¿Qué significará el tiempo sin relojes?

sábado, 10 de enero de 2015

las manos de Caótica



Una vez a Caótica se le ocurrió que las manos tenían que ser algo más. Que las suyas, a veces, no las reconocía en fotos. Y a veces tampoco se entendía a sí misma si se sonreía desde la pantalla; ella siempre se veía en las manos. Todo lo que hacía lo entendía desde la doblez de los dedos. Y cuando se pintaba las uñas, se miraba de otra forma. Las manos, eterno límite, siempre estaban ahí. Como una muralla por la que se asomara para mirar el mundo. Desde que lo pensó, Caótica se dedicó a contemplar las manos de todo el mundo. Cómo las movían, cómo las paraban, qué forma tenían los nudillos. Empezó a dibujar palmas y dedos. Es lo más difícil de hacer, cuentan los artistas. Pero ella observaba y las captaba al vuelo, y después les daba forma con sus propias falanges en un papel que alguien, en algún momento, había cortado con las manos. 
Ya llevaba un par de meses así cuando se sentó en la esquina de un bar y un tío se le quedó mirando. Tenía el pelo largo, las manos grandes. Ella también lo miraba, escondida detrás de un vaso de cerveza. Caótica era amarilla, dorada, tenía un borde de espuma en el instante en que él, dispuesto, se colocó a su lado. ¿Puedo hacerte una foto?, preguntó. Y Caótica se quedó parada. No entendía, pero en los dientes de él brillaba algo, era una sonrisa como de anuncio, como de dibujo animado. Le dijo que sí y dio un sorbo; intentaba parecer natural. Pero él encendió la cámara y el obturador eructó mientras Caótica bebía. Dejó el vaso sobre la mesa, y la mesa se volvió tambor. Le había sacado una foto a su mano izquierda. ¿Qué acabas de hacer?, soltó ella. El tío sonrió de nuevo y se sentó a su lado, y le explicó que era fotógrafo de manos. Que estaba haciendo una colección de imágenes de manos.
Follaron. Muchas veces. Con él acariciándole la columna vertebral con la yema de un dedo. Con ella rozándole la palma por encima del ombligo. Y se masturbaban a veces, y él fotografió una vez la mano de ella dentro de su ropa interior. La cámara se empachó hasta casi reventar de fotos de las manos de Caótica: haciendo un zumo, tendiendo, encendiendo un cigarrillo. Quietas, a veces. Estaba ensimismada; le enseñaba sus dibujos cada vez que podía, y estuvieron estableciendo durante días una lista de tipos de dedos, de formas de uñas, de muñecas. Siempre que él pasaba a su lado mientras cocinaba, le daba un golpecito en el culo, y ella pensaba, sonriente, que la tocaba con todo. Porque las manos tenían que ser algo más. Porque las manos tenían que ser el rasgo humano total, lo más parecido a la autoimagen que ella podía dibujar de alguien. O mirar. O sentir.
Caótica iba un sábado a hacer la compra y se detuvo de nuevo en la esquina de mismo bar. Parada, sonreía. Un café fuerte, le dijo al camarero, y abrió el periódico. Echó el ojo a los titulares, pero ninguno le decía nada, así que empezó a mirar sus dedos por encima de las letras, y a rozar la tinta, a mancharse. Y al camarero se le cayó el café. El ruido de la taza rompiéndose en cachos la apartó del papel de periódico. El camarero contemplaba el destrozo, sin moverse. Y justo detrás de él había un hombre que también miraba. Su hombre, el fotógrafo de manos. Y le asía por encima (como una bufanda, como un cinturón, como el anillo que parece proteger Saturno) la muñeca a una rubia. Con los dedos. De repente, un flashback: esos dedos en las bragas de Caótica, que ahora le apretaban la piel, grilletes por siempre. Ella, experta ya en engaños, lo entendió en seguida. Y se puso en pie. Todo ocurrió deprisa: alzó la mano y le dio al fotógrafo una soberana torta en la cara, trazando un ángulo perfecto; él intentó pararla, pero Caótica seguía sintiendo cómo la tela se hacía cada vez más pequeña, cómo a cada instante se le clavaba más y más. Y seguía pegándole, dándole de hostias con las manos abiertas. Porque le pegaba con lo de dentro. Con su autoimagen. Porque darle con las manos era una ofensa de verdad. Y entonces él la tiró al suelo, y con el reborde de otro periódico, exactamente igual al que había estado leyendo, le golpeó en la cara. Sin manos. Sin dedos.
Al día siguiente, Caótica se compró unos guantes.

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