¿Qué significará el tiempo sin relojes?

miércoles, 20 de agosto de 2014

limpiar


-Límpialas.
-¿Eh?
-Que las limpies.
Me tira una gamuza y yo la miro, y después miro el paño, y me quedo pillada, colgada del aire. Y el aire se enquista, y yo no siento nada. Que las limpie. ¿Que limpie qué? La mesa no tiene nada. Está limpia. Ya recogí los platos y pasé un paño mojado, y después uno seco, y ella no puede mirarme ahora, de repente, y decirme que las tablillas de la mesa están sucias. Porque están limpísimas. Y ya está.
-¿Qué cosa?
 Magdalena retrocede y lanza la coleta como un látigo. Se gira sobre los talones. Me clava las pupilas y levanta una ceja, sólo una.
-Las gafas.
-Las gafas...
Las gafas. A veces me pasa, no sé, que me olvido de que las llevo. Y todo el mundo me recuerda que las tengo sucias, asquerosas, llenas de mierda. Que no saben cómo cojones veo con tantos lamparones y tantas manchas y tanto brillo opaco. Y yo me olvido, y ya está. Y ahora Magdalena me mira y espera una respuesta, no una verbal, no una repetición del sintagma que ella escupió antes que yo. No espera eso, sólo que agarre la gamuza, que está medio doblada y estrujada encima de la mesa, y que limpie los cristales. Sólo eso.
-Siempre las llevas asquerosas. Y no te entiendo.
Se sienta delante de mí. Apoya la barbilla en la base de la mano y me escruta, y escruta los cristales blanquecinos de mis gafas, y yo me pregunto en qué momento esto dejó de ser un consejo, un recordatorio.
-No me entiendes -recito.
-No.
Y un dedo se alza sobre los demás, y es la revolución dactilar, un golpe de estado, el dedo índice se posa deprisa sobre los labios, y se desliza por la piel, y el dedo rebelde hace que el semblante mute, ya no es el mismo, esto ya no es un consejo, un recordatorio.
-¿Tú notas cuando se te ensucia la piel, Magda?
Me pongo recta. Meto hacia dentro la parte baja de la espalda, y convierto mi cuerpo en un ángulo recto que desafía todas, todas las leyes de la geometría. Pero yo estoy recta, y respiro mejor. Por mis canales se desliza el aire. Magdalena tarda en contestar. Está pensando. Desvía los ojos a la derecha. El dedo sigue ahí; me reta y le reto, y reto al cuerpo entero. 
-Cuando la miro y está sucia. Pero tengo que mirármela, ¿no? Es mi cuerpo, y mi cuerpo es mi responsabilidad.
-Yo me olvido de que llevo gafas, igual que tú te olvidas de que tienes piel. Es así como funciona el cerebro. Si yo tuviera siempre en la cabeza que llevo un puente de pasta encaramado encima de la nariz y las orejas, ¿crees que no me obsesionaría? Y si tú, o yo, o quien coño sea, se pasa el día pensando que tiene piel, pielecitas muertas encima de otras que dentro de poco la palmarán, entonces tenemos delante a un obsesivo. Así funciona el mundo. Así funciona la mente, y mi mente es mi responsabilidad, ¿no crees?
Suelta todo el aire en una bocanada, y el aire anida en el gas y me azota en la cara.
-Y yo qué sé. Límpialas ya -y se pone en pie, y da un paso, y se para un momento-. Que nos vamos.
Está de espaldas. Yo me pongo más y más recta, cada vez más, y no toco la gamuza ni quiero limpiar las gafas. Porque veo bien, porque no me da la gana, porque esto es más que un consejo, que un recordatorio.
-Me olvido de que llevo gafas, y las gafas son parte de mí. Van conmigo a todas partes. Y cada lamparón cuenta mi día. Cuando me las quito por la noche están asquerosas, yo lo sé. Pero esa suciedad es sólo una expresión de mí misma. Como todo. Como la piel llena de tierra, o de grasa, o de arañazos. O como el pelo cuando huele a humo o está lleno de salitre o de hojas secas. Y, qué sé yo, me olvido de que las tengo y me olvido de limpiarlas, y lo hago porque ver la suciedad encima de mis ojos, esa película blanquecina y semiopaca que me cubre la vista, es como tener encima un residuo del día. Es decir... Vivo, y se acumula mierda, y a mí puede parecerme que la vista sólo se me nubla por lo vivido, que no es porque tengo ahí unos cristales adherentes que se quedan con todas las motas de polvo y con todas las huellas dactilares. Yo vivo, y a veces me parece que crecer es acumular, que lo que veo o lo que me impide ver es la suciedad de vivir. Que el cuerpo se vuelve imperfecto con el tiempo y salen arrugas y estrías y nos hacemos daño, y eso no le quita valor. Lo dignifica. La vida al final es como, no sé, como un tatuaje, ¿no?, y tener mierda encima significa que has sentido cosas. Que has tenido algo delante. Y si tengo las gafas sucias es porque me olvido de que las llevo, y si me olvido de que las llevo es porque quiero crecer. Y ser mejor. Y vivir. Así que déjame en paz, joder.
Paso, paso, paso. Magdalena arranca a andar cuando paro, y oigo cómo cierra la puerta del baño de un portazo. Y después el fechillo. Y esto es más, más que un simple consejo, que un simple recordatorio. Y yo no sé si con la suciedad del alma las palabras esconden más. Si una escena normal puede convertirse en una guerra, en bombas y pólvora y sangre. No lo sé. Pero Magdalena está abriendo el grifo de la ducha, yo lo escucho, y yo sigo en la mesa de la cocina, y sé que se va a quedar en casa porque a mí no me apetece limpiar las gafas. Porque yo me olvido de que miro a través de dos cristales. Porque yo necesito refuerzos para ver mejor. No sé...

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