Me disparó. Lo único que hice fue dirigir la vista al cielo, y el azul de sus esquinas me trajo a la cabeza fragmentos de pedazos de trocitos de mi vida. No suelo arrepentirme de nada. Me obligo a no hacerlo. Me estrujo los sesos para ser capaz de pensar que las cosas que hago las hago por algo. Y así quizá pueda llegar a convertirme alguna vez en mi propia heroína, en la chica que no falla nunca. Pero acababa de fallar. La bala salió disparada como un pájaro de su pupila derecha y me perforó la piel (aunque tal vez pudiese parecer, en un perfecto mundo a cámara superlenta, que me acariciaba). Jamás supe salir de aquel segundo. Me quedé oscilando en él, nadando por sus canales, reviviendo una y otra vez la mirada que, en un suspiro, me condenó a una eternidad digna del filo de un caleidoscopio. Y aquel cielo al que dirigí mis ojos, armas descargadas de mi alma, no hizo sino apretarme el pecho, hacerme revivir (sin vivirlos) instantes de una vida que no iba a repetirse. No lo haría porque acababa de quedarme embutida en una escena muy fea. Y es que en vez de guardar el tiempo conseguí que el tiempo me guardase a mí.
Las mejores historias son las que hablan de lo que no cuentan, ésas que tienen otras letras impresas en los márgenes y entre los huecos de los renglones. Las mejores historias son las que dejan rendijas, grietas pequeñas por las que descubrir qué es lo que se mueve dentro de todo.
¿Qué significará el tiempo sin relojes?
viernes, 5 de julio de 2013
tiempo poco fugaz
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