¿Qué significará el tiempo sin relojes?

miércoles, 24 de julio de 2013

acto y forma

Me pregunto si en nuestros objetos residirá nuestra presencia. Si es posible que, entre los hilos de la materia, quede algo, una pequeña hebra de la parte más pura de nuestro ADN. Quizá en los objetos personales, en los cercanos, en los que disfrutamos. Me pregunto si es posible tener cerca la presencia de una persona solamente teniendo entre tus manos un objeto al que ha mimado de forma bilateral. Puede ser, no sé cómo ni por qué, una especie de consuelo; pensar que ahí donde tú posas los dedos el dueño del objeto también los ha posado, y darte cuenta que tal vez de alguna forma y por algún desbarajuste del espacio-tiempo, rozas sus dedos al rozar la caricia de la que se deshicieron. Cerrar un libro ajeno y posar levemente los labios sobre el conjunto de hojas, sobre la historia cerrada, el mundo encerrado; girar el reloj de arena blanca que no es mío; escuchar un CD cuyas notas han llenado ya los oídos de alguien que también tuvo mis palabras embutidas en el cerebro; rozar el papel con un lápiz que alguien olvidó entre mis cosas; intentar arreglarme el pelo con una horquilla que alguien me prestó cualquier noche de ésas que se hacen pasar por día. Gestos, actos insignificantes pero que, de una manera u otra, te acercan a los dueños de lo que, casi sin querer, por un momento proclamas como tuyo. Ya alguien amontonó las páginas leídas, la arena del reloj ya se consumió marcando el tiempo de otro, alguien ya tarareó al ritmo de Dire Straits mientras el CD giraba y era golpeado por el láser del reproductor, el lápiz ya esbozó otra letra, la horquilla ya sirvió para que a otro no se le amontonase el cabello frente a los ojos.

¿Para qué queremos objetos si no es para mimarnos? ¿Qué coño me importa que La Metamorfosis quede bonito, tan fino y pequeño, en el estante si no voy a crearme un nudo en la garganta con la agonía de Gregorio Samsa? ¿Y no quedo yo dentro de ese mimo, del disfrute, como si el tiempo que he gastado arañándome la vida frente al papel se quedase grabado a fuego entre la tinta? ¿De qué me sirve la lámpara si la luz me importa un carajo? ¿No puedo evocar las mil y una noches que pasé con ella antes de que la obsolescencia programada terminase de cuajar, o los días que quise convertir en noche cerrando fuerte las persianas para aislarme y, como una línea paralela, no llegar a tocar nunca el mundo que me esperaba fuera? Es el acto, no la forma. Es la vida, no el tiempo. Y me pregunto si no es bonito llevar contigo un pedacito de las horas que alguien que consumió las tuyas gastó con un acto de ésos que le definen. Quizá sea mi única manera de recordar, de agarrarme al poste para que no me arrastre la marea. Quizá sea solamente una forma de clavarle las uñas al tiempo para que tenga piedad y no pase tan deprisa. Un plan no tan estratégico para que la corriente del río no me lleve tan deprisa hacia el mar.

¿Y si puedo reconstruir tu vida, a ti, a base de objetos que nunca creíste que necesitarías? ¿Y si el reloj de la mesilla de noche te define mil veces mejor que cualquier curriculum vitae? ¿No has pensado nunca que, al darle uso a algo, lo cambiamos para siempre? Exactamente como nosotros. Las personas, cuando somos usadas tanto por otros como por nosotros mismos, cambiamos. Nos volvemos más competentes o más experimentados o más hijos de puta, y nos vamos quedando marcados con todos y cada uno de nuestros pasos sobre cualquier tipo de superficie. Como los objetos. Tal vez, de alguna manera, no seamos más que ellos.

No sé si juguetear con un simple y fácil de encontrar moño rojo sea la forma idónea de evocar a quien me lo prestó y a quien, naturalmente, nunca se lo devolví. Al fin y al cabo, sólo es una coleta. Lo importante es el tiempo que se ha usado y el cabello que ha sujetado. Nada más. O tal vez sí importe que sea un moño rojo y lo otro sea un desvarío. Quizá sólo sea yo, que necesito ayuda para recordar y que, paradójicamente, necesito hacerlo para no perderme. Pero lo que sé es que siento más cerca mi vida y a los que entraron en ella con una fuerza de ocho en la escala Richter si me quedo un pedacito.

Me pregunto si no influirá en la composición de la pintura de uñas verde fluorescente del chino que alguien con quien el tiempo perdido era y es tiempo encontrado y yo pasásemos por delante y amenazásemos con comprarla algún día. Así, por reírnos, porque era fea. Quizá quien tenga el mal gusto de comprarla no se entere de que ese bote de pintura es también nuestro porque, aunque nunca fue de nuestra propiedad (y menos mal), disfrutamos de él. Y es que no es la forma, es el acto.

Las viejas llaves de mi padre siguen colocadas en el mismo hueco del mismo cajón donde las dejó. El llavero es rectangular, de metal y muy pesado, como supongo que deben ser los llaveros antiguos para poder ser calificados de medianamente viejos. “O'neill, Santa Cruz, 1952”, dice, lo primero con una tipografía azul que me hace recordar las olas, “Santa Cruz” en letra roja y cuadrada y la fecha dentro de una estrella amarilla que parece una explosión perfectamente calculada. Tiene seis llaves. Sé perfectamente cuáles son las de mi casa por la forma dentada, las dos con grandes picos hacia dentro que, desde que tuve las mías, me parecieron peculiares. El manojo de llaves lleva años en el cajón. Y sí, las llaves son perfectamente válidas. Hemos hecho decenas de copias, y muchas veces nos hemos visto en un apuro por no tener una llave de sobra. Y éstas seguían ahí, llenas de polvo, esperando quizá que a mí me diese un arranque de nostalgia y las sacase del cajón para hacerlas tintinear. Pero no es la llave. Me da igual hacer mil copias. Es el acto. Es él volviendo a casa y metiendo la llave en la cerradura. Soy yo corriendo a la puerta. Es él, cuando le conocía menos pero era más mío. ¿No puede un pedacito suyo estar sujeto a la parte dentada de la llave, como el tiempo que se congeló sobre el frío del metal cuando las llevaba en el bolsillo y salía del trabajo? ¿No es lógico que nadie se haya atrevido ni vaya a atreverse jamás a abrir la puerta con esa llave? ¿No somos un poquito lo cotidiano, los actos que repetimos día a día como si de una coreografía a cámara superlenta se tratase?


Me veo totalmente incapaz de conservar eternamente a quienes consiguen que se me dilaten las pupilas o que los lugares se vuelvan menos feos. Sin embargo, puedo guardar el acto que lleva implícito la forma y así, cuando doy la vuelta al reloj de arena, sentir que quien me lo pasó sigue delante viendo cómo la arena cae en un chorro no líquido hacia la parte baja, cómo pasan los tres minutos que contabiliza, y solaparme con ella durante 180 segundos para sentir que, de alguna manera, entiendo su rutina. Puedo quedarme con los pasajes subrayados de Diez Negritos, con el mimo, la mirada, la lectura, el segundo. Y es que no es la forma, es el acto. 

viernes, 5 de julio de 2013

tiempo poco fugaz



Me disparó. Lo único que hice fue dirigir la vista al cielo, y el azul de sus esquinas me trajo a la cabeza fragmentos de pedazos de trocitos de mi vida. No suelo arrepentirme de nada. Me obligo a no hacerlo. Me estrujo los sesos para ser capaz de pensar que las cosas que hago las hago por algo. Y así quizá pueda llegar a convertirme alguna vez en mi propia heroína, en la chica que no falla nunca. Pero acababa de fallar. La bala salió disparada como un pájaro de su pupila derecha y me perforó la piel (aunque tal vez pudiese parecer, en un perfecto mundo a cámara superlenta, que me acariciaba). Jamás supe salir de aquel segundo. Me quedé oscilando en él, nadando por sus canales, reviviendo una y otra vez la mirada que, en un suspiro, me condenó a una eternidad digna del filo de un caleidoscopio. Y aquel cielo al que dirigí mis ojos, armas descargadas de mi alma, no hizo sino apretarme el pecho, hacerme revivir (sin vivirlos) instantes de una vida que no iba a repetirse. No lo haría porque acababa de quedarme embutida en una escena muy fea. Y es que en vez de guardar el tiempo conseguí que el tiempo me guardase a mí.