¿Qué significará el tiempo sin relojes?

domingo, 3 de agosto de 2014

glup





Tomate, queso, jamón, champiñones, alcaparras, pepperoni y orégano. La pizza perfecta. Sólo pizza, una compra cuantiosa, un capricho. El viejo me miró de arriba a abajo. Como si me estuviese comprando unos zapatos de suela roja. Las córneas de Gustavo derraparon por mi cuerpo a la velocidad del estornudo. Y yo podría haber pensado, no sé, que me estaba mirando las tetas, o que llevaba puesta una camiseta fea. No sé qué prefiero. Pero sabía a ciencia cierta que lo que le extrañaba a Gustavo era mi compra. Un círculo de pan, queso e ingredientes, de la marca más cara. Tres noventa y cinco. Todo pagado con monedas, moneditas de diez céntimos. Y la mujer que esperaba detrás de mí, casi solapada a mi culo, porque mira que el súper es pequeño, también oteaba mi cuerpo. Y no puedo confirmarlo, pero notaba sus ojos clavados en mi nuca y en el contorno trasero de un brazo que desmenuzaba una pila de monedas.  
Tomate, queso, jamón, champiñones, alcaparras, pepperoni y orégano. La coloco en la nevera. En el segundo estante, justo encima de las dos latas de cerveza. Y de nada más. Cierro la nevera de un portazo, ando hacia el sofá y me tiro encima. Mi cáscara cae con fuerza sobre los cojines, y apoyo la cabeza en el brazo de un sillón viejo, feo, que algún día, pero alguno, debería cambiar. La tela me pica en la oreja. Pienso en el tomate, los champiñones, el queso. Están apelotonados en el cuadro frigorífico de la nevera. Y justo debajo las cervezas siguen borboteando. Las latas están cerradas; las anillas, intactas; el material, liso. Alguien fabricó el líquido, ideó la receta que una marca cualquiera utilizaría para crear un fluido capaz de emborrachar, capaz de pelear en las campañas de marketing, en la competencia monopolística, en el capitalismo. Alguien vertió el agua, alguien fermentó la cebada, alguien gaseó la mezcla. Y otra persona formó en papel el esquema de una lata perfecta que no consintiera que el líquido vital se desparramara en una bolsa de supermercado antes de cruzar la bahía de cualquier garganta mayor de edad. En teoría. Alguien tatuó la información en el envase, colocó la anilla, lo cerró a presión. Todo para que yo un día me beba la cerveza. Eso sí, bien fría.
Y sin embargo, a mí no me gusta la cerveza sin comida. A mí sólo me gusta beberla mientras ceno, o mientras almuerzo. Y acumulo las latas en la nevera, porque nunca quiero tomarlas solas. Al final, terminé comprando la pizza más cara porque tengo que beberme dos latas, dos putas latas, y necesito algo que me propulse. Estoy en la cuerda floja, y no puedo permitir que el líquido termine reposando en una lata abierta sobre la mesa de mi cocina. No, eso no. 
Son las nueve. Me levanto. Abro la nevera, que está muy vacía. Cuando saco la pizza ya sólo duermen dentro las dos latas rojas de cerveza especial. Pongo la pizza sobre la encimera. Apoyo las palmas en el poyo, estiro los brazos y suspiro... Suspiro con fuerza, desgarrándome los órganos con el aire de mi cocina. Y mientras mi cuerpo procesa el aire, el oxígeno en los canales más profundos a los que sólo llega la magia del suspiro, arranco el plástico que cubre el pan, tomate, queso, jamón, alcaparras, champiñones, pepperoni, orégano. Saco la pizza con cuidado, porque el pan siempre es frágil, aunque sea la más cara del súper de Gustavo. Puto Gustavo. Abro el horno con el codo y meto el pan redondo dentro, después cierro y doy calor. Y mientras giro la rueda, mientras programo cómo se cocerá la cena, pienso en esas puñeteras cervezas apiñadas en el estante bajo de una nevera que siempre fue barata, que siempre enfrió poco, que siempre estuvo llena. Dentro de la lata hay gas. Durante cada hora, cada minuto, cada segundo de mi vida unas burbujas ácidas suben y bajan, corren dentro de un envase opaco. En un líquido frío que ni siquiera cubre las expectativas necesarias de un fluido en ebullición. No hay nada natural ahí dentro. Sólo burbujas, una reacción creada por el hombre, por aquel loco que estudio cómo fabricar cerveza, por aquel visionario que una vez ideó la primera, la primerísima. Un caos de pompas enanas.  
Es eso... Eso es lo que me jode. Que en mi nevera, que es mía, haya un montón de burbujitas sin dirección, sin metas, sin cumbre. Que esa reacción no la pueda controlar ni sofocar, y que a mí no me guste la cerveza sin comida. Y no puedo terminar con el movimiento. No puedo tragarme el estrés, el nerviosismo de algo que nunca se para. Porque no puedo llegar con toda mi cara a casa de mamá y sacar del bolso dos cervezas, dos, con lo que ella las odia, y abrir la anilla y hacer clac, y tumbar la lata en la mesa, y sentarme a comer y llevarme a los labios el aluminio que contiene la perdición más absoluta de papá. Yo no puedo, y si al menos comiera en casa, si al menos almorzara aquí todos los días, o dos, aunque sea, entonces podría servir la cerveza en un vaso, y disfrutar un instante de la libertad de las putas burbujas, y ver cómo ascienden y descienden, y sentirme mía al momento, porque iría a terminar con ello, y podría vaciar la nevera del todo, y podía dejar de guardar siempre en el fondo del electrodoméstico que menos uso dos envases de mierda, de algo que no me gusta sin comida. Pero estoy al paro, y cuando las compré tenía pasta, y me chuté las otras cuatro en cuatro almuerzos distintos, y ahora ya no puedo, ahora ya no debo. 
Pero la pizza va a empezar a crepitar en el horno. Y me la voy a comer. Y las cervezas van a desaparecer del fondo de la nevera. 
Me siento en el sofá. Dentro de nueve minutos, la gloria. La pizza perfecta. Puto Gustavo. No se creía que le estuviera pagando, vamos. Qué gilipollas. Me toco el muslo derecho con la yema de los dedos, y aprieto hasta que siento la línea de las uñas a través de la ceñida capa de mis pantalones. Puto Gustavo, y deslizo los dedos, con que le pague, con eso tiene, y me araño, por mucho que conozca a mi padre, y me toco el borde, y levanto la camiseta y palpo la piel de mi vientre, por mucho que lo conozca, no tiene por qué desconfiar de mí, y la piel es suave, y está fría, y noto cómo se estremece bajo el incendio de mi propio contacto, porque yo no soy mi padre, y yo era maestra, y él lo sabe, y hago espirales en mi piel rabiosa, y después pasó todo aquello, y yo no tengo la culpa, mi padre es un borracho... 
Dibujo remolinos, tatúo mi piel con los pensamientos de una cabeza llena de burbujas. Y pienso de repente que el fondo de mi coco es como las latas de cerveza. Que tengo miles de pompas creciéndome dentro, y suben y bajan y corren, y se deslizan a través de la porosidad de mi cerebro. Y pasan de hemisferio en hemisferio, y se divierten y navegan, y no hay leyes, no hay nada dentro que les haga parar. Sólo hay espacio. Sólo hay burbujas, burbujas de carreras. Y el mundo es mi nevera, y yo también soy opaca. Con la yema del dedo índice, trazo una línea desde el bajo del ombligo hasta el punto del estómago en que la piel se vuelve obscena. Frío, duro. A mí nadie me pensó. Yo vine de repente. Y sin embargo, también soy lata. Y también tuve precio, o valor, no sé. Y crecí con unos padres deficientes, y a los 12 años probé por primera vez el ron, y no me gustó. Y Gustavo lo sabe. Nunca comí pizza para cenar. Sólo bocadillos de paté y mermelada, y ahora no soporto el contraste de lo dulce y lo salado, de lo ácido y lo amargo. Nunca acumulábamos cervezas en el fondo de una nevera vacía, vacía porque no tengo dinero para llenarla, y porque la misma madre que me llevaba al parque para que no viera vomitar de pura resaca a mi padre, esa madre, ahora me hace de comer. Nunca acumulamos cervezas, porque en casa siempre faltaban y, a la vez, sobraban siempre.  
Pero ahora, ahora lo sé. Lo sé ahora, mientras me toco las tetas, porque me apetece y me relaja. Yo era esa cerveza que sobraba, con una ebullición antinatural alojada entre las sienes. Y nadie podía controlar las burbujas que subían y bajaban. Nadie era capaz de hacer que yo dejara de pensar, que dejara de darme cuenta de lo que pasaba alrededor de mi cuerpo, un cuerpo que no era yo. Ni mi madre ni mi padre ni nadie. Y tal vez a ellos les ahogara que yo estuviera tirada en la cama, de noche, con los pies en alto y la cabeza en marcha. Quizá sintieran en su cráneo el repiqueteo del mío. Y yo ahora, aunque intento ahogar mis propias latas, aunque intento librarme de lo que acumulo en mi propia nevera, que ya no es mía, que no es mía desde que mi padre apareció por la academia y tuvo que usar el puto mechero, acumulo mierda. 
Quiero beberme las cervezas. Porque en el fondo de esas dos latas de aluminio reside mi libertad. Justo ahí, con el brillo metálico, duermen mis derechos. Porque cuando me las beba dejaré de preocuparme por las burbujas. Y podré dormir tranquila, y las esquinas de mi cabeza no estarán en el fondo de la nevera. Y por eso necesité gastarme casi cuatro euros en una pizza. En la pizza perfecta. Porque si no, jamás podré bebérmelas. Porque a mí no me gusta demasiado la cerveza, sólo cuando como. Quiero bebérmelas. Dentro de un par de minutos, justo de un par, estaré sentada a la mesa con una pizza entera, toda para mí, y un vaso vacío y dos latas de cerveza. Y abriré la primera lata. Tendré delante las burbujitas, burbujas locas, disparadas. Y verteré el contenido en el vidrio, y el líquido cambiará de molde, de la lata a un cilindro que se estrecha en la base, y mi cabeza mutará en cuanto la cerveza caiga a través de mi garganta quemada, carbonizada. 
Y sin embargo la pizza se está quemando en el horno, y a mí la cerveza sin comida no me gusta...

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