¿Qué significará el tiempo sin relojes?

sábado, 30 de agosto de 2014

hielo



Nunca me quitas la sed. Eres como, no sé, como chupar un cubo de hielo. Te tengo en la punta de la lengua y pareces agua, y cuando empiezo a moverte dentro de la boca me dejas fría. La boca me duele. Y te muevo y me siento vacía, porque dentro de la cávea de mi habla es como si el agua me estuviera derrapando por los dientes y la garganta. De vez en cuando te caliento mucho y me das un poco, sólo un poco de líquido, y yo lo mantengo un segundo en la boca y después trago, y me llueves un poquito en el esófago. Pero es peor, porque no me quita la sed. Sólo son un par de gotas tontas, demasiado frías para que yo note su necesaria falta de sabor. Y te muevo y vuelvo a moverte y te revuelvo, y tengo dentro de la boca algo que parece agua, la solución a esta garganta rota y rasgada, pero no lo es. Tengo algo que no es nada, y en realidad lo es todo, y yo sigo provocando terremotos con mi lengua, que no está afilada. Más gotas y cada vez tengo más sed, y convulsiono de rabia, y vuelvo a dejarte en el vaso y espero a que te derritas unos segundos. Vuelvo a mover el vaso y me bebo lo poco que hay, y te meto dentro de mi boca y entonces por puro ahogo muerdo. Y te me rompes, y te mastico y me alivias, pero te vas. No te bebo. Sólo te desgarro.

miércoles, 27 de agosto de 2014

m&m mundo y mierda


¡Mundo!,
cuando yo nací mis padres me esperaban. Fui la primera hija, y me recibieron con los brazos abiertos, así, en cruz. Me estaban esperando. Y salí toda asquerosa y mojada y después unas enfermeras de las que no me acuerdo me bañaron. Me quitaron de encima lo que delataba que acababa de pasar por un horror como nacer. Y me convirtieron en persona. Me insertaron en el mundo de repente, como si mi cuerpo de bebé fuera una bala loca, recién disparada, que corría y corría y corría por el aire e impactaba en un cuerpo yerto.

¡Mundo!,
yo crecí un poco y me convertí en una niña un poco más formal. Jugaba a las casitas con las cucharas y los tenedores, y cuando estaba en clase me entretenía en imaginar que mis lápices eran personas pequeñitas a las que habían obligado a mutar. Y a veces colocaba la goma de pie enfrente del lápiz, y la ponía como si fuese un atril. Me ponía a mover la cabeza e imaginaba que el lápiz estaba dándole un discurso al mundo, que iba a cambiar las cosas (no sabía el qué) con las palabras que le salían por la boca. Y dentro de mi coco ese discurso estaba compuesto sólo de frases sueltas. Pero eran brillantes, coño.

¡Mundo!,
después me hice un poco mayor y descubrí que esas frases eran mierda. Que los lápices no hablaban y que la proporción no era la adecuada, porque la goma-atril sólo le habría llegado al lápiz-político hasta las rodillas. Yo era una niña normal, como todas, y quería ser lo que querían ser todas.

¡Mundo!,
yo quería ser una chica buena, ¿eh? Que a mí me decían que era mala, así, cuando era pequeñita, y se me caía la vida a los tobillos. Me portaba estupendamente y nunca contestaba a mis mayores. Aunque tuviera que morderme los nudillos. Yo sólo quería ser buena. Quería que mi madre y mi padre asintieran al mirarme, y quería vivir sin tener que reprocharme nunca nada. Yo quería ser buena. Y lo era.

¡Mundo!,
todos querían lo mismo para mí. 

¡Mundo!,
eso es lo que tenía que haber sido.

¡Mundo!,
después salí a ti y descubrí que todo lo que tú proclamas, todo lo que tú llevas dentro es mierda. Que no hay modelos ni referentes que valgan la pena si eres tú, justo tú quien los señala. Me di cuenta de que yo no era buena, de que yo no llevaba dentro nada de eso, porque lo que tú consideras una mujer buena es una puta mierda, y yo valgo más que eso.

¡Mundo!,
me rompiste todos los sueños, fuiste quebrando las extremidades de mis delirios una a una, y doblaste las articulaciones y las dejaste inútiles. Te cargaste todos mis sueños, todos y cada uno. Me demostraste que nada de lo que yo soñaba era posible, porque en el mundo no quedan más de cien personas capaces de deslizarse dentro de lo que yo considero algo bueno, algo íntegro, algo justo.

¡Mundo!,
lo bueno es malo y lo malo es bueno, y hasta que no entendamos eso vamos a seguir matándonos a golpes con el muro. Vamos a seguir creciendo sólo para que nos rompan los sueños uno a uno, poquito a poco.

¡Mundo!,
yo quería ser buena.
Te lo juro.

pre-19



Me dijo el camarero -qué cliché- que todos tenemos una lágrima guardada en la comisura del ojo. Que la gotita está ahí, obcecada, y no quiere salir. Que no le da la gana, y se agazapa y se esconde dentro del lacrimal, y nada dentro de sí misma y se revuelve. Es una lágrima pequeña y deforme. Porque las lágrimas siempre son deformes. A mí no me vale esa mierda de las gotas de cristal que resbalan sólo porque la superficie de una cara cuarteada no sujeta el vidrio. Qué mierda es ésa. Las lágrimas son deformes porque no tienen un contorno fijo, y resbalan por la cara y la llenan de residuos tontos, y van cambiando y mutando y creciendo a medida que la gravedad les coge por los huevos. Y las lágrimas nunca son las mismas, me dijo el camarero, y me sirvió un chupito. Nunca son las mismas, y la misma lágrima puede ser cien mil lágrimas más, escucha, cien mil, puede ser tantas otras mientras derrapa por la comisura de una piel, por el filo de unas células que se estiran como chicles, la misma lágrima puede transformarse si la gravedad le da un toque, y si la física revienta, y en una sola gotita salada podemos llorarlo todo, todo... Y te tienes que beber eso, me espetó, te lo tienes que beber, porque no puedes seguir así, siendo siempre una niña.
Que todos tenemos una lágrima guardada en la comisura del ojo. Que la gota se expande y forma un velo, y nos cubre la mirada y sólo vemos, sólo observamos a través de ella. Que esa lágrima nunca sale, que nunca muere, que sólo empuja y empuja y pone zancadillas a las demás para que se vayan a ver mundo, para que lluevan, para que lloren.
Que no puedo ser siempre una niña.
Y me bebí el chupito. Derrapó por mi garganta, yo escuché el sonido de las ruedas del alcohol, las partículas cogieron una curva muy cerrada y el chupito chirriaba y corría y no se paraba, y el alcohol me dejó marcas en el fondo de la garganta. Me bebí el chupito, y el tío me miró por encima de las gafas. Sonrió. Sonreí. No se me saltaron las lágrimas. No me brotó esa gota puta que se agarra con las uñas a mí, a mi cuerpo, a mis pasos. Quizás en eso consista crecer.
Y sin embargo estoy aquí, ¿sabes?, y me veo en este espejo tan chiquito, sólo el rostro, mi cara enmarcada por madera oscura y de imitación. Me arrastro el párpado con el dedo índice y pienso en esa gota. Sólo en la gota. Se me está borrando la raya del ojo, y como siga así voy a parecer un mapache, pero me importa una mierda, y las pestañas me hacen cosquillas en el dedo, y yo pienso en esa gota, en ese camarero, en ese trago.
Que no puedo ser siempre una niña.
Me alejo un poco del espejo y contemplo mi cara, y entonces cierro los ojillos y no me veo pero me siento a mí misma con dos medias lunas pintadas en la piel. Los abro, y me oteo, me miro fijamente, soy una niña a medias y no puedo serlo siempre, y estoy a punto de cumplir los 19, y tengo en la garganta las marcas del derrape de un chupito que a saber qué más llevaba. La lágrima puta empuja y hace fuerzas, la oigo gritar, y una pequeña gota que no es la que quiero me sale del fondo del lacrimal. Yo no puedo ser siempre una niña, pero ahora me miro al espejo y lloro, y la primera lágrima baja por mi cara y va mutando, y va siendo otra, y a cada milímetro de mi piel que conquista, mala colonizadora, la lágrima llora algo distinto. Llora en mi cara y llueve en mis tripas, y baja y baja y baja como una gotita de agua suicida que pinta la fachada de un edificio de ésos tan feos. Y salen más más más lágrimas de este cuerpo, más más más agua que fabrico sin pensarlo, y lloro porque no puedo ser siempre una niña y estoy creciendo, pero me repliego sobre mí misma y pienso en mí, me pienso, y barro con el láser de la mente todo lo que tengo dentro, todo, todo, y al final me lloro. Lloro porque soy, y también lloro lo que soy. Todo eso, todo.
Quizás, como no puedo ser siempre una niña, en algún momento pueda pararme a coger aire. Una bocanada de aire que me congele las vísceras y sofoque el fuego que llevo siempre dentro. Tal vez pueda detenerme ratito y tomar conciencia de mí misma, justo como cuando lloro. Ya está bien de saber que existo sólo cuando tengo la cara llena de agua y mocos y trazos de rimmel. Los adultos no lloran tanto, o al menos eso pensaba yo cuando era una chiquilla, pero tengo la sensación de que cada día lloro menos pero lo necesito más. Que yo no puedo ser siempre una niña, pero ¿y esa lágrima que lleva desde siempre ahí, toda la vida, esa lágrima que ha crecido conmigo y se ha bebido todos mis cafés y ha escrito enviando impulsos eléctricos a mis dedos, esa gota de agua que me ha fallado y follado y se ha educado con mi falta de educación?... ¿Qué pasa con ella? Puto camarero de los cojones, no puedo crecer sin soltarla. Va a seguir cambiándome de forma dentro de los ojos, ¿verdad? Seguirá jodiéndome, y seguirá marcándome, y yo no voy a crecer nunca, nunca, pero sí dejaré de ser una niña.
...¿no?

martes, 26 de agosto de 2014





Soy más barranco escarpado que río de ondas suaves.

jueves, 21 de agosto de 2014

3



Yo soy una de ellas, y los gritos me comen y me joden y se enmarañan en el fondo de mis oídos. Soy una de ellas, y sé lo que sienten, son como espejos que reflejan todo lo que tengo, todo lo que llevo entre las costillas y en los bolsillos y dentro de los zapatos. Soy una de ellas, y no quiero serlo.
Porque no deberíamos existir.
No tendríamos que ser una categoría distinta ni tendríamos por qué reflejarnos como espejos. Y sin embargo...

yo



Crecer significa perder poquito a poco la posibilidad de cerrar los ojos, apretarlos con fuerza, hacerte daño en las palmas con las uñas y mandarlo todo a la mierda, al demonio, a tomar por culo. Crecer significa no poder apagar el móvil, o encerrarte en tu cuarto, o en una esquinita de la cabeza. Significa tener responsabilidades, y subir y subir y subir el timbre del teléfono para poder escucharlo mientras te duchas. Significa perder la libertad de hacerle un corte de manga al mundo, y a todos, y sin embargo también significa sentir cada vez más esa necesidad de liarte a cabezazos con todo.
Pero yo aún soy lo suficientemente joven como para poder mandarlo todo a tomar por culo por un ratito.


Tengo el corazón de lejía;
cuando siento, me destiñe








miércoles, 20 de agosto de 2014

limpiar


-Límpialas.
-¿Eh?
-Que las limpies.
Me tira una gamuza y yo la miro, y después miro el paño, y me quedo pillada, colgada del aire. Y el aire se enquista, y yo no siento nada. Que las limpie. ¿Que limpie qué? La mesa no tiene nada. Está limpia. Ya recogí los platos y pasé un paño mojado, y después uno seco, y ella no puede mirarme ahora, de repente, y decirme que las tablillas de la mesa están sucias. Porque están limpísimas. Y ya está.
-¿Qué cosa?
 Magdalena retrocede y lanza la coleta como un látigo. Se gira sobre los talones. Me clava las pupilas y levanta una ceja, sólo una.
-Las gafas.
-Las gafas...
Las gafas. A veces me pasa, no sé, que me olvido de que las llevo. Y todo el mundo me recuerda que las tengo sucias, asquerosas, llenas de mierda. Que no saben cómo cojones veo con tantos lamparones y tantas manchas y tanto brillo opaco. Y yo me olvido, y ya está. Y ahora Magdalena me mira y espera una respuesta, no una verbal, no una repetición del sintagma que ella escupió antes que yo. No espera eso, sólo que agarre la gamuza, que está medio doblada y estrujada encima de la mesa, y que limpie los cristales. Sólo eso.
-Siempre las llevas asquerosas. Y no te entiendo.
Se sienta delante de mí. Apoya la barbilla en la base de la mano y me escruta, y escruta los cristales blanquecinos de mis gafas, y yo me pregunto en qué momento esto dejó de ser un consejo, un recordatorio.
-No me entiendes -recito.
-No.
Y un dedo se alza sobre los demás, y es la revolución dactilar, un golpe de estado, el dedo índice se posa deprisa sobre los labios, y se desliza por la piel, y el dedo rebelde hace que el semblante mute, ya no es el mismo, esto ya no es un consejo, un recordatorio.
-¿Tú notas cuando se te ensucia la piel, Magda?
Me pongo recta. Meto hacia dentro la parte baja de la espalda, y convierto mi cuerpo en un ángulo recto que desafía todas, todas las leyes de la geometría. Pero yo estoy recta, y respiro mejor. Por mis canales se desliza el aire. Magdalena tarda en contestar. Está pensando. Desvía los ojos a la derecha. El dedo sigue ahí; me reta y le reto, y reto al cuerpo entero. 
-Cuando la miro y está sucia. Pero tengo que mirármela, ¿no? Es mi cuerpo, y mi cuerpo es mi responsabilidad.
-Yo me olvido de que llevo gafas, igual que tú te olvidas de que tienes piel. Es así como funciona el cerebro. Si yo tuviera siempre en la cabeza que llevo un puente de pasta encaramado encima de la nariz y las orejas, ¿crees que no me obsesionaría? Y si tú, o yo, o quien coño sea, se pasa el día pensando que tiene piel, pielecitas muertas encima de otras que dentro de poco la palmarán, entonces tenemos delante a un obsesivo. Así funciona el mundo. Así funciona la mente, y mi mente es mi responsabilidad, ¿no crees?
Suelta todo el aire en una bocanada, y el aire anida en el gas y me azota en la cara.
-Y yo qué sé. Límpialas ya -y se pone en pie, y da un paso, y se para un momento-. Que nos vamos.
Está de espaldas. Yo me pongo más y más recta, cada vez más, y no toco la gamuza ni quiero limpiar las gafas. Porque veo bien, porque no me da la gana, porque esto es más que un consejo, que un recordatorio.
-Me olvido de que llevo gafas, y las gafas son parte de mí. Van conmigo a todas partes. Y cada lamparón cuenta mi día. Cuando me las quito por la noche están asquerosas, yo lo sé. Pero esa suciedad es sólo una expresión de mí misma. Como todo. Como la piel llena de tierra, o de grasa, o de arañazos. O como el pelo cuando huele a humo o está lleno de salitre o de hojas secas. Y, qué sé yo, me olvido de que las tengo y me olvido de limpiarlas, y lo hago porque ver la suciedad encima de mis ojos, esa película blanquecina y semiopaca que me cubre la vista, es como tener encima un residuo del día. Es decir... Vivo, y se acumula mierda, y a mí puede parecerme que la vista sólo se me nubla por lo vivido, que no es porque tengo ahí unos cristales adherentes que se quedan con todas las motas de polvo y con todas las huellas dactilares. Yo vivo, y a veces me parece que crecer es acumular, que lo que veo o lo que me impide ver es la suciedad de vivir. Que el cuerpo se vuelve imperfecto con el tiempo y salen arrugas y estrías y nos hacemos daño, y eso no le quita valor. Lo dignifica. La vida al final es como, no sé, como un tatuaje, ¿no?, y tener mierda encima significa que has sentido cosas. Que has tenido algo delante. Y si tengo las gafas sucias es porque me olvido de que las llevo, y si me olvido de que las llevo es porque quiero crecer. Y ser mejor. Y vivir. Así que déjame en paz, joder.
Paso, paso, paso. Magdalena arranca a andar cuando paro, y oigo cómo cierra la puerta del baño de un portazo. Y después el fechillo. Y esto es más, más que un simple consejo, que un simple recordatorio. Y yo no sé si con la suciedad del alma las palabras esconden más. Si una escena normal puede convertirse en una guerra, en bombas y pólvora y sangre. No lo sé. Pero Magdalena está abriendo el grifo de la ducha, yo lo escucho, y yo sigo en la mesa de la cocina, y sé que se va a quedar en casa porque a mí no me apetece limpiar las gafas. Porque yo me olvido de que miro a través de dos cristales. Porque yo necesito refuerzos para ver mejor. No sé...

sábado, 16 de agosto de 2014

arriba




¿Qué pasará mañana?
¿Me cambiará la cara, pensaré distinto, dejaré atrás la mierda de siempre, querré ser otra, seré otra, encontraré la vía, seré menos curiosa o más discreta o hablaré de otra forma?
¿Qué pasará? ¿Tiene que pasar algo? ¿Y si le hago caso a Murakami y bailo, bailo, bailo aunque no suene la música, aunque tenga que pararme? ¿Y si sigo moviéndome aunque no pase nada y logro que todo convulsione a mi alrededor, que mi vida sea más fructífera o mejor o más agradable? ¿Y si sigo preguntando sólo por el placer de escuchar, y de saber, y de levantarme?...

Levántate salvaje
como una planta que nace
a la sombra de la sierra
(La Raíz) 

viernes, 15 de agosto de 2014

el tiempo sin relojes (número mil, creo)



-Y si yo me fiara del reloj, ¿sabes lo que pasaría? Que me explotaría la cabeza. Que me saldría humo por las orejas y tendría que cambiarme de ropa, porque el calor penetraría en la tela y la dejaría apestando. Si yo me fiara de ese círculo con manecillas sin dedos, si le hiciera caso al tictac o a la distancia entre los números, entonces podría estar en Gran Bretaña. Podría estar en Londres bebiendo y bebiéndome los días, y mi vida podría ser distinta, y yo podría ser otra persona. Y sin embargo, estoy dentro de una isla chica a la que llaman la Isla Grande. A mí el reloj no me dice quién soy ni dónde estoy ni por qué. Y yo quiero saber por qué. Mi vida se basa en las putas ganas de saber por qué. El reloj es inútil, y el sonido del mecanismo es tonto y me da ganas de romper cosas. El tiempo no debería medirse, y tendría que poder estirarse como un chicle o escacharse como cualquier otra cosa. El tiempo debería ser dúctil y laxo y mío, mío, sólo mío. No de un par de agujas o de carteles con números o de los trazos en la pantalla de mi móvil. No quiero fiarme del reloj porque cuando fijo la vista en los números siento que todo lo que tengo alrededor es un decorado, cartones y trazos de brocha gorda, todo de mentira, todo hecho con un presupuesto muy bajo. Los husos horarios no miden la distancia, sólo son creaciones de un tío con bigote y gafas de culo de botella. No hay verdad en la hora, no hay hora en la verdad. Y yo estoy cansada de mentiras, ¿entiendes?, porque vivo en un mundo en el que todas las paredes son falsas y todo es un truco y no hay nada, nada que sea real. Vivo en un mundo en el que todo se tapa, todo se esconde, todo se esquiva. Un mundo de cartón piedra y papel de ése duro, joder, que no sé cómo se llama. Pero ¿sabes lo que pasa?... Que yo vivo y tengo una rutina, y la sociedad me obliga a desbloquear el móvil y mirar la hora, a darme prisa cuando se me hace tarde y a esperar de vez en cuando a que pasen los minutos y los microsegundos. No entiendo por qué no puedo rebelarme contra los relojes. Pero a veces pienso, no sé, que hasta en la revolución hace falta saber qué hora es... ¿Qué significará el tiempo sin relojes?

el ojo de la calle


En la calle se retuercen los sabores
que el asfalto cubre como un párpado caído.

Él se ajusta la corbata,
gris, añil y morada.
Una y otra vez rehace el nudo
que le cubre la garganta.

Tira del párpado.
Las aceras nunca gritan de dolor,
el piche jamás se calienta,
y pasa la cortina
con la punta de los dedos.

Y después agarra las pestañas,
las cose con aguja roma,
se hilvanan y se rozan
y el aire las cruza
sin saber
que no hay sonido entre los huecos.

No escucha los gritos.
No tiene oídos ni ojos ni boca.

Y hay sonidos, olores, huellas,
hay dentadas y arañazos,
en la calle todo es una herida
que supura sangre y mierda.

Nadie sabe quién hirió a la acera
ni por qué chillan las esquinas,
nadie descifra la voz de la calle,
el grito abortado,
la muerte callada.

¿Dónde están los oídos,
y los ojos,
y la boca?

Allí arriba no hay abajo,
ni azules ni marrones ni esmeralda.

Sólo la imagen congelada de un ojo durmiente,
de una ventana caída,
de una puerta cerrada.

No hay motas en el iris,
ni pupilas llenas de chispas.

¿Dónde están?

La calle grita con la fuerza entre los dedos,
y en cada decibelio vuela un poco el alma
que se derrite con el sol de las mañanas
y en la noche, se congela.

Nadie se atreve a escuchar
porque él nos cubre la vista
con un párpado que no es nada,
nada,
sólo miedo, dolor y pestañas
que nunca se anegan en estrellas.

Allí arriba no importa la pupila,
y qué más dan las manchas en el café
y las sombras chinescas
que en la córnea se tuestan.

La política no sirve para nada.

Agarra el párpado por las pestañas,
por la punta,
y arrastra la piel hasta la piel,
y cierra el ojo de la calle,
y después todo se esconde.

No hay nada.
Sólo decisiones.

El ojo está cerrado
pero ve.
La garganta, hecha un nudo
y no grita.

En la calle se retuercen los tambores
que el asfalto cubre como un párpado caído.




Y si he de morir yo muero, lo importante no es la huida, sino la ida. Si he de morir yo muero, pero me agarraré a la arena y gritaré que quiero vivir, que me quedo, que no me voy. Si he de morir yo muero, pero no pararé de moverme hasta que me expliquen por qué.

martes, 12 de agosto de 2014

grítame



Grítame
hazme pequeña
como un dedal
introduce la yema
en mis venas
hazme chica
como un grano de arena
como una partícula
gota de lluvia
hazme pequeña
del tamaño exacto
para que hogaño
nadie pueda contarme

Grítame
hazme pequeña
no quiero ser número
ni siquiera decimal
quiero ser materia
sin cuantificar
quiero ser pequeña
que los oídos me achiquen
que los días me piquen
que la sangre me mastique

Grítame
cosas malas
cosas feas
dime que soy una puta
la puta más pequeña
la anónima
y la más bonita
la puta más puta
no hay mujer más santa
que la puta arrepentida

Grítame
yo nunca seré buena
nunca quise ser buena
quiero ser pequeña
una tenue exhalación
el soplo de aire
la hiperventilación
el gramo del suspiro
cualquier pulsación

Grítame
no me voy a ir
me quedo en el grito
con las costuras rotas
y el dolor en la glotis
yo soy tu limón
si me bebes
y me gritas
que soy ácida
y te pica

Grítame
después yo te curo
como una pastilla
que recorre el muro
de tu piel y cosquillas
de tu sangre y tus tripas
el muro vacío
que se prende y se enfría
cada vez que respiras
y gimes y gritas

Grítame
hazme pequeña
dame la voz
si no ya me callo
grito o te engaño
hazme chica
seré tu dedal
si me coges por dentro
y me robas me muerdo

Grítame
chíllame
jódeme
que después puedo levantarme
con la pierna
las rodillas
y después los dedos
de mis pies quemados
grítame
que me levanto

lunes, 11 de agosto de 2014

gíglico



Y allí se desliza la balanza, se mide a sí misma y se pesa, y descubre que un lado es más, siempre más que el otro, y nunca sabe por qué... Yo nunca quise ser surrealista, no me gustan los atavíos ni las cosas incomprensibles, y sin embargo a veces pienso que hay cosas que no se pueden expresar ni escribir, pero que tenemos dentro de la barriga esa necesidad hueca y sorda y cotorra, y tenemos que decirlo de alguna manera. De ahí salen los poemas que no entiende nadie, y los libros que no llegan dentro pero que sin embargo tienen pasajes viscerales, así nacen los escritores incomprensibles y así se inventó Cortázar el gíglico. A veces las palabras convencionales no son nada. Sólo son normas que alguien tiene que romper para que se refuercen. A veces te toca escribir sobre algo que, haciendo gala de un egoísmo raro, piensas que sólo llevas dentro tú. Y sacas las palabras feas y raras y las apiñas y construyes metáforas que sólo tienen sentido dentro de tu cabeza porque sólo son la e y la f, y a quien lee le falta pasar por a, b, c, d. Pero eso también es escribir, y hay que saber diferenciar qué texto escupes para que se columpie en las córneas de los demás y cuál vomitas desde muy, muy, muy dentro para ti, sólo para ti. Sólo el acto de escribirlo, sólo el hecho de leerlo y saber que no se entiende, que no se comprende nada, nada. Nada, porque faltan partes. Y así nos masturbamos con palabras y puntos y comas que suelen faltar, y lo hacemos a escondidas y contamos hasta diez antes de volver a salir al mundo porque quizá nos pillen en la cara ese regustillo feliz y se den cuenta de que estamos solos, y qué te pasa, por qué estás tan feliz, y cuéntame, y no puedo, sólo es mío, sólo yo, yo y mis edificios...

domingo, 10 de agosto de 2014

reflexiones inconexas



Adiós siempre me ha parecido una palabra que se vuela. Se hace cada véz más chica, y el acento se retuerce y se tambalea. El viento la arrastra, y por eso se va. O quizá sólo esté echándose a correr y la tilde sea como una coleta que se mueve por la inercia, como una bandera libre que ondea por culpa de la velocidad, la velocidad, siempre la velocidad.


(y a mí no me gustan las banderas, y las banderas libres no son de verdad.
la única bandera libre que se me ocurre son unas bragas colgadas en una antena parabólica, con la tozudez escrita en las costuras. y sin embargo, colgarla sería una promesa, y las promesas son cadenas)

(promesas a una idea. promesas a un hecho. promesas a un tío. promesas a una tía. promesas a una misma. promesas a la distorsión. promesas a la libertad. promesas al hipotálamo. promesas al hueco de los ojos. promesas a la dignidad. promesas a la sociedad. promesas a la mierda.
a la mierda, sobre todo. no me gustan las banderas)
 
(imagínate unos carnavales. cerveza, cubatas, una hoja del mojito enganchada a la pajita, y la calle abarrotada, y todos se conocen pero nadie reconoce a nadie, y saltas por encima de los bancos y de los cuerpos desparramados por un suelo borracho, y nunca pasa nada porque nadie sabe quién eres, de dónde vienes, qué hay debajo, debajo, debajo. imagínate el sudor, y las risas y la adrenalina, y el humo del tabaco y los porros y los papeles quemados, y qué hago, dónde están todos, dónde estoy, qué me bebo, a quién beso. imagínate unos carnavales, todos barren la fachada y en vez de usar disfraz se desnudan. arrastramos la piel y desmaquillamos la conciencia social, y debajo, justo debajo de las florituras queda lo que somos todos, una máscara nueva, máscara desenmascarada, y todo regado con cerveza, y todo aliñado con un chupito de tequila, y nadie conoce a nadie porque todos son lo que son, y nos dejamos hacerlo todo, todo lo que queremos porque somos anónimos, porque vernos sin fachada es exactamente igual que otear un cuerpo embadurnado con una capa espesa de crema de maquillaje muy blanco. ¿te lo imaginas? una noche sin banderas, quitando y no añadiendo más, más mierda, más mentiras, más promesas a un papel de monja o de mimo o de lady gaga)
 
(si las balas son de papel entonces dispárame, reviéntame, aprieta y mira como si fueses a hacer volar mi esqueleto. si las balas son de papel entonces dispárame, quiero decir que lo viví)

(ahora estaba pensando que escribir es como ese carnaval sin huesos en el pelo. que tal vez sea la única forma de desterrar lo que no es nuestro y ofrecer todo lo que llevamos en los bolsillos del cuerpo. porque cuando escribes estás solo. pero no es así, yo lo sé. la bandera ondea, sólo hace falta soplar) 

 (caótica)

viernes, 8 de agosto de 2014

despresurización


-Oye, niña. ¿Adónde lleva esto?
-Los chalecos salvavidas se encuentran situados debajo de sus asientos. Se introduce la cabeza por la abertura, se abrocha el cierre de la parte delantera y se ajusta a la cintura tirando del extremo. Para inflarlo tire fuertemente de la palanca roja. Siempre en el exterior del avión. En caso necesario puede inflarlo soplando por el tubo.
-No sé qué hago aquí. La vida se me cae a trozos. No a mí, al mundo. Por las mañanas, cuando enciendo el televisor, la pantallita condensa una ínfima parte de toda la tristeza que brotó en el mundo el día anterior. O el mismo, qué sé yo. El caso es que es tristeza, aunque esté caducada; y ese pequeño chupito de tristeza me emborracha, y me da para todo el día. Y al día siguiente, cuando ya se me pasa el efecto etílico de las lágrimas ajenas, vuelvo a encender la tele y vuelvo a poner las noticias y vuelvo a ver niños que pasan hambre y gente que grita y un altruismo que se pasa de egoísta y faltas y excesos. Y otra vez. Otra vez me lo bebo todo.
-En caso de despresurización, se abrirá automáticamente un compartimento situado encima de sus asientos que contiene las máscaras de oxígeno. En ese caso, tire de la máscara, colóquela sobre la nariz y la boca y respire con normalidad.
-Creo que no me entiendes, ¿eh? Yo hablo de cicatrices, no de accidentes. Cicatrices de hoy y de ayer. Quizás, pensándolo mejor, la peor sea la tristeza que está caducada, ¿no? La que se pudre y huele mal. Que la tristeza sea vieja, que siga siendo reconocida como tal implica que sigue existiendo la desesperanza. Que aún hay líquido en la botella, ésa que ahoga y aprieta. Si no hubiera tristeza nueva la antigua sería simplemente un picor. Una roncha.
-Cada asiento dispone de un cinturón que se abrocha insertando la trabilla en el enganche correspondiente. Para soltarlo, simplemente levante la lengüeta del enganche. Como medida de precaución adicional, le recomendamos que permanezca con el cinturón abrochado durante el vuelo. Muchas gracias por su atención, y feliz vuelo.
-A la mierda...

domingo, 3 de agosto de 2014

glup





Tomate, queso, jamón, champiñones, alcaparras, pepperoni y orégano. La pizza perfecta. Sólo pizza, una compra cuantiosa, un capricho. El viejo me miró de arriba a abajo. Como si me estuviese comprando unos zapatos de suela roja. Las córneas de Gustavo derraparon por mi cuerpo a la velocidad del estornudo. Y yo podría haber pensado, no sé, que me estaba mirando las tetas, o que llevaba puesta una camiseta fea. No sé qué prefiero. Pero sabía a ciencia cierta que lo que le extrañaba a Gustavo era mi compra. Un círculo de pan, queso e ingredientes, de la marca más cara. Tres noventa y cinco. Todo pagado con monedas, moneditas de diez céntimos. Y la mujer que esperaba detrás de mí, casi solapada a mi culo, porque mira que el súper es pequeño, también oteaba mi cuerpo. Y no puedo confirmarlo, pero notaba sus ojos clavados en mi nuca y en el contorno trasero de un brazo que desmenuzaba una pila de monedas.  
Tomate, queso, jamón, champiñones, alcaparras, pepperoni y orégano. La coloco en la nevera. En el segundo estante, justo encima de las dos latas de cerveza. Y de nada más. Cierro la nevera de un portazo, ando hacia el sofá y me tiro encima. Mi cáscara cae con fuerza sobre los cojines, y apoyo la cabeza en el brazo de un sillón viejo, feo, que algún día, pero alguno, debería cambiar. La tela me pica en la oreja. Pienso en el tomate, los champiñones, el queso. Están apelotonados en el cuadro frigorífico de la nevera. Y justo debajo las cervezas siguen borboteando. Las latas están cerradas; las anillas, intactas; el material, liso. Alguien fabricó el líquido, ideó la receta que una marca cualquiera utilizaría para crear un fluido capaz de emborrachar, capaz de pelear en las campañas de marketing, en la competencia monopolística, en el capitalismo. Alguien vertió el agua, alguien fermentó la cebada, alguien gaseó la mezcla. Y otra persona formó en papel el esquema de una lata perfecta que no consintiera que el líquido vital se desparramara en una bolsa de supermercado antes de cruzar la bahía de cualquier garganta mayor de edad. En teoría. Alguien tatuó la información en el envase, colocó la anilla, lo cerró a presión. Todo para que yo un día me beba la cerveza. Eso sí, bien fría.
Y sin embargo, a mí no me gusta la cerveza sin comida. A mí sólo me gusta beberla mientras ceno, o mientras almuerzo. Y acumulo las latas en la nevera, porque nunca quiero tomarlas solas. Al final, terminé comprando la pizza más cara porque tengo que beberme dos latas, dos putas latas, y necesito algo que me propulse. Estoy en la cuerda floja, y no puedo permitir que el líquido termine reposando en una lata abierta sobre la mesa de mi cocina. No, eso no. 
Son las nueve. Me levanto. Abro la nevera, que está muy vacía. Cuando saco la pizza ya sólo duermen dentro las dos latas rojas de cerveza especial. Pongo la pizza sobre la encimera. Apoyo las palmas en el poyo, estiro los brazos y suspiro... Suspiro con fuerza, desgarrándome los órganos con el aire de mi cocina. Y mientras mi cuerpo procesa el aire, el oxígeno en los canales más profundos a los que sólo llega la magia del suspiro, arranco el plástico que cubre el pan, tomate, queso, jamón, alcaparras, champiñones, pepperoni, orégano. Saco la pizza con cuidado, porque el pan siempre es frágil, aunque sea la más cara del súper de Gustavo. Puto Gustavo. Abro el horno con el codo y meto el pan redondo dentro, después cierro y doy calor. Y mientras giro la rueda, mientras programo cómo se cocerá la cena, pienso en esas puñeteras cervezas apiñadas en el estante bajo de una nevera que siempre fue barata, que siempre enfrió poco, que siempre estuvo llena. Dentro de la lata hay gas. Durante cada hora, cada minuto, cada segundo de mi vida unas burbujas ácidas suben y bajan, corren dentro de un envase opaco. En un líquido frío que ni siquiera cubre las expectativas necesarias de un fluido en ebullición. No hay nada natural ahí dentro. Sólo burbujas, una reacción creada por el hombre, por aquel loco que estudio cómo fabricar cerveza, por aquel visionario que una vez ideó la primera, la primerísima. Un caos de pompas enanas.  
Es eso... Eso es lo que me jode. Que en mi nevera, que es mía, haya un montón de burbujitas sin dirección, sin metas, sin cumbre. Que esa reacción no la pueda controlar ni sofocar, y que a mí no me guste la cerveza sin comida. Y no puedo terminar con el movimiento. No puedo tragarme el estrés, el nerviosismo de algo que nunca se para. Porque no puedo llegar con toda mi cara a casa de mamá y sacar del bolso dos cervezas, dos, con lo que ella las odia, y abrir la anilla y hacer clac, y tumbar la lata en la mesa, y sentarme a comer y llevarme a los labios el aluminio que contiene la perdición más absoluta de papá. Yo no puedo, y si al menos comiera en casa, si al menos almorzara aquí todos los días, o dos, aunque sea, entonces podría servir la cerveza en un vaso, y disfrutar un instante de la libertad de las putas burbujas, y ver cómo ascienden y descienden, y sentirme mía al momento, porque iría a terminar con ello, y podría vaciar la nevera del todo, y podía dejar de guardar siempre en el fondo del electrodoméstico que menos uso dos envases de mierda, de algo que no me gusta sin comida. Pero estoy al paro, y cuando las compré tenía pasta, y me chuté las otras cuatro en cuatro almuerzos distintos, y ahora ya no puedo, ahora ya no debo. 
Pero la pizza va a empezar a crepitar en el horno. Y me la voy a comer. Y las cervezas van a desaparecer del fondo de la nevera. 
Me siento en el sofá. Dentro de nueve minutos, la gloria. La pizza perfecta. Puto Gustavo. No se creía que le estuviera pagando, vamos. Qué gilipollas. Me toco el muslo derecho con la yema de los dedos, y aprieto hasta que siento la línea de las uñas a través de la ceñida capa de mis pantalones. Puto Gustavo, y deslizo los dedos, con que le pague, con eso tiene, y me araño, por mucho que conozca a mi padre, y me toco el borde, y levanto la camiseta y palpo la piel de mi vientre, por mucho que lo conozca, no tiene por qué desconfiar de mí, y la piel es suave, y está fría, y noto cómo se estremece bajo el incendio de mi propio contacto, porque yo no soy mi padre, y yo era maestra, y él lo sabe, y hago espirales en mi piel rabiosa, y después pasó todo aquello, y yo no tengo la culpa, mi padre es un borracho... 
Dibujo remolinos, tatúo mi piel con los pensamientos de una cabeza llena de burbujas. Y pienso de repente que el fondo de mi coco es como las latas de cerveza. Que tengo miles de pompas creciéndome dentro, y suben y bajan y corren, y se deslizan a través de la porosidad de mi cerebro. Y pasan de hemisferio en hemisferio, y se divierten y navegan, y no hay leyes, no hay nada dentro que les haga parar. Sólo hay espacio. Sólo hay burbujas, burbujas de carreras. Y el mundo es mi nevera, y yo también soy opaca. Con la yema del dedo índice, trazo una línea desde el bajo del ombligo hasta el punto del estómago en que la piel se vuelve obscena. Frío, duro. A mí nadie me pensó. Yo vine de repente. Y sin embargo, también soy lata. Y también tuve precio, o valor, no sé. Y crecí con unos padres deficientes, y a los 12 años probé por primera vez el ron, y no me gustó. Y Gustavo lo sabe. Nunca comí pizza para cenar. Sólo bocadillos de paté y mermelada, y ahora no soporto el contraste de lo dulce y lo salado, de lo ácido y lo amargo. Nunca acumulábamos cervezas en el fondo de una nevera vacía, vacía porque no tengo dinero para llenarla, y porque la misma madre que me llevaba al parque para que no viera vomitar de pura resaca a mi padre, esa madre, ahora me hace de comer. Nunca acumulamos cervezas, porque en casa siempre faltaban y, a la vez, sobraban siempre.  
Pero ahora, ahora lo sé. Lo sé ahora, mientras me toco las tetas, porque me apetece y me relaja. Yo era esa cerveza que sobraba, con una ebullición antinatural alojada entre las sienes. Y nadie podía controlar las burbujas que subían y bajaban. Nadie era capaz de hacer que yo dejara de pensar, que dejara de darme cuenta de lo que pasaba alrededor de mi cuerpo, un cuerpo que no era yo. Ni mi madre ni mi padre ni nadie. Y tal vez a ellos les ahogara que yo estuviera tirada en la cama, de noche, con los pies en alto y la cabeza en marcha. Quizá sintieran en su cráneo el repiqueteo del mío. Y yo ahora, aunque intento ahogar mis propias latas, aunque intento librarme de lo que acumulo en mi propia nevera, que ya no es mía, que no es mía desde que mi padre apareció por la academia y tuvo que usar el puto mechero, acumulo mierda. 
Quiero beberme las cervezas. Porque en el fondo de esas dos latas de aluminio reside mi libertad. Justo ahí, con el brillo metálico, duermen mis derechos. Porque cuando me las beba dejaré de preocuparme por las burbujas. Y podré dormir tranquila, y las esquinas de mi cabeza no estarán en el fondo de la nevera. Y por eso necesité gastarme casi cuatro euros en una pizza. En la pizza perfecta. Porque si no, jamás podré bebérmelas. Porque a mí no me gusta demasiado la cerveza, sólo cuando como. Quiero bebérmelas. Dentro de un par de minutos, justo de un par, estaré sentada a la mesa con una pizza entera, toda para mí, y un vaso vacío y dos latas de cerveza. Y abriré la primera lata. Tendré delante las burbujitas, burbujas locas, disparadas. Y verteré el contenido en el vidrio, y el líquido cambiará de molde, de la lata a un cilindro que se estrecha en la base, y mi cabeza mutará en cuanto la cerveza caiga a través de mi garganta quemada, carbonizada. 
Y sin embargo la pizza se está quemando en el horno, y a mí la cerveza sin comida no me gusta...

viernes, 1 de agosto de 2014

dibujos epiteliales



Quiero repasar tu cuerpo con las yemas de mis dedos. Dibujar tu boca, como en Rayuela, como en ese maldito capítulo siete que una vez me leíste en voz alta y que ahora no puedo consumir sin imaginar tu voz, tu voz, la cadencia del filo de tu garganta. Quiero dibujarte, construirte a partir de mi recuerdo, remover poco a poco las curvas de tu cáscara. Y quizás en esa pequeña seña de arte, en el roce de mis dedos en tu espalda, en el color de unos labios hinchados, quizás en el dolor de mis uñas en tus células pueda rozarte. Sólo un poco, voy a poner una mínima distancia entre mis dedos y tu piel, una de esas caricias que no tocan del todo pero que erizan el vello y cosen las pestañas. Sólo voy a tocarte un poco y a la vez no te estaré tocando. Nunca se me han dado bien las putas matemáticas, pero voy a calcular la distancia exacta. Quizá sepa convertir el cuerpo en el alma, en la chispa, en ti. Y tal vez nos conmovamos con ese roce del alma, y puede que me toque chillar, romperme la garganta. Quiero repasar tu cuerpo con las yemas de mis dedos, descubrirte en cicatrices y heridas pasajeras. La vida es tocar...
¿Sabes lo que quiero descubrir? Que por muy bien que construya tu cuerpo tú siempre serás mejor. Que puedo dibujarte y dejarme el alma en hacerte, en fabricarte a partir de lo que se acurruca en el fondo de mi coco, pero que tú siempre, siempre tienes más. Que aún puedo descubrirte. Que eres territorio inexplorado. Que eres el mejor misterio, y yo nunca me metería a detective.