¿Qué significará el tiempo sin relojes?

lunes, 18 de noviembre de 2013



quiero imaginarme mi vida sin ti, pero de verdad que no quiero. y quiero hacerlo, pero no quiero, y quiero querer, pero ni quiero ni quiero y ojalá quisiera, pero quiero. 

domingo, 17 de noviembre de 2013

vida


-No creo en problemas. No creo en dificultades, ni en heridas, ni en perjuicios; ni siquiera creo que exista un sufrimiento objetivo, un hecho que, sin importar la vida en la que se plante, pueda joder una existencia, tanto la del jeque indio como la del hijo del kiosquero. Así que no vuelvas a preguntarme, por favor, qué problema tienes. Porque así lo único que consigues es que te mire y me entren ganas de tirarte el café encima. Sí, y no me mires con esa cara, joder, que sabes que puedo hacerlo. No hay ninguna ley física que impida que mi mano, ésta que levanto ahora, agarre la taza por el, ¿cómo se llama?, ah, sí, agarradero, ¡qué casualidad!, y la mueva de una manera determinada y, gracias a la gravedad, la fuerza y la inercia, vaya todo a parar a tu pecho. El caso es, en fin, que no tienes ningún problema. Ni uno solo. ¿Y sabes por qué? Pues porque eso a lo que tú llamas problema, agravio, contratiempo, disgusto, contrariedad, obstáculo, impedimento o traba, se llama, simplemente, vida. O aprendizaje, como quieras. Y es el aprendizaje más especial de todos, porque a medida que lo aprendas, lo utilizarás. No existe diferencia entre la aplicación y el momento de asimilarlo; todo va unido, cosido. Y a medida que aprendas algo, aparecerán nuevos muros; y lo que debes hacer con los muros es, sin duda, saltarlos. Porque más allá del cemento siempre hay existencia, y la palabra ‘obstáculo’ no deja de ser sino una excusa para empequeñecer las posibilidades y volverte ínfimo para caber en cualquier rincón y así descansar. Descansar sin haberte cansado. Así que intenta que eso a lo que llamas ‘problema’ en realidad sea un simple capítulo de tu historia, que no se convierta en un impedimento, que te haga crecer, aprender. La vida, al fin y al cabo, es un cúmulo de experiencias, y nadie ha especificado jamás que las experiencias deban ser, por manual, satisfactorias. A veces toca joderse, y el simple hecho de que yo ahora te lance el café encima te enseñaría a quitar las manchas de una camisa blanca. Y si no saliese, aprenderías que no debes quedar conmigo llevando tus prendas de gala, y mucho menos si me vas a preguntar gilipolleces y después me vas a mirar con cara de culo, así, como si no quisieras que te conteste. ¿Para qué preguntas si después te asustas? O, mejor, ¿para qué te asustas, si tú has preguntado?... En fin, que no tienes ningún problema, y te pido por favor que te jodas y que sientas el dolor, que supures esperanza y crezcas con cada paso, pero que tus pasos sean rápidos, concisos, que no pegues nunca los pies al suelo más de lo inevitable. Porque, y vuelvo a incidir en la física, la única manera que cualquier cuerpo tiene de desprenderse un poco de la ley de la gravedad es correr, levantar los pies del suelo y no pararse; convertirse en un ente frenético que luche y ande y corra por decisión propia y no porque cualquier ley estúpida se lo imponga. Porque, ¿sabes?, yo podría tirarte el café. Una ley cualquiera me permite hacerlo. Pero no me da la gana, y ahí estás, seco y tranquilito. No te toca ahora aprender cómo lavar la ropa, sino cómo no ser el clip que se mueve tal y como dicta el imán. 

jueves, 14 de noviembre de 2013

de agua.



Cae una gota. Se desprende del grifo. Es un parto rápido, sencillo, antinatural. Es imposible comparar la porosidad de este fin de una tubería mohosa con una cascada de aguas en eterna combustión. Cae sobre el vaso, rebota y se funde con el agua. Y pasa a ser agua, también. Cae otra gota. Y otra. Y más. Y ya la gota primaria no significa nada, porque he visto tantas que, cerrando los ojos, también puedo ver el proceso. Y a cada gota el vaso se llena un poco, y al final rebasa, y al final todo termina por explotar porque vivimos en un recipiente que no tiene más escape que el superior. Y al escape superior, déjame decírtelo, sólo se llega llenando, llegando al tope, reventando...

jueves, 7 de noviembre de 2013



has vuelto a reír, has vuelto a soñar, has vuelto a acurrucarte a los pies del mundo y a disfrutar de su vaivén, de su descontrol, de su humanidad.
has vuelto a ser tú; has vuelto a creer; has despegado como los aviones, contra el viento.
no me importa el pasado, quien fuiste antes, el contenido de aquello que tuviste que superar y la sangre que manó de tus pies al andar.
me importa que lo hayas superado, que hayas echado a correr con tanta fuerza que hayas dejado atrás algo de lo que no podías huir, pero sí poner distancia.
y te doy las gracias, hoy, ahora, por enseñarme que las sonrisas vuelven a brotar como las flores en las grietas de la acera.

viernes, 1 de noviembre de 2013

de beber

Hace crujir los dedos. Pestañea. Respira. Su corazón late. Sístole, diástole. La sangre hace slalom. Un tic inconsciente le recorre la pierna izquierda, que oscila en el aire como un metrónomo que marca los vaivenes, susurros y gruñidos que el reloj no se atreve a mostrar. Sus ojos se cierran y le miro las pestañas, y no consigo ver la sombra de aquellas lágrimas que horas antes, según me cuenta, estuvieron ancladas a esos pelillos de pincel. Mueve las manos, corta el aire con los dedos, desvía mi mirada y la lanza hacia el reloj. Pero no, yo me niego, me niego y me concentro de nuevo en el proceso de normalidad de su cuerpo.
El café está caliente. Arde. Y el aire acondicionado, demasiado frío. Y a veces los contrarios no se compensan, porque la lengua ardiente y los pies gélidos están demasiado lejos.
“Querido Víctor”, pienso, “quiero verte de nuevo”.
Si no me habla, juro que grito.
-¿Quieres? –dice, como si me leyese el pensamiento, ofreciéndome su taza de té negro hindú.
Observo la taza. Oscuras olas coronan el líquido debido al movimiento que ella, motor de este stage, realiza.
Quizás yo sea una taza de té, de té muy negro y lleno hasta las trancas de azúcar, que se revuelve despacito si unos dedos de pianista alzan el recipiente en el que el mundo me contiene para que no me desborde.
-No, gracias –suelto, y me convenzo de que beberme a mí mismo no debe ser para nada ético.
Sonríe.
Ella es whisky, un whisky caro, exclusivo, de ésos que no vas a encontrar en la estantería de la casa del abuelo. También la moldea un vaso o una botella, un recipiente con forma definida que calca esa silueta en la esencia de lo que contiene. La define el mundo o la vida o esta ciudad asquerosa, la define y cuando alzan el vaso se turba la tranquilidad de sus aguas y todo, por un instante, se revoluciona. Y si alguien pega los labios al vaso, si alguien se atreve a consumirla y a meterse en el cuerpo un líquido precioso, echando a perder el esfuerzo de fabricación en un acto muchísimo más simple y precario, si alguien se atreve a beberla, será ella quien haga oscilar todo y llegará la embriaguez. Revolverá a quien la hizo cambiar de estado. Y después llegará la resaca.
Me pongo en pie y muevo los pies siguiendo lo que yo supongo como el lub-dup de su órgano más vital. Y en la barra, le pido un whisky del más caro a la camarera castaña, corredora de fondo de la vida de este cuchitril.
Y en la mesa me lo bebo mientras la miro, mientras la miro a ella, a un whisky sólido que también me mira a mí bebiendo té negro. Y ambos nos bebemos, nos saboreamos, paladeamos nuestros cuerpos ejerciendo en nosotros la violencia que sólo puede ejercer quien aboga por terminar con la vida de algo. Sin palabras, nos bebemos. Sin palabras, nos marchamos. Y sin palabras, seguimos con esta mierda de espiral vital.