¿Qué significará el tiempo sin relojes?

viernes, 2 de enero de 2015

goodbye poesía



El Estado decidió nacionalizar la poesía. Se la entregó al pueblo: a partir de ese momento, preciso instante, todo lo dicho debía ser verso. El país se convertirá en poema, declaraban desde la frente de las tarimas. Querían tener la nación más culta del continente. Sería todo tan romántico. Salir a la calle y parar un instante, y descubrir en el bullicio una cadencia, cantinela eterna de ciudad concentrada en soneto, sílabas medidas, una cadena. Nadie podría hablar sin seguir al que habló antes. Al tiempo, los cuidadanos del poético país se habituarían a medir las sílabas, y se convertirían en máquinas de versos. Serviría para fomentar el turismo. Todos querrían escuchar ese ruido y su estructura, el aire y los susurros y la estética de una discusión. El gobierno estuvo listo enseguida. Informaron a los ciudadanos, redactaron el pertinente Boletín Oficial del Estado, radiaron cursillos básicos de poesía. Sólo faltaba establecer cómo iban a empezar. Alguien tenía que lanzar el primer verso, maquetar el cuerpo del gran poema. No podía hacerlo el Presidente. Eso iba en contra de toda aquella ideología. Cuando se dieron cuenta (entre tanto barullo desorganizado no se habían parado a pensarlo), salieron a buscar un voluntario. Buscamos alguien que hile el primer eslabón de la cadena, el primer verso del poema, la primera manifestación del orden en el que vamos a nadar. Eso buscamos, eso buscamos, chillaban los megáfonos. Les recibió una calle vacía, y el papel de una chocolatina escachado en el suelo. El ministro encargado de supervisar la búsqueda recogió el papelillo. El chocolate, según descubrió, estaba seco. Nadie se había atrevido a salir a la calle después de la noticia de la nacionalización de la palabra. Se habían enterado de que alguien tenía que empezar, quien fuera, soltando alguna frase, cualquiera. Qué miedo les daba. Si el voluntario se equivocaba y decía algo que no encajaba con el gusto de todos, iba a fastidiarla. El país entero tendría que hablar en base a un verso muy corto, o muy largo, o muy solemne, o muy atávico, o demasiado ilustrativo, o feo. No sólo era la forma: el poema debía seguir un ritmo, un tono, una sucesión lógica de temas. ¿Y si los demás no querían hablar de la belleza, del tiempo, de economía? Nadie salía del escondite. Nadie quería, nadie, y el ministro tiró el papel al suelo, lo pisoteó. Esto no se queda así, dijo. Abrió la puerta de una casa con una patada al más puro estilo Kung-fu Panda. Allí había una familia escondida. El señor ministro pidió a los cámaras que se pusieran detrás de él, y soltó: ustedes son los voluntarios, y estas palabras son las últimas que articulo libremente, así que lo próximo que digan será el primer verso del poema. Era una familia convencional: padre, madre, hijo, hijo segundo. Se miraron entre ellos y ay, ay, ay. Con los ojos grabaron el tácito pacto de que a ninguno de ellos le iba a dar la puñetera gana de hablar, pero eso no se lo iban a decir a los irruptores, porque una palabra implicaba la horca. Así lo dejó claro la madre cuando frunció el ceño de cara a su hijo mayor, y después al menor, y cuando, al instante, miró a su marido. El señor ministro se sentó. Y pasaron las horas, él fumaba cigarros de los caros, los niños sudaban mucho, los cámaras estaban cansados, ya casi nadie veía la tele, les daba lo mismo cómo hablar cuando pasaron dos horas, la atención era poca. Tres, cuatro, siete horas. Estaban como secuestrados; cuando se levantaban al baño, un escolta les acompañaba. Comieron muy poco. Los cámaras no probaron ni el café. El silencio era terrible, pero a los miembros de la cuadrilla del gobierno les complacía pensar en lo que ocurriría después, en la poesía flotando en la calle. A las nueve horas, al ministro se le ocurrió que podía hacer algo para que hablasen. Se puso en pie y empezó a tocar los objetos que decoraban el hogar de la familia. Una figurita de porcelana con forma de dragón, un platillo chino, un marco con la foto de una señora mayor. El padre casi no podía respirar, estaba cardiaco; el ministro se estaba acercando a la cajita donde guardaba la maría, y qué miedo, le podían hacer algo, pero qué era peor, la cárcel o el linchamiento, así se debatía. Joder. Entonces su mujer se puso en pie, quería hacer pis. El escolta la siguió. Todo estaba en silencio. Ya casi no había telespectadores conectados. Era el momento. Mientras andaban hacia el baño, cuando ya habían salido del salón, el guardaespaldas le colocó llanamente una mano en el culo a la señora. Ella se giró y le miró y pensó ay, habrá sido una equivocación, tonterías mías. Y él le puso una mano en la teta izquierda y la señora, cabreada, chilló: ¡ah! Cejas del ministro enarcadas. Sorpresa de los cámaras. Gente que se reconecta al canal de televisión. Presentadora en el lejano estudio se atusa el cabello. Primer verso. Primera célula del poema. Nunca más hubo poesía.


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