¿Qué significará el tiempo sin relojes?

sábado, 24 de enero de 2015

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Que sí, que tuve que amoldarme, acomodarme al podrido asiento de la verdad. Que me duelen los huesos. Que yo no puedo, yo no sé darles vueltas a las extremidades para conjugar una postura sin salientes, sin aristas. Que pulir la arista es condenar. Y romper. Y deformar.
Que no, que no quiero que me cures las grietas de la espalda. Que te vayas. Que yo soy, siempre soy bajada. Y te despeñas. Y es más fácil. Yo no soy un ser de circo. Deja de mirarme. No sé doblarme en esta caja, al final siempre la rompo con el codo y se me desdobla una rodilla, y muerdo sin querer, y me grita la boca sola que las peceras no me quieren.
Pues yo a ellas tampoco. Que les den. Quiero nadar en el mar y extender los brazos y las piernas, hacer el ángel en el fondo de un tapón azul. Que sí, que tuve que amoldarme. Contorsionista yo, a esta edad. Que no puedo buscar. Que el mar no está, es solo la evocación que me revela un escupitajo. Existe y no está. Y ojalá yo, ojalá un día.
Y uno y dos y tres, pero fuera de esta caja. No soy un pez. No nado. No me retuerzo en el mismo ángulo. Los peces no tienen conciencia, y yo sé que debo, no que tengo, sino que debo parar y frenar y calzarme porque tú, tú no puedes rozar por los dedos mis aristas. Pero, ¿entiendes?, yo nunca te pondría pecera. Yo jamás condenaría. Libertad. Solo eso, y otro día...

martes, 13 de enero de 2015

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Buscas consuelo.
Las esquinas duelen cuando las tocan. Y es sangre lo que humedece.
Encuentras sed. Garganta seca bajo la bufanda, la lengua que rasga una botella de agua mineral. No es lo que buscas.
Dónde estás, partícula de miedo. Dónde escondes la salvación que no encuentro.

sábado, 10 de enero de 2015

las manos de Caótica



Una vez a Caótica se le ocurrió que las manos tenían que ser algo más. Que las suyas, a veces, no las reconocía en fotos. Y a veces tampoco se entendía a sí misma si se sonreía desde la pantalla; ella siempre se veía en las manos. Todo lo que hacía lo entendía desde la doblez de los dedos. Y cuando se pintaba las uñas, se miraba de otra forma. Las manos, eterno límite, siempre estaban ahí. Como una muralla por la que se asomara para mirar el mundo. Desde que lo pensó, Caótica se dedicó a contemplar las manos de todo el mundo. Cómo las movían, cómo las paraban, qué forma tenían los nudillos. Empezó a dibujar palmas y dedos. Es lo más difícil de hacer, cuentan los artistas. Pero ella observaba y las captaba al vuelo, y después les daba forma con sus propias falanges en un papel que alguien, en algún momento, había cortado con las manos. 
Ya llevaba un par de meses así cuando se sentó en la esquina de un bar y un tío se le quedó mirando. Tenía el pelo largo, las manos grandes. Ella también lo miraba, escondida detrás de un vaso de cerveza. Caótica era amarilla, dorada, tenía un borde de espuma en el instante en que él, dispuesto, se colocó a su lado. ¿Puedo hacerte una foto?, preguntó. Y Caótica se quedó parada. No entendía, pero en los dientes de él brillaba algo, era una sonrisa como de anuncio, como de dibujo animado. Le dijo que sí y dio un sorbo; intentaba parecer natural. Pero él encendió la cámara y el obturador eructó mientras Caótica bebía. Dejó el vaso sobre la mesa, y la mesa se volvió tambor. Le había sacado una foto a su mano izquierda. ¿Qué acabas de hacer?, soltó ella. El tío sonrió de nuevo y se sentó a su lado, y le explicó que era fotógrafo de manos. Que estaba haciendo una colección de imágenes de manos.
Follaron. Muchas veces. Con él acariciándole la columna vertebral con la yema de un dedo. Con ella rozándole la palma por encima del ombligo. Y se masturbaban a veces, y él fotografió una vez la mano de ella dentro de su ropa interior. La cámara se empachó hasta casi reventar de fotos de las manos de Caótica: haciendo un zumo, tendiendo, encendiendo un cigarrillo. Quietas, a veces. Estaba ensimismada; le enseñaba sus dibujos cada vez que podía, y estuvieron estableciendo durante días una lista de tipos de dedos, de formas de uñas, de muñecas. Siempre que él pasaba a su lado mientras cocinaba, le daba un golpecito en el culo, y ella pensaba, sonriente, que la tocaba con todo. Porque las manos tenían que ser algo más. Porque las manos tenían que ser el rasgo humano total, lo más parecido a la autoimagen que ella podía dibujar de alguien. O mirar. O sentir.
Caótica iba un sábado a hacer la compra y se detuvo de nuevo en la esquina de mismo bar. Parada, sonreía. Un café fuerte, le dijo al camarero, y abrió el periódico. Echó el ojo a los titulares, pero ninguno le decía nada, así que empezó a mirar sus dedos por encima de las letras, y a rozar la tinta, a mancharse. Y al camarero se le cayó el café. El ruido de la taza rompiéndose en cachos la apartó del papel de periódico. El camarero contemplaba el destrozo, sin moverse. Y justo detrás de él había un hombre que también miraba. Su hombre, el fotógrafo de manos. Y le asía por encima (como una bufanda, como un cinturón, como el anillo que parece proteger Saturno) la muñeca a una rubia. Con los dedos. De repente, un flashback: esos dedos en las bragas de Caótica, que ahora le apretaban la piel, grilletes por siempre. Ella, experta ya en engaños, lo entendió en seguida. Y se puso en pie. Todo ocurrió deprisa: alzó la mano y le dio al fotógrafo una soberana torta en la cara, trazando un ángulo perfecto; él intentó pararla, pero Caótica seguía sintiendo cómo la tela se hacía cada vez más pequeña, cómo a cada instante se le clavaba más y más. Y seguía pegándole, dándole de hostias con las manos abiertas. Porque le pegaba con lo de dentro. Con su autoimagen. Porque darle con las manos era una ofensa de verdad. Y entonces él la tiró al suelo, y con el reborde de otro periódico, exactamente igual al que había estado leyendo, le golpeó en la cara. Sin manos. Sin dedos.
Al día siguiente, Caótica se compró unos guantes.

jueves, 8 de enero de 2015

entender



Ahora entiendo cosas que antes me daban jaqueca.
La inflación es lo que pasa cuando sobra y falta el dinero (igual que la crueldad).
La Geografía es un enfoque (como el miedo).
Los números no me sirven (tampoco las marcas de los dientes)
Los besos hinchan la memoria (y también la rabia, que dilata las paredes del cerebro de hacer tanta fuerza, de llenarlas como el agua que se cuela por un hueco a través de la garganta de la manguera, agua que no riega, agua que no alimenta los pulmones de la tierra).



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Quedamos en el centro
de mis orejas,
colgando del péndulo
de los lóbulos
para colmar
de música soluble en vino tinto
 la conciencia.

sábado, 3 de enero de 2015

para que yo




la otra mañana me desperté, había soñado contigo, me doblé en la cama, no podía moverme porque en mi cabeza me habías echado, apenas te habías inclinado para despedirte de mí antes de que me marchara escaleras arriba, una subida poco ascenso, una bajada sin ti a través de un canal hacia las nubes y una mano encerrada para siempre en el bolsillo, los dedos que sudan, y tú, yo te sueño, me doblé en la cama y abracé mis costillas, no podía cerrar los ojos del todo pero los muy hijos de puta tampoco querían abrirse, me volví la muñeca que siempre me mira desde la antigua habitación de mi madre, con los ojos como líneas, cerrados apenas, y me vi desde fuera porque yo ya no era una chica que dormía sino un cuerpo de porcelana, se me había ido la vida por los huecos de los dientes, me había fumado toda mi existencia porque tú, en mi coco, me dijiste que era mejor que me fuera, así, nada más, y yo me desperté asqueada y me miré por fuera y respiré y me vi sin filtros, sin nada, por qué coño te quiero, pensé, no sé por qué pero lo hago, y te me clavas por dentro de los párpados, tengo los ojos llenos de sangre y por eso no veo, tengo los ojos tintados en rojo porque una astilla me da vueltas en la piel, un tornillo de madera que no es de nada, sólo de olor y sueños que terminan siendo pesadillas en las que no hay monstruos ni vampiros ni nada, alguien que pide que me vaya, me desreclama, por qué no es todo distinto, por qué no encaja todo para que yo, para que yo, para que yo no sea más la muñeca con los ojos casi cerrados, inerte, blanca, mirando poco.



viernes, 2 de enero de 2015

goodbye poesía



El Estado decidió nacionalizar la poesía. Se la entregó al pueblo: a partir de ese momento, preciso instante, todo lo dicho debía ser verso. El país se convertirá en poema, declaraban desde la frente de las tarimas. Querían tener la nación más culta del continente. Sería todo tan romántico. Salir a la calle y parar un instante, y descubrir en el bullicio una cadencia, cantinela eterna de ciudad concentrada en soneto, sílabas medidas, una cadena. Nadie podría hablar sin seguir al que habló antes. Al tiempo, los cuidadanos del poético país se habituarían a medir las sílabas, y se convertirían en máquinas de versos. Serviría para fomentar el turismo. Todos querrían escuchar ese ruido y su estructura, el aire y los susurros y la estética de una discusión. El gobierno estuvo listo enseguida. Informaron a los ciudadanos, redactaron el pertinente Boletín Oficial del Estado, radiaron cursillos básicos de poesía. Sólo faltaba establecer cómo iban a empezar. Alguien tenía que lanzar el primer verso, maquetar el cuerpo del gran poema. No podía hacerlo el Presidente. Eso iba en contra de toda aquella ideología. Cuando se dieron cuenta (entre tanto barullo desorganizado no se habían parado a pensarlo), salieron a buscar un voluntario. Buscamos alguien que hile el primer eslabón de la cadena, el primer verso del poema, la primera manifestación del orden en el que vamos a nadar. Eso buscamos, eso buscamos, chillaban los megáfonos. Les recibió una calle vacía, y el papel de una chocolatina escachado en el suelo. El ministro encargado de supervisar la búsqueda recogió el papelillo. El chocolate, según descubrió, estaba seco. Nadie se había atrevido a salir a la calle después de la noticia de la nacionalización de la palabra. Se habían enterado de que alguien tenía que empezar, quien fuera, soltando alguna frase, cualquiera. Qué miedo les daba. Si el voluntario se equivocaba y decía algo que no encajaba con el gusto de todos, iba a fastidiarla. El país entero tendría que hablar en base a un verso muy corto, o muy largo, o muy solemne, o muy atávico, o demasiado ilustrativo, o feo. No sólo era la forma: el poema debía seguir un ritmo, un tono, una sucesión lógica de temas. ¿Y si los demás no querían hablar de la belleza, del tiempo, de economía? Nadie salía del escondite. Nadie quería, nadie, y el ministro tiró el papel al suelo, lo pisoteó. Esto no se queda así, dijo. Abrió la puerta de una casa con una patada al más puro estilo Kung-fu Panda. Allí había una familia escondida. El señor ministro pidió a los cámaras que se pusieran detrás de él, y soltó: ustedes son los voluntarios, y estas palabras son las últimas que articulo libremente, así que lo próximo que digan será el primer verso del poema. Era una familia convencional: padre, madre, hijo, hijo segundo. Se miraron entre ellos y ay, ay, ay. Con los ojos grabaron el tácito pacto de que a ninguno de ellos le iba a dar la puñetera gana de hablar, pero eso no se lo iban a decir a los irruptores, porque una palabra implicaba la horca. Así lo dejó claro la madre cuando frunció el ceño de cara a su hijo mayor, y después al menor, y cuando, al instante, miró a su marido. El señor ministro se sentó. Y pasaron las horas, él fumaba cigarros de los caros, los niños sudaban mucho, los cámaras estaban cansados, ya casi nadie veía la tele, les daba lo mismo cómo hablar cuando pasaron dos horas, la atención era poca. Tres, cuatro, siete horas. Estaban como secuestrados; cuando se levantaban al baño, un escolta les acompañaba. Comieron muy poco. Los cámaras no probaron ni el café. El silencio era terrible, pero a los miembros de la cuadrilla del gobierno les complacía pensar en lo que ocurriría después, en la poesía flotando en la calle. A las nueve horas, al ministro se le ocurrió que podía hacer algo para que hablasen. Se puso en pie y empezó a tocar los objetos que decoraban el hogar de la familia. Una figurita de porcelana con forma de dragón, un platillo chino, un marco con la foto de una señora mayor. El padre casi no podía respirar, estaba cardiaco; el ministro se estaba acercando a la cajita donde guardaba la maría, y qué miedo, le podían hacer algo, pero qué era peor, la cárcel o el linchamiento, así se debatía. Joder. Entonces su mujer se puso en pie, quería hacer pis. El escolta la siguió. Todo estaba en silencio. Ya casi no había telespectadores conectados. Era el momento. Mientras andaban hacia el baño, cuando ya habían salido del salón, el guardaespaldas le colocó llanamente una mano en el culo a la señora. Ella se giró y le miró y pensó ay, habrá sido una equivocación, tonterías mías. Y él le puso una mano en la teta izquierda y la señora, cabreada, chilló: ¡ah! Cejas del ministro enarcadas. Sorpresa de los cámaras. Gente que se reconecta al canal de televisión. Presentadora en el lejano estudio se atusa el cabello. Primer verso. Primera célula del poema. Nunca más hubo poesía.


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-Como esos audios en vivo, ¿sabes? Justo así. Los graban en conciertos, o en salas, o en bares. Se prepara todo para grabar, los equipos, y para que el sonido sea bueno dentro del recinto. Imagínate que un tío empieza a tocar. Se sienta en un taburete alto, con el micrófono delante, sólo él y una guitarra, y recorre las cuerdas con los dedos, alza la voz, desgrana una canción. El técnico de sonido tiene que regular la voz que sale por los altavoces, al menos la intensidad del sonido. Tiene que equilibrar al vocalista con la guitarra. Todo eso para que el sonido quede bien grabado, para que el audio se escuche y después alguien pueda exprimirse con la repetición cansina de lo que pasó en una sala llena de cabezas. Tal vez el cantante esté un poco pedo. Y eso, en la voz, se nota. Y se repite, se repite, se repite. Una chica se estira en el sillón, introduce los dedos en el elástico de las bragas, escucha el glup, la cadencia de la nota borracha. Al rato se cansa y le da a la flecha que la lleva al pasado, y selecciona un audio de estudio. Y por qué. Porque en el título del archivo le dice que el audio es en vivo, que es imperfecto, que no se abstrae de una realidad normal y crea un clip fuera de la garganta, de los dedos. Que el audio en vivo es más humano. Y eso no mola. Pero en realidad lo que pasa es que en el estudio hay personas que están tocando la guitarra, la batería, cantando a gritos; antes de llegar, el vocalista se tomó dos gin tonics y tiene un puntillo ligero, pequeñito de tambaleo. Y qué. Graban y editan, tiene que escucharse todo con equilibrio, se regulan los niveles, se pulen los ruidos. Y la calidad se dispara porque después, al escuchar, sentimos que la canción existe como algo, un concepto, y que está ahí, rueda con el reproductor. Las etiquetas, dicen. Yo no sé. Pero somos igual de humanos en una sala de conciertos que en un estudio de grabación. Como esos audios en vivo, exactamente como los audios en vivo. Porque tengo una vida de estudio y no me lo creo, en realidad mi vida corre en vivo. En realidad mi vida es más humana y está borracha y nadie tiene fe en ella, le dan a pausa justo cuando empieza, buscan la verdad que se abstrae. De mí, del globo. Eso quieren, la legitimidad que otorga una casa de discos, y no entienden que tal vez al vocalista se le oiga mejor en una sala porque le alimenta el calor de quien escucha, sus ojos cerrados, los labios mordidos, los dos que se besan mientras suena el estribillo. No. No comprenden. Lo bueno está establecido, y dime tú por quién. Porque soy yo quien vive. Y mis juicios, qué coño importan mis juicios. Sólo son susurros grabados en la esquina de un pub. no-megustan-laspuertasquegiran-no. ¿Será que las palabras en vivo se transcriben todas en minúscula? ¿Será que mi vida es más pequeña y resulta que...? Como esos audios en vivo. Como esa gente que aplaude y respira con los acordes. Y molestan. Embrutecen. Hay un botón cuadrado que significa parar. Ése es mi botón. Como el de esos audios en vivo.