Me
pregunto si en nuestros objetos residirá nuestra presencia. Si es
posible que, entre los hilos de la materia, quede algo, una pequeña
hebra de la parte más pura de nuestro ADN. Quizá en los objetos
personales, en los cercanos, en los que disfrutamos. Me pregunto si
es posible tener cerca la presencia de una persona solamente teniendo
entre tus manos un objeto al que ha mimado de forma bilateral. Puede
ser, no sé cómo ni por qué, una especie de consuelo; pensar que
ahí donde tú posas los dedos el dueño del objeto también los ha
posado, y darte cuenta que tal vez de alguna forma y por algún
desbarajuste del espacio-tiempo, rozas sus dedos al
rozar la caricia de la que se deshicieron. Cerrar un libro ajeno y posar levemente los labios sobre el
conjunto de hojas, sobre la historia cerrada, el mundo encerrado;
girar el reloj de arena blanca que no es mío; escuchar un CD cuyas
notas han llenado ya los oídos de alguien que también tuvo mis
palabras embutidas en el cerebro; rozar el papel con un lápiz
que alguien olvidó entre mis cosas; intentar arreglarme el pelo con
una horquilla que alguien me prestó cualquier noche de ésas que se
hacen pasar por día. Gestos, actos insignificantes pero que, de una
manera u otra, te acercan a los dueños de lo que, casi sin querer,
por un momento proclamas como tuyo. Ya alguien amontonó las páginas
leídas, la arena del reloj ya se consumió marcando el tiempo de
otro, alguien ya tarareó al ritmo de Dire Straits mientras el CD
giraba y era golpeado por el láser del reproductor, el lápiz ya
esbozó otra letra, la horquilla ya sirvió para que a otro no se le
amontonase el cabello frente a los ojos.
¿Para
qué queremos objetos si no es para mimarnos? ¿Qué coño me importa
que La Metamorfosis quede bonito, tan fino y pequeño, en el estante
si no voy a crearme un nudo en la garganta con la agonía de Gregorio
Samsa? ¿Y no quedo yo dentro de ese mimo, del disfrute, como si el
tiempo que he gastado arañándome la vida frente al papel se quedase
grabado a fuego entre la tinta? ¿De qué me sirve la lámpara si la
luz me importa un carajo? ¿No puedo evocar las mil y una noches que
pasé con ella antes de que la obsolescencia programada terminase de
cuajar, o los días que quise convertir en noche cerrando fuerte las
persianas para aislarme y, como una línea paralela, no llegar a
tocar nunca el mundo que me esperaba fuera? Es el acto, no la forma.
Es la vida, no el tiempo. Y me pregunto si no es bonito llevar
contigo un pedacito de las horas que alguien que consumió las tuyas
gastó con un acto de ésos que le definen. Quizá sea mi única
manera de recordar, de agarrarme al poste para que no me arrastre la
marea. Quizá sea solamente una forma de clavarle las uñas al tiempo
para que tenga piedad y no pase tan deprisa. Un plan no tan
estratégico para que la corriente del río no me lleve tan deprisa
hacia el mar.
¿Y si
puedo reconstruir tu vida, a ti, a base de objetos que nunca creíste
que necesitarías? ¿Y si el reloj de la mesilla de noche te define
mil veces mejor que cualquier curriculum vitae? ¿No has pensado
nunca que, al darle uso a algo, lo cambiamos para siempre?
Exactamente como nosotros. Las personas, cuando somos usadas tanto
por otros como por nosotros mismos, cambiamos. Nos volvemos más
competentes o más experimentados o más hijos de puta, y nos vamos
quedando marcados con todos y cada uno de nuestros pasos sobre
cualquier tipo de superficie. Como los objetos. Tal vez, de alguna manera,
no seamos más que ellos.
No sé
si juguetear con un simple y fácil de encontrar moño rojo sea la
forma idónea de evocar a quien me lo prestó y a quien,
naturalmente, nunca se lo devolví. Al fin y al cabo, sólo es una
coleta. Lo importante es el tiempo que se ha usado y el cabello que
ha sujetado. Nada más. O tal vez sí importe que sea un moño rojo y
lo otro sea un desvarío. Quizá sólo sea yo, que necesito ayuda
para recordar y que, paradójicamente, necesito hacerlo para no
perderme. Pero lo que sé es que siento más cerca mi vida y a los
que entraron en ella con una fuerza de ocho en la escala Richter si me quedo un
pedacito.
Me
pregunto si no influirá en la composición de la pintura de uñas
verde fluorescente del chino que alguien con quien el tiempo perdido
era y es tiempo encontrado y yo pasásemos por delante y amenazásemos
con comprarla algún día. Así, por reírnos, porque era fea. Quizá
quien tenga el mal gusto de comprarla no se entere de que ese bote de
pintura es también nuestro porque, aunque nunca fue de nuestra
propiedad (y menos mal), disfrutamos de él. Y es que no es la forma,
es el acto.
Las
viejas llaves de mi padre siguen colocadas en el mismo hueco del
mismo cajón donde las dejó. El llavero es rectangular, de metal y
muy pesado, como supongo que deben ser los llaveros antiguos para
poder ser calificados de medianamente viejos. “O'neill, Santa Cruz,
1952”, dice, lo primero con una tipografía azul que me hace
recordar las olas, “Santa Cruz” en letra roja y cuadrada y la
fecha dentro de una estrella amarilla que parece una explosión
perfectamente calculada. Tiene seis llaves. Sé perfectamente cuáles
son las de mi casa por la forma dentada, las dos con grandes picos
hacia dentro que, desde que tuve las mías, me parecieron peculiares.
El manojo de llaves lleva años en el cajón. Y sí, las llaves son
perfectamente válidas. Hemos hecho decenas de copias, y muchas veces
nos hemos visto en un apuro por no tener una llave de sobra. Y éstas
seguían ahí, llenas de polvo, esperando quizá que a mí me diese
un arranque de nostalgia y las sacase del cajón para hacerlas
tintinear. Pero no es la llave. Me da igual hacer mil copias. Es el
acto. Es él volviendo a casa y metiendo la llave en la cerradura.
Soy yo corriendo a la puerta. Es él, cuando le conocía menos pero
era más mío. ¿No puede un pedacito suyo estar sujeto a la parte
dentada de la llave, como el tiempo que se congeló sobre el frío del metal cuando las llevaba en el bolsillo y salía del trabajo? ¿No es
lógico que nadie se haya atrevido ni vaya a atreverse jamás a abrir
la puerta con esa llave? ¿No somos un poquito lo cotidiano, los
actos que repetimos día a día como si de una coreografía a cámara
superlenta se tratase?
Me veo
totalmente incapaz de conservar eternamente a quienes consiguen que
se me dilaten las pupilas o que los lugares se vuelvan menos feos.
Sin embargo, puedo guardar el acto que lleva implícito la forma y
así, cuando doy la vuelta al reloj de arena, sentir que quien me lo
pasó sigue delante viendo cómo la arena cae en un chorro no
líquido hacia la parte baja, cómo pasan los tres minutos que
contabiliza, y solaparme con ella durante 180 segundos para sentir
que, de alguna manera, entiendo su rutina. Puedo quedarme con los
pasajes subrayados de Diez Negritos, con el mimo, la mirada, la
lectura, el segundo. Y es que no es la forma, es el acto.