado. Toc toc, susurró, y un muchacho durmiente abrió los ojos para dar una patada en la pared craneal del Sr. Luna. A casa, susurró él. Las personitas se despertaron quince minutos más tarde. Y volvieron al hogar. Paso a paso, codo a codo, los cuatro edificios interiores del Sr. Luna se fueron llenando, y las luces se encendieron solo para apagarse más tarde, cuando sus resacosos habitantes andaban hacia la cama y respiraban lentamente pensando en el fiestón, qué fiestón el de anoche.

Se dijo el Sr. Luna que todo estaba en orden y que al final tendría que tomarse una pastilla. Todo siguió bien, perfecto, hasta que colocó la píldora entre los labios y llenó el vaso de agua. Una voz se le parapetó en los oídos y nadó corriendo. ¡Eso no!, chilló y chilló. Agüita con miel y limón, mano de santo. Esas cosas químicas solo traen disgustos. La que gritaba era Rocío, la abuela que daba golpes con el canto del escobillón al suelo en el edificio que brotaba en la clavícula. El Sr. Luna le dio los buenos días y le respondió, cansado ya, que eso era para la gripe. Y se tragó la pastilla. La mentira blanca (así la llamó ella después) se deslizó justo al lado de la ventana de Doña Rocío, y ella soltó un suspiro y volvió al salón. Era hora de llamar a María y contarle lo que había pasado el día anterior en la nalga, en el rastro de la nalga, donde su marido vendía y ganaba y conocía.

Le dio igual. Al Sr. Luna le dio igual. Era el día. Porque se aproximaba la noche. Pensó en el armario, en cada espejo, cada trozo de mundo que no existía porque era solo copia. Así los entendía él, y así pensaba colocarlos uno a uno, poco a poco, al lado de la fuente del parque. Cuando cayera la noche y una luna hinchada flotara por el cielo, un ojo cerrado, el Sr. Luna vibraría en el núcleo de un círculo de espejos y entonces todo sería distinto. Era el destino. Él había sido luna desde que lo habían sacado del cuerpo de su madre, y todo el tiempo había vivido esperando que fuera de noche para salir y contemplar y entender a su madre verdadera. A la luna, un espejo de luz que copia al sol. Mamá, susurró el Sr. Luna, y María, la del edificio izquierdo del pecho, soltó un grito por lo que Rocío le decía entre risitas. El Sr. Luna se asustó y se dio un manotazo en el pecho. Entendió que el grito era para él. Para su madre la luna. Y un pequeño terremoto tiró al suelo el teléfono fijo de María, la de las croquetas de jamón.

Ellos no creían. Por eso celebraban cada nueva elección, cada pliegue de una democracia implementada años atrás. Decían que el Sr. Luna era tonto. Que se movía mucho por la noche, que no se cuidaba, que tardaba en ir al médico y ponía en riesgo la ciudad. Todas las tardes, todas las santas tardes, un comité se reunía para decidir cuál era el estado de salud del Sr. Luna, y él intentaba ignorarlos cuando escuchaba la campana. Sabía todo lo que pasaba, todo lo que ocurría en cada escondrijo de su cuerpo: quién iba a qué, quién tomaba qué, quién se acostaba con quién. Conocía a todos y cada uno de sus habitantes, y sabía qué iban a decidir antes de que abrieran la boca. Y sin embargo, ninguna de las personas que le pellizcaban para fastidiar creían, o querían creer, que el Sr. Luna podía llevarlos por buen camino. Una vez, el muchacho al que habían nombrado Presidente el día anterior le dijo que era un idiota. Que debía aceptar, porque sí, que un hombre-edificio jamás podría decidir por sí mismo. Y por eso, le dijo, por eso vivimos aquí nosotros. En tus edificios interiores.

Por eso el Sr. Luna, en ese momento tumbado boca arriba y pensando en los pinchazos de la dichosa jaqueca, se había preparado a escondidas. Mientras sus habitantes roncaban como cerdos, él se había puesto a recoger espejos en contenedores y a comprar, a comprar como un poseso. Iba a ser una luna y los iba a echar a todos. Porque en la luna no puede vivir nadie, y todos los pasajeros se le habían colado hace tiempo, pensando que el Sr. Luna era un hombre-casa que acogía vidas y conductores, incapaz de pensar desde el centro de la cabeza. Pero el Sr. Luna era un hombre-astro, y él lo sabía mientras encendía distraído un cigarrillo y planeaba cómo iba a disimular, a vivir muy quieto, hasta que cayera la noche y todos se diluyeran en el sueño. Tendría que ser un poco más tarde, porque todos los fiesteros dormían a pierna suelta a las 11 de la mañana. El día pasó tranquilo y las horas fueron corredizas: almuerzo, tele, junta de control (y buena salud), una pelea tras el ojo, merienda, obras en el edificio del estómago, niños juegan a la pelota, cena, primer pregón del nuevo Presidente.

Ya todos estaban dormidos cuando el Sr. Luna se colocó en el borde de la fuente del parque. Desde ahí, miró bien el agua: se reflejaba la luna llena, un círculo blanco y enorme tatuado en el cielo. Era la hora, y escuchó cómo todos y cada uno de sus habitantes dormían y soñaban y volaban a través del techo de sus edificios. Si alguno se despertaba y le atendía, lo sabría. Fue colocando cada uno de los 20 espejos. Creó círculos perfectos, circunferencias concéntricas con un centro hueco. La energía le comía. Llevaba años esperando. Esperando sentado en una esquina de sí mismo (en el mercado, o en el hotel, o en la planta 2 del edificio 3, el de los ricos). Ese día, el Sr. Luna iba a ser un espejo e iba a ser un astro e iba a estar consigo mismo, y les iba a demostrar a todos, a todos, que no merecía ser ciudad. Que todo lo que podía ser lo era solo. Que iba a pasarse a la otra categoría humana, e iba a brillar con fuerza en un cielo sin escaleras y sin gritos mañaneros.

Se sentó en el centro justo después de girar un espejo y colocarlo mirando al suelo. Era la hora, pero solo se reflejaría entera la luz de la luna cuando todos los espejos la miraran. Quería reflexionar un poco antes. Se rió por lo bajo (muy despacio, para no despertar a nadie) de todo el follón que habían montado por las elecciones. ¿Cuánto había durado el mandato del nuevo gobierno? Un día. Ni siquiera un día. Y ahora, ¿adónde irían? Quizás el nuevo Presidente les buscara alojamiento. Tal vez colonizaran otro cuerpo, otra cáscara con construcciones en los riñones y con cuartos luminosos. No sabía si algo cambiaría para ellos. Estaban acostumbrados a vivir, a ser dentro de él. Habían pasado años desde que se le habían colado y le habían llamado hogar. Pero ahora. Pero ahora iba a desahuciarlos a todos. A demostrarles que vivían en la luna, y que no podían hacerlo más. Él no era un hombre-ciudad. Y nunca volverían a negarle nada.

Y entonces (justo en ese instante, con la esperanza brotando de algún lugar de la cocina de casa de Antonio Pérez), Luna rozó la espalda del espejo con la yema de un dedo nervioso y dijo adiós. Adiós a su vida, adiós a sí mismo. Adiós a los edificios interiores. Clavó la barriga del dedo en el reborde del cuadrado y lo levantó. Le dio la vuelta. Y cuando lo colocó, ahora derecho, en el suelo, la luna iluminó cada espejo, cada trazo del círculo, y la piel del Sr. Luna se volvió líquida y blanca y lívida y destelleó porque todo era, porque todo cambiaba, porque todos y cada uno de sus habitantes abrieron los ojos de golpe y se despertaron con tanta luz. El Sr. Luna reflejaba el astro y la luz del sol. Era de luna, y todos se pusieron en pie y corrieron por el terremoto. ¿Qué pasa?, gritaban. ¿Qué pasa, qué ocurre, por qué todo tiembla? Estaban ciegos, pero el Sr. Luna abría los ojos como platos. Y en esos ojos, de repente, empezaron a brotar ladrillos.

La piel se volvió escama de cemento. Los ojos, fachadas. El cabello rubio se convirtió en antena parabólica, y un cuerpo-edificio creció con el viento y clavó los pies al suelo, ahora cimientos por siempre. En el frente se abrieron ventanas y una puerta de madera maciza. La luz de la luna le bañaba y él crecía, y todos los espejos devolvían copias del cambio. Y mientras tanto, personitas varias corrían por los edificios que se fundían y pensaban, y creían, que hacía falta un consejo de organización. Todo se caía. Todo se rompía. El Sr. Luna se hizo grande, grande, y en cada habitación se formó una maceta de perejil rizado, y las neveras se llenaron de comida y los fogones se pusieron medio calientes porque alguien había cocinado poco antes.

A las dos horas, todos los habitantes del Sr. Luna salieron por la puerta de madera y se pararon a mirar su edificio. No sabían por qué, pero tenían ganas de observarlo. Les parecía increíble, de repente, que existieran casas. Que los ladrillos se juntaran con el cemento y formaran estructura. Todos salieron a la calle y descubrieron que la gente era desconocida, pero fueron presentándose y, tiempo después, varios de ellos abrieron comercios. Y vivieron. Y crecieron. Pero cuando sale la luna, todas las noches al vomitarse del cielo, de dos ventanas en lo alto del edificio salen gotas de agua que brillan y desfilan por toda la fachada. Nadie sabe de dónde, pero después, a veces, se escucha un silbido lejano.

lunes, 6 de julio de 2015

cuando dejaste de leerme


¿Te imaginas que vuelvas a leerme? Con esos ojos que cambian de color, y un lunar agarrado por siempre a la media luna del rostro. Los dedos largos, duros, haciendo ruido sobre el teclado. Y la boca. Un poco de barba y tú. Los dientes separados, la lengua fría, el beso escondido siempre ahí. Muerdes porque me lees. Te acuerdas de mí. Las noches, los chistes. Yo. Y no piensas, no piensas que sea así, que estés impreso levemente en el bordes de las palabras. Entre líneas. No estás, es cierto. Pero ¿te imaginas que vuelvas a leerme, y que aparezcas ahora, plaf, encima de esto, de esto, hoy para ti? Como antes. Como siempre. Como cuando te ponías una corbata negra sin venir al caso. Piénsalo. 

(Te puedo escribir, sin embargo, con toda esta libertad, porque ya no me lees. Porque los ojos se quedaron anclados a un marrón barroso, los dedos se torcieron, ya no hay música en objetos sordos. El beso salió disparado a la pared. Y no muerdes, ya no muerdes nada, solo bebes una y otra vez y te has metido en ese mundo de noche y mañanas que no están. Lo sé. Claro que lo sé. Ahora no piensas más en mí. Ya no estoy, no estamos: nos hemos hecho nudos de aire, nadie nos ve, no nos vemos, volamos lejos. Parecemos iguales. La sucesión lógica de las cosas. Tú así, bebiendo. Yo así, bebiendo. Cosas distintas. Todos los espasmos de risa que salían de mí se borraron del cuerpo. Ya no los recuerdo. Y las veces que lloré me parecen tontas. Te pasa lo mismo. Y te escribo. Para que no me leas. Porque a veces, cuando nadie entiende nada, cuando nada se cae de intenso, cuando mi beso se vuelve a esconder, yo sí que me acuerdo de ti, y soy una cabrona)

explicación de mí


Qué pasa si no tengo nada prieto, nada, ni siquiera el alma. Qué sucede si mi geometría es absurda, si pienso de lado y siento en zigzag, si muerdo en esquina y no con media luna. Te digo lo que pasa: hay ahí una fila de zapatos, todos preciosos, alineados como en una foto, una foto medida por el fotógrafo hasta el punto de que la curvatura de la liga que desborda es perfecta. Hay ahí una lista de zapatos que representan caras y vidas. Todos son iguales. Como copias. Como recién salidos del horno de Platón, ¿sabes?, pero hay uno en el centro que no sé. Es más alto. Está torcido. La goma está manchada. Y el color, el color rompe con todo. Pasa que el zapato es diferente, y la imagen bizquea. ¿Vemos más allá de la foto? Dime, ¿ves más lejos? Dentro de los zapatos hay pies. Siempre. Pies presentes o pies ausentes (como el número tres que se intuye siempre pegado al siete, el negativo que falta para llegar a la perfección redonda, la esfera cerrada). Ahí estamos: zapatos, pies, sobre cada par se alza un cuerpo bonito y rosado y humano, sobre cada uno, y todos son diferentes, todos tienen sus cosas, son piernas y brazos pero con distinta forma y cicatrices que no puede tener nadie más, nunca. Pero. Pero recorres la imagen hacia abajo y llegas a los zapatos. Entonces te das cuenta: todos los cuerpos son iguales, siguen una estructura ahí arriba, estructura mental, vida medida, y alguien lleva los tenis sucios y torcidos y son rojos y no blancos y qué pasa con ella, qué pasa con ella. Nada, nada, nada, ni el alma. Déjame que te diga algo: tengo las caderas anchas, los pechos grandes, celulitis, sí, sí, las mujeres tenemos celulitis, y soy blanda y suave, y si te da la gana me puedes decir gorda. Te sonrío. Déjame que te diga otra cosa: lloro, me río como una loca, bailo y hago reír, muerdo al besar, respiro y me gusta. Dime idiota. Dime imbécil. Dime lo que te dé la gana, porque, ¿sabes?, ya he aceptado que soy el cuerpo que se alza sobre el zapato sucio, ya me he visto crecer así, y qué pasa si no tengo nada prieto. Ni siquiera el alma. Qué pasa si soy, en realidad, el reflejo de mí misma, fuera y dentro, si la nariz redonda significa que soy un círculo. Del todo. Qué pasa si no me da la gana de seguir al resto. Me gusta ir con gente que tampoco lo haga. Personas libres. Yo soy libre. Y sí, mírame: tengo celulitis y me gusta meterme debajo del agua y abrir la boca. ¡Bah!