Que sí, que tuve que amoldarme, acomodarme al podrido asiento de la verdad. Que me duelen los huesos. Que yo no puedo, yo no sé darles vueltas a las extremidades para conjugar una postura sin salientes, sin aristas. Que pulir la arista es condenar. Y romper. Y deformar.
Que no, que no quiero que me cures las grietas de la espalda. Que te vayas. Que yo soy, siempre soy bajada. Y te despeñas. Y es más fácil. Yo no soy un ser de circo. Deja de mirarme. No sé doblarme en esta caja, al final siempre la rompo con el codo y se me desdobla una rodilla, y muerdo sin querer, y me grita la boca sola que las peceras no me quieren.
Pues yo a ellas tampoco. Que les den. Quiero nadar en el mar y extender los brazos y las piernas, hacer el ángel en el fondo de un tapón azul. Que sí, que tuve que amoldarme. Contorsionista yo, a esta edad. Que no puedo buscar. Que el mar no está, es solo la evocación que me revela un escupitajo. Existe y no está. Y ojalá yo, ojalá un día.
Y uno y dos y tres, pero fuera de esta caja. No soy un pez. No nado. No me retuerzo en el mismo ángulo. Los peces no tienen conciencia, y yo sé que debo, no que tengo, sino que debo parar y frenar y calzarme porque tú, tú no puedes rozar por los dedos mis aristas. Pero, ¿entiendes?, yo nunca te pondría pecera. Yo jamás condenaría. Libertad. Solo eso, y otro día...
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