¿Qué significará el tiempo sin relojes?

sábado, 28 de diciembre de 2013

ese reloj se está tirando a mi esperanza


la opción. ¿cuál es?
la opción.
la opción de recuperarte, de volver a ti como si fuésemos imanes de polaridad opuesta.
y, sin embargo, mientras intento sacar fuerzas de flaqueza, calculo mentalmente la tormenta de acontecimientos que estoy apunto de desencadenar.
tú, yo.
tú yo.
tuyo.
yo qué sé...
creo que tenderíamos de nuevo hacia abajo, que no merecería la pena. que quizás al principio el cemento cuajase, pero más tarde volveríamos a tirar para librarnos de lo que nos une y desligar nuestros ciclos vitales. me mentirías un poco, y yo te colaría historias de ésas que mi cabeza produce para que no te aburras de las curvas de mi montaña rusa. nos inventaríamos de nuevo una realidad, y crearíamos, imaginando, un mundo en negativo en el que pudiésemos cambiar nuestra composición atómica para no ser los mismos pero, a la vez, serlo. y contaríamos las baldosas del cielo. catalogaríamos las flores que brotan en la acera. me reiría de ti un rato, y tú te reirías conmigo.
me deslumbra la posibilidad de acceder, de nuevo, a ti. o a nosotros, a lo que creábamos. a aquel universo alternativo que solamente era tuyo y mío, que se regía bajo nuestras normas nunca escritas pero totalmente interiorizadas. lo admito, quizá sería terriblemente acogedor volver a meterme bajo los rayos de tus pupilas. sería inefable permitir que fuésemos ambos quienes moldeásemos, como conjunto, nuestras vidas. es difícil, aburrido hacerlo sin ti. no. quizá no. quizá no es difícil hacerlo sola, sino que hacerlo contigo me parece una opción fácil, factible.
sin embargo, llegaría una bajada y volveríamos a tomar constancia de que el mundo en negativo comprende exactamente los mismos defectos, las mismas virtudes que el mundo real. dar una vuelta completa no importa, porque todo vuelve a su cauce. quizás al principio todo parezca distinto, pero todo se dilata con el tiempo, y el más mínimo fallo, la más mínima desviación en el camino se convierte en grande con el correr del reloj..
hay dos líneas paralelas. dos vías paralelas. y, en un arranque, las giro. 180 grados. les doy media vuelta, de manera exacta, medida, obsesiva. y mis vías no se juntan. quizás, si las mareo y les doy vueltas, pueda llegar a pensar que lo que veo es un círculo y, a causa de la velocidad, las propias líneas piensen que se tocan. y quizá rían, y lloren de alegría, y acaricien el aire, y conviertan esos instantes en vida, y giman y tiemblen y se retuerzan pensando que, entre las vueltas, están follando. pero, al parar, las líneas vuelven a mostrar su apariencia original. jamás van a tocarse. por mucho que anden, que crezcan, que tiendan hacia arriba, hacia detrás, hacia la izquierda, nunca, jamás se rozarán...
su distancia jamás disminuirá.
tú y yo somos así, ¿sabes? somos paralelos. cuando estamos juntos, damos tantas vueltas que nos mareamos, nos desconcertamos y nos embutimos en ese cuento, en esa realidad ajena que nos inventamos y que hacemos nuestra. y, mareados, no sabemos qué ocurre. así que nos ponemos en el mejor de los casos, y pensamos, atolondrados, imbéciles, terriblemente gilipollas, que esto tiene sentido. que podemos. que por fin hemos llegado a tocarnos, que hemos conectado, que nos hemos vuelto anillos con un pequeño roto por el que juntarnos y no aros herméticamente enteros y terriblemente solos.
entonces, ¿de qué sirve la opción? ¿de qué me sirve recuperarte un rato, girar como una loca y arquear la espalda en un plástico orgasmo que después me deje dando vueltas, desajustada al mundo real? ¿qué importa que me divierta el giro si después me caigo al suelo?
somos líneas paralelas, y lo malo del razonamiento es que, utilizándolo, podemos adelantarnos a lo que la experiencia va a enseñarnos. podemos saltarnos el paso, dejar de cometer errores simplemente basándonos en un razonamiento que parta de leyes ya demostradas, de conceptos refritos. no me hace falta girar para saber que voy a marearme, y no me hace falta correr hacia delante como una imbécil para corroborar que nunca llegaremos a tocarnos de verdad.
razono...
y me doy cuenta de que será lo mismo que haga uso de mi opción, porque volveremos a crear imágenes de mentira y, al final, terminaremos con las manos vacías y llenas de arañazos. puedo adelantarme, y mientras hago acopio de fuerzas, desisto. no es cobardía. es inteligencia.







(Quiero añadir,
por el bien de tu salud mental,
que "a bocajaro" significa que no he tocado el texto.
Escribo, cuelgo,
y como salga el desvarío)



martes, 3 de diciembre de 2013



¿te has dado cuenta?
esa etiqueta, esa simple imposición social nos jodió. esa pizca de memoria ajena, ese inefable conocimiento del mundo nos puso la zancadilla.
y lo peor es que, aun habiendo llegado a esta conclusión, soy incapaz de desligarme de ello...

domingo, 1 de diciembre de 2013

99



Querer escribirte. Que se alineen los planetas o agujeros negros y yo sea capaz de agarrar un folio en blanco y convertirlo en parte de nosotros. Querer escribirte, querer que me leas. Ambicionar el movimiento de tus ojos sobre el producto de la oscilación de mi mano derecha, sobre la caricia que, sin acariciar, ejerzo sobre el lienzo. Desearlo. Desearte. Desearnos.
Más allá del deseo existe la aspiración de querer.
Te escribiría, hoy, que estoy abajo. Que el sillín se mueve demasiado. Que la barra de seguridad amenaza con ceder. Y yo siento vértigo. Un vértigo maldito y asqueroso que me muestra sutilmente que siento deseos de caer. Te escribiría que hace mes y medio que no bebo café porque no soy capaz de consumir nada que amenace con mantenerme despierta. Porque sólo cuando sueño soy capaz de pensarte como un ente y no como un concepto. El concepto de mis ojeras.
Podría escribirte la historia de mi vida. Cómo nací, cómo crecí y me convertí en la zorra que tiene que reprimir el impulso de quemar tus cartas. 
Te escribiría que te necesito. 
Te contaría que me dueles.
Sin café, sin nicotina, sin alcohol, sin ti. Sin mí.
¿Qué te escribo, si me faltas?
¿Qué te cuento, si no pienso?
Me gustaría a veces poder volverme de tinta y pegarme al papel, quedarme solapada para siempre con la creación de mi parte emocional para no ser jamás de mentira...
Me gustaría a veces poder hablar conmigo misma, escribirme cartas sin recordar que las he escrito y sorprenderme al ver un sobre en el buzón. Y así poder trasladarme conceptos sin atorrollarlos por el hecho de haberlos consumido ya al darles forma, de ser prosummer. Poder escucharme. Que mi habla no esté contaminada porque mi cerebro sepa lo que quiero contarme antes de verbalizarlo. Y sin embargo, hablar contigo quizá sea la forma más cercana.
Querer escribirte. Querer que me leas. Querer leerme. Querer que me escribas.
Y sentir el vaivén...

retales


1.
a veces me canso y me entran ganas de olvidarte, de sacarte de mis nudos y robarte mis sonrisas.
pero pienso, entonces, qué coño sería de mí sin tus tardes de alto voltaje,
sin tu azul eléctrico
y el aura que desprendes y que cambia la composición atómica de todo lo que pende en el mismo aire que tú.
me imagino sin ti y me analizo contigo,
me visualizo antes de ti y me recuerdo contigo.
y aquel primer libro, aquellas palabras que unieron nuestro habla e hicieron boom...
tú,
yo,
ajenos...

2.
y que me duela.
me importa una mierda que me duela, porque allí donde nace el dolor se encuentra la honda cicatriz de lo vivido.
que me duela. que me vibre la cabeza de pura impotencia. que raye en lo insoportable y mis pupilas chillen tacos. que el dolor se dé prisa y acuda en el preciso instante en que el golpe es dado para que mi cerebro hilvane golpe y dolor,
escenario y sujeto,
vida y vida.
que me duela y que recuerde tu cara inflingiéndome dolencias. que me quede claro que lo importante de una herida no es la marca que queda en la piel, sino el instante en que ésta es dañada. que me quede claro que mis cicatrices nunca serán tan mías como de quien me rasgó el cuerpo con uñas de león.

3.
ya no tienes en mí ese efecto desolador del alud que solapa mi existencia y la del suelo.
ya no me calcinas la vista ni haces que se me hundan las pupilas en una negrura superior a la absoluta;
la de tu pelo.
ya no me muestro pendiente de tu acento, de tu voz que se enreda, del color de tus palabras y tu mala memoria.
y tu caminar ya no nubla mis sueños, la parte más oscura de mi subconsciente. ya no me pregunto, tonta y muda, qué quiero de ti.
y es que me he zafado de ese infierno de cuestionario,
la inefable lista de preguntas que día a día me pasaba por un resquicio de la jamba de mi puerta
y que naturalmente me negaba a contestar sin evasivas.
he tumbado mis fronteras y ahora, como el pirata, soy libre y no tengo patria.

lunes, 18 de noviembre de 2013



quiero imaginarme mi vida sin ti, pero de verdad que no quiero. y quiero hacerlo, pero no quiero, y quiero querer, pero ni quiero ni quiero y ojalá quisiera, pero quiero. 

domingo, 17 de noviembre de 2013

vida


-No creo en problemas. No creo en dificultades, ni en heridas, ni en perjuicios; ni siquiera creo que exista un sufrimiento objetivo, un hecho que, sin importar la vida en la que se plante, pueda joder una existencia, tanto la del jeque indio como la del hijo del kiosquero. Así que no vuelvas a preguntarme, por favor, qué problema tienes. Porque así lo único que consigues es que te mire y me entren ganas de tirarte el café encima. Sí, y no me mires con esa cara, joder, que sabes que puedo hacerlo. No hay ninguna ley física que impida que mi mano, ésta que levanto ahora, agarre la taza por el, ¿cómo se llama?, ah, sí, agarradero, ¡qué casualidad!, y la mueva de una manera determinada y, gracias a la gravedad, la fuerza y la inercia, vaya todo a parar a tu pecho. El caso es, en fin, que no tienes ningún problema. Ni uno solo. ¿Y sabes por qué? Pues porque eso a lo que tú llamas problema, agravio, contratiempo, disgusto, contrariedad, obstáculo, impedimento o traba, se llama, simplemente, vida. O aprendizaje, como quieras. Y es el aprendizaje más especial de todos, porque a medida que lo aprendas, lo utilizarás. No existe diferencia entre la aplicación y el momento de asimilarlo; todo va unido, cosido. Y a medida que aprendas algo, aparecerán nuevos muros; y lo que debes hacer con los muros es, sin duda, saltarlos. Porque más allá del cemento siempre hay existencia, y la palabra ‘obstáculo’ no deja de ser sino una excusa para empequeñecer las posibilidades y volverte ínfimo para caber en cualquier rincón y así descansar. Descansar sin haberte cansado. Así que intenta que eso a lo que llamas ‘problema’ en realidad sea un simple capítulo de tu historia, que no se convierta en un impedimento, que te haga crecer, aprender. La vida, al fin y al cabo, es un cúmulo de experiencias, y nadie ha especificado jamás que las experiencias deban ser, por manual, satisfactorias. A veces toca joderse, y el simple hecho de que yo ahora te lance el café encima te enseñaría a quitar las manchas de una camisa blanca. Y si no saliese, aprenderías que no debes quedar conmigo llevando tus prendas de gala, y mucho menos si me vas a preguntar gilipolleces y después me vas a mirar con cara de culo, así, como si no quisieras que te conteste. ¿Para qué preguntas si después te asustas? O, mejor, ¿para qué te asustas, si tú has preguntado?... En fin, que no tienes ningún problema, y te pido por favor que te jodas y que sientas el dolor, que supures esperanza y crezcas con cada paso, pero que tus pasos sean rápidos, concisos, que no pegues nunca los pies al suelo más de lo inevitable. Porque, y vuelvo a incidir en la física, la única manera que cualquier cuerpo tiene de desprenderse un poco de la ley de la gravedad es correr, levantar los pies del suelo y no pararse; convertirse en un ente frenético que luche y ande y corra por decisión propia y no porque cualquier ley estúpida se lo imponga. Porque, ¿sabes?, yo podría tirarte el café. Una ley cualquiera me permite hacerlo. Pero no me da la gana, y ahí estás, seco y tranquilito. No te toca ahora aprender cómo lavar la ropa, sino cómo no ser el clip que se mueve tal y como dicta el imán. 

jueves, 14 de noviembre de 2013

de agua.



Cae una gota. Se desprende del grifo. Es un parto rápido, sencillo, antinatural. Es imposible comparar la porosidad de este fin de una tubería mohosa con una cascada de aguas en eterna combustión. Cae sobre el vaso, rebota y se funde con el agua. Y pasa a ser agua, también. Cae otra gota. Y otra. Y más. Y ya la gota primaria no significa nada, porque he visto tantas que, cerrando los ojos, también puedo ver el proceso. Y a cada gota el vaso se llena un poco, y al final rebasa, y al final todo termina por explotar porque vivimos en un recipiente que no tiene más escape que el superior. Y al escape superior, déjame decírtelo, sólo se llega llenando, llegando al tope, reventando...

jueves, 7 de noviembre de 2013



has vuelto a reír, has vuelto a soñar, has vuelto a acurrucarte a los pies del mundo y a disfrutar de su vaivén, de su descontrol, de su humanidad.
has vuelto a ser tú; has vuelto a creer; has despegado como los aviones, contra el viento.
no me importa el pasado, quien fuiste antes, el contenido de aquello que tuviste que superar y la sangre que manó de tus pies al andar.
me importa que lo hayas superado, que hayas echado a correr con tanta fuerza que hayas dejado atrás algo de lo que no podías huir, pero sí poner distancia.
y te doy las gracias, hoy, ahora, por enseñarme que las sonrisas vuelven a brotar como las flores en las grietas de la acera.

viernes, 1 de noviembre de 2013

de beber

Hace crujir los dedos. Pestañea. Respira. Su corazón late. Sístole, diástole. La sangre hace slalom. Un tic inconsciente le recorre la pierna izquierda, que oscila en el aire como un metrónomo que marca los vaivenes, susurros y gruñidos que el reloj no se atreve a mostrar. Sus ojos se cierran y le miro las pestañas, y no consigo ver la sombra de aquellas lágrimas que horas antes, según me cuenta, estuvieron ancladas a esos pelillos de pincel. Mueve las manos, corta el aire con los dedos, desvía mi mirada y la lanza hacia el reloj. Pero no, yo me niego, me niego y me concentro de nuevo en el proceso de normalidad de su cuerpo.
El café está caliente. Arde. Y el aire acondicionado, demasiado frío. Y a veces los contrarios no se compensan, porque la lengua ardiente y los pies gélidos están demasiado lejos.
“Querido Víctor”, pienso, “quiero verte de nuevo”.
Si no me habla, juro que grito.
-¿Quieres? –dice, como si me leyese el pensamiento, ofreciéndome su taza de té negro hindú.
Observo la taza. Oscuras olas coronan el líquido debido al movimiento que ella, motor de este stage, realiza.
Quizás yo sea una taza de té, de té muy negro y lleno hasta las trancas de azúcar, que se revuelve despacito si unos dedos de pianista alzan el recipiente en el que el mundo me contiene para que no me desborde.
-No, gracias –suelto, y me convenzo de que beberme a mí mismo no debe ser para nada ético.
Sonríe.
Ella es whisky, un whisky caro, exclusivo, de ésos que no vas a encontrar en la estantería de la casa del abuelo. También la moldea un vaso o una botella, un recipiente con forma definida que calca esa silueta en la esencia de lo que contiene. La define el mundo o la vida o esta ciudad asquerosa, la define y cuando alzan el vaso se turba la tranquilidad de sus aguas y todo, por un instante, se revoluciona. Y si alguien pega los labios al vaso, si alguien se atreve a consumirla y a meterse en el cuerpo un líquido precioso, echando a perder el esfuerzo de fabricación en un acto muchísimo más simple y precario, si alguien se atreve a beberla, será ella quien haga oscilar todo y llegará la embriaguez. Revolverá a quien la hizo cambiar de estado. Y después llegará la resaca.
Me pongo en pie y muevo los pies siguiendo lo que yo supongo como el lub-dup de su órgano más vital. Y en la barra, le pido un whisky del más caro a la camarera castaña, corredora de fondo de la vida de este cuchitril.
Y en la mesa me lo bebo mientras la miro, mientras la miro a ella, a un whisky sólido que también me mira a mí bebiendo té negro. Y ambos nos bebemos, nos saboreamos, paladeamos nuestros cuerpos ejerciendo en nosotros la violencia que sólo puede ejercer quien aboga por terminar con la vida de algo. Sin palabras, nos bebemos. Sin palabras, nos marchamos. Y sin palabras, seguimos con esta mierda de espiral vital.

lunes, 28 de octubre de 2013




soy IRREMEDIABLEMENTE mía.

sábado, 26 de octubre de 2013

26

 ...y el sol en tu cara, y tu cara en mi vida, y mi vida en tus manos, y tus manos en mi pelo, y mi pelo en mi cabeza, y mi cabeza en cualquier parte...

Esta calle fría no me entiende. Qué va. La vieja que vende pulseras no me entiende, la niña tirada en el suelo no me entiende, el perro que mira la mosca no me entiende (y qué decir del bicho), el camarero de rojo no me entiende, el muñeco del semáforo no me entiende, las caras de los candidatos a futuros chorizos en los carteles de la campaña electoral ni siquiera saben qué es entender. Qué ajena soy hoy al mundo, y qué ajeno me parece éste con su eterno runrún y sus vueltas que nadie siente pero que están ahí. Como todo, como todas las verdades metafísicas que nos machacan la cabeza pero que no podemos ver, ni tocar, quizás ni siquiera sentir. Y joden un poco. Machacan. Pero no se captan, no se entienden. Y es que estamos solos, solísimos, porque nadie es capaz de bucear en un cerebro que cubren huesos y sacar, con la mano alzada, la verdadera esencia del ser. Y no hablo del ser en general, de la Idea platónica del Ser, hablo de cada ser, de cada pequeña, milimétrica reproducción de un ser original que no sé de dónde coño ha salido pero que no entiende a nadie. Porque ni en el iris, ni en las manchas blancas de las uñas, ni en los reflejos del cabello al sol, ni en la comisura de los labios, ni en los dedos de los pies veo ni un ínfimo atisbo de lo que la piel siente y no siente. No veo manchas cuando el alma sangra, no veo heridas cuando se rasgan las ideas, no veo estigmas cuando falta coherencia. Y entonces, ¿cómo podemos atrevernos a sentir sin que el cuerpo no los pida? ¿Cómo pensamos, cómo somos tan jodidamente valientes para empujarnos a mirar más allá de lo que el cuerpo nos impone? Cuando el cuerpo está ahí, cuando es la cárcel, cuando no podemos librarnos de él y si nos castiga también nos mata el ser. ¿Cómo podemos ser más que biología, si no somos capaces de entendernos porque en lo visible no se expone lo que de verdad importa? Ni la calle nos entiende ni entendemos lo que la compone, y somos culpables de considerar en el mismo orden una farola y un viandante. Y la farola no piensa, a la farola no se le queman las entrañas cuando tiene que huir para conservar la dignidad. La farola ni siquiera tiene dignidad, aunque no lo parezca cuando lloramos porque alguien le ha tatuado una frase de enciclopedia.
No nos entendemos porque somos cuerpos y cuesta mirar más allá de lo que somos.
Pero también somos alma, supongo, y quizás estamos un poquito ciegos y por eso no somos capaces de ver el espíritu, el alma, lo verdaderamente importante, lo que nos posibilite entendernos y termine con los millones de partículas de egoísmo que corren sobre la Tierra y nos muerden las uñas para que no nos quede ni siquiera ese consuelo.

Pero, ¡joder!, esta calle no me entiende...

jueves, 17 de octubre de 2013

piroescupitajos



querido inentendible:
me pregunté, hace tiempo, qué querías decir cuando callabas. qué significaban aquellas palabras que no se tornaban palabras y se asían al espacio y al tiempo como una hoja de ruta que yo debiera seguir al dedillo. no podía evitar convertir en peonzas aquellos silencios plomizos. y es que déjame decirte -¿puedo? me importa un pimiento- que no es tiempo para esos silencios. tictac, tictac, con t de 'ti' y sin s de 'silencio', con i de 'irrisorio' y a de 'ámbar'. ámbar, ambiguo como cuando aparece en un semáforo y el ser humano medio no sabe si acelerar como un condenado o frenar despacito para que quien espera, con los pies clavados en el suelo, al hombrecillo verde que camina y corre, corre y camina en un mundo de fondo oscuro, pueda tomar la inefable decisión de echarse a andar. 'amb', de ámbar y ambiguo, de silencios de semáforo que no tienen cabida ahora porque es irrisorio romper a gritar, a quemarse la garganta en piroescupitajos que se hilvanen. ¿cómo callarnos, cómo silenciar nuestras cuerdas vocales, cómo dejar de patalear cuando necesitamos que nos rodee precisamente un ruido que nos haga soñar? necesitamos la palabra como el aire, el habla como la respiración, la comunicación como fosas nasales. a mí, a veces, me gustaría no callarme nunca. y te reirás, porque me llamabas cotorra. ya me lo imagino. pero es la verdad, porque quiero incrementar el ruido que deje constancia de que estamos aquí, de que existimos, de que somos humanos, de que podemos tirar del hilo para descosernos la boca y no someternos a nada que tenga que ver con el verbo 'someter'. es tiempo de hablar, de gritar, de comunicarnos, de hacer ruido. pero, como todo, a veces hacer ruido es difícil, porque un ruido hueco, vacío, lleno de nada no es producente para quien lo crea. a veces revientan los oídos de oír demasiado y no escuchar. por esto necesitamos que las palabras tengan sentido más allá de la lengua, que no sean sólo vocablos conocidos sino también partículas con sentido, mensaje y contenido. palabras que despierten algo, que organicen, que piensen, que unan, que transmitan, que comuniquen. palabras que se pegan a los muros de cabecitas demasiado llenas o demasiado hinchadas y, calcinadas, se niegan a salir; pero, ¿sabes? la valentía sirve de espátula, ayuda a despegar lo que ya de habitual es casi parte de la cocina cerebral. necesitamos palabras, no meros sonidos vacuos, pero palabras que pesen y a la vez eleven y nos conviertan en algo más que trozos de carne, huesos, sangre y posesiones. palabras que frenen la cosificación de un ser humano dispuesto a coserse los labios para no tener que comunicarse de veras, sólo sonreír en una muestra de finura y protocolo que no rasga papeles ni rompe injusticias. y es que el mundo nos pide llenar los espacios que dejan los silencios y convertirlos en útiles, volverlos dúctiles y hacerlos nuestros para crear una conciencia colectiva mediante este ruido que nos haga entendernos y hacernos ser conscientes de que sí, existimos y no estamos solos. un ruido que, a la vez, frena la desaparición a la que pueden someternos por la bonita costumbre de decir sí -conozco gente con problemas de cuello de tanto asentir, que no sentir- y meternos las manos en los bolsillos. en la palabra de verdad está la salvación, la alarma, el camino. no es tiempo de silencios, no es tiempo de callar y asentir. hoy es el día del grito.
entonces, ¿qué te voy a decir de tus silencios? ¿qué puedo decir de los huecos vacíos en el ruido organizado que mueve las montañas? ¿qué puedo decirte si no es que te equivocas queriendo que tus silencios sean palabras y tus palabras silencios? los silenciadores son para los vehículos motorizados de dos ruedas. piensa, piensa y dilo, piensa y sé humano, y habla y susurra y grita porque no hay máquina de comunicación más perfecta que el ser humano dispuesto a ser entendido. y es que es una necesidad, básica y necesaria, mortal e imprescindible. no es tiempo de silencios. que no haya máscara dispuesta a hacer que sigas callando, porque créeme, hoy el silencio es un virus. y se te mete dentro.

miércoles, 21 de agosto de 2013

astronomía



miro tu foto, me doy el tiempo y el espacio para mirar tu foto un instante antes de clickar la "x" y que la marea de píxeles se disuelva, antes de que el contenido de mi pantalla cambie y vuelva a mostrarme algo totalmente ajeno a ti. pero miro tu foto porque ahora los píxeles te recrean a ti, son como un minúsculo collage de granos de arena que recrea la silueta y el relieve de tus facciones. y veo tu nariz, la montaña de tu cara; atisbo tu boca, la perfección trasmutada en labios, en carne y en rojo, en las ventanas de una garganta raspada de tanto guardar el habla; oteo tus pecas, píxeles oscuros de tu cara y tu piel, la tecnología en la maravillosa recreación de una playa, arena y piedras; diviso tus ojeras, profundas cicatrices de tus superficiales noches sin dar tregua al incesante movimiento de tu mundo; acecho tu cuello, la pálida piel que asoma por encima de esa camisa tan fea, tu garganta a la que corona un pequeño alien que piensa si ahorcarte, sí, hay quien lo llama nuez; espío tu piel, tus poros, la marca de tu afeitado mal hecho. miro tu foto, contemplo tu imagen, ésa que decías que era sólo carne, ésas de la que querías que no me fiase porque las viejecillas te tomaban por una buena persona. y me maravillo con la magia de la tecnología, con el hecho de tenerte en mi pantalla, sonriéndome como si nunca me hubieses, ¿cómo se dice? ¿fallado o follado? qué importa, como si nunca hubieses escapado de la ebullición de mi existencia. cómo le habría gustado a julieta golpear con el dedo un óvalo de plástico y tener a su alcance todo un álbum de fotos de romeo, o a ulises poder contemplar el suave y lejano cabello de penélope estático en el tiempo, o a apolo poder ampliar sus recuerdos sobre el rostro de dafne antes de que tuviese ramas. qué magia la del siglo actual, con qué facilidad podemos evocar el rostro que nos partió la vida y observarlo o espiar lo que ya creíamos olvidado o tirarle dardos con la mente. y siempre está ahí, esperando tu visita, quizá provocándote, haciendo que te jodas al pensar que las pantallas no son portales de ciencia-ficción ni máquinas del tiempo, y el instante congelado en la fría superficie del pc te hace revivir en el circo de la mente tantísimas otras fotos que nunca tomaste... pero, ¿realmente puede esta marea de minúsculos puntos acercarse, de alguna manera, a ti? ¿te estoy mirando o fijo la vista en una falsificación, en la carcasa vacía de un hombre, en un simple cuerpo pegado a una foto que alguien subió y que yo bajo a mis suburbios? falta ese telescópico brillo de tus ojos, la estrella polar que me gustaba encontrar mientras te miraba muy de cerca y me concentraba en redescubrir los rincones de tu yo presente, y esa otra versión, la nebulosa de cuando te quedabas un poco ido y mirabas al infinito y parecías discernir el alma del aire o de los pajaritos de papel. quizá por eso mire tu foto, quizá por eso haya tecleado el nombre que al comenzar tu existencia te fue asignado, quizá no sea como todas esas veces que miré nuestras fotos mientras bebía una o dos o tres o cuatro o cinco o seis cervezas, tal vez éste no sea un arranque de nostalgia de ésos capaces de tumbar la muralla china y joder siglos de defensa bien planeada. podría ser esto una misión de reconocimiento, yo en busca de destellos en el cielo, sólo astronomía.

lunes, 19 de agosto de 2013

sobre Jane Eyre y radiografías



Hablamos, hablamos del oscuro caserón del señor Rochester, de la risa aguda que Jane oía en el pasillo, de cómo la mente puede jugar con el mundo y conjugarlo como un verbo, de cómo aquella muchacha de dieciocho años parecía tener treinta, de cómo el amor podía darse en las circunstancias menos adecuadas para nacer pero en las más propicias para cuajar si lo hacía, de una historia pasional de ésas que inspiran el correr de la vida. Hablamos de vestidos de época y de la hostilidad que una familia acomodada podía llegar a mostrar por la sobrina huérfana, y él intercaló aquella primera frase de Ana Karenina, "todas las familias felices se parecen, pero las desdichadas lo son cada una a su manera". Me contó que escribía pero que no había nacido para ello; se hacía radiografías del alma, dijo. Escribía como si tocase el piano, a la velocidad de la mente, la dejaba libre. Quizá como leer pero al revés: no adaptaba su vida al ritmo, sino que adaptaba el ritmo a la vida. Después lo leía todo despacito y volvía a meterse dentro lo que había echado a golpes del interior del pecho. Y aquella lectura le ayudaba a conocerse, a construirse a partir de quien ya era. 
Me olvidé de todo: del ruido, del sitio, del olor, del dolor de mis dedos, del tiempo, de lo injusto, de lo mío, de lo ajeno, de mis dramas, de mis comedias, de la eterna imposición en la que mi vida había mutado. Aquel muchacho parecía tener el don de vaciarme la cabeza hablándome de literatura. Y es que su lengua era pluma y el aire tintero, y yo miraba embelesada cómo se movía aquella boca de tapas duras e intoxicaba la estancia con el rumor de las vivencias no vividas.

miércoles, 24 de julio de 2013

acto y forma

Me pregunto si en nuestros objetos residirá nuestra presencia. Si es posible que, entre los hilos de la materia, quede algo, una pequeña hebra de la parte más pura de nuestro ADN. Quizá en los objetos personales, en los cercanos, en los que disfrutamos. Me pregunto si es posible tener cerca la presencia de una persona solamente teniendo entre tus manos un objeto al que ha mimado de forma bilateral. Puede ser, no sé cómo ni por qué, una especie de consuelo; pensar que ahí donde tú posas los dedos el dueño del objeto también los ha posado, y darte cuenta que tal vez de alguna forma y por algún desbarajuste del espacio-tiempo, rozas sus dedos al rozar la caricia de la que se deshicieron. Cerrar un libro ajeno y posar levemente los labios sobre el conjunto de hojas, sobre la historia cerrada, el mundo encerrado; girar el reloj de arena blanca que no es mío; escuchar un CD cuyas notas han llenado ya los oídos de alguien que también tuvo mis palabras embutidas en el cerebro; rozar el papel con un lápiz que alguien olvidó entre mis cosas; intentar arreglarme el pelo con una horquilla que alguien me prestó cualquier noche de ésas que se hacen pasar por día. Gestos, actos insignificantes pero que, de una manera u otra, te acercan a los dueños de lo que, casi sin querer, por un momento proclamas como tuyo. Ya alguien amontonó las páginas leídas, la arena del reloj ya se consumió marcando el tiempo de otro, alguien ya tarareó al ritmo de Dire Straits mientras el CD giraba y era golpeado por el láser del reproductor, el lápiz ya esbozó otra letra, la horquilla ya sirvió para que a otro no se le amontonase el cabello frente a los ojos.

¿Para qué queremos objetos si no es para mimarnos? ¿Qué coño me importa que La Metamorfosis quede bonito, tan fino y pequeño, en el estante si no voy a crearme un nudo en la garganta con la agonía de Gregorio Samsa? ¿Y no quedo yo dentro de ese mimo, del disfrute, como si el tiempo que he gastado arañándome la vida frente al papel se quedase grabado a fuego entre la tinta? ¿De qué me sirve la lámpara si la luz me importa un carajo? ¿No puedo evocar las mil y una noches que pasé con ella antes de que la obsolescencia programada terminase de cuajar, o los días que quise convertir en noche cerrando fuerte las persianas para aislarme y, como una línea paralela, no llegar a tocar nunca el mundo que me esperaba fuera? Es el acto, no la forma. Es la vida, no el tiempo. Y me pregunto si no es bonito llevar contigo un pedacito de las horas que alguien que consumió las tuyas gastó con un acto de ésos que le definen. Quizá sea mi única manera de recordar, de agarrarme al poste para que no me arrastre la marea. Quizá sea solamente una forma de clavarle las uñas al tiempo para que tenga piedad y no pase tan deprisa. Un plan no tan estratégico para que la corriente del río no me lleve tan deprisa hacia el mar.

¿Y si puedo reconstruir tu vida, a ti, a base de objetos que nunca creíste que necesitarías? ¿Y si el reloj de la mesilla de noche te define mil veces mejor que cualquier curriculum vitae? ¿No has pensado nunca que, al darle uso a algo, lo cambiamos para siempre? Exactamente como nosotros. Las personas, cuando somos usadas tanto por otros como por nosotros mismos, cambiamos. Nos volvemos más competentes o más experimentados o más hijos de puta, y nos vamos quedando marcados con todos y cada uno de nuestros pasos sobre cualquier tipo de superficie. Como los objetos. Tal vez, de alguna manera, no seamos más que ellos.

No sé si juguetear con un simple y fácil de encontrar moño rojo sea la forma idónea de evocar a quien me lo prestó y a quien, naturalmente, nunca se lo devolví. Al fin y al cabo, sólo es una coleta. Lo importante es el tiempo que se ha usado y el cabello que ha sujetado. Nada más. O tal vez sí importe que sea un moño rojo y lo otro sea un desvarío. Quizá sólo sea yo, que necesito ayuda para recordar y que, paradójicamente, necesito hacerlo para no perderme. Pero lo que sé es que siento más cerca mi vida y a los que entraron en ella con una fuerza de ocho en la escala Richter si me quedo un pedacito.

Me pregunto si no influirá en la composición de la pintura de uñas verde fluorescente del chino que alguien con quien el tiempo perdido era y es tiempo encontrado y yo pasásemos por delante y amenazásemos con comprarla algún día. Así, por reírnos, porque era fea. Quizá quien tenga el mal gusto de comprarla no se entere de que ese bote de pintura es también nuestro porque, aunque nunca fue de nuestra propiedad (y menos mal), disfrutamos de él. Y es que no es la forma, es el acto.

Las viejas llaves de mi padre siguen colocadas en el mismo hueco del mismo cajón donde las dejó. El llavero es rectangular, de metal y muy pesado, como supongo que deben ser los llaveros antiguos para poder ser calificados de medianamente viejos. “O'neill, Santa Cruz, 1952”, dice, lo primero con una tipografía azul que me hace recordar las olas, “Santa Cruz” en letra roja y cuadrada y la fecha dentro de una estrella amarilla que parece una explosión perfectamente calculada. Tiene seis llaves. Sé perfectamente cuáles son las de mi casa por la forma dentada, las dos con grandes picos hacia dentro que, desde que tuve las mías, me parecieron peculiares. El manojo de llaves lleva años en el cajón. Y sí, las llaves son perfectamente válidas. Hemos hecho decenas de copias, y muchas veces nos hemos visto en un apuro por no tener una llave de sobra. Y éstas seguían ahí, llenas de polvo, esperando quizá que a mí me diese un arranque de nostalgia y las sacase del cajón para hacerlas tintinear. Pero no es la llave. Me da igual hacer mil copias. Es el acto. Es él volviendo a casa y metiendo la llave en la cerradura. Soy yo corriendo a la puerta. Es él, cuando le conocía menos pero era más mío. ¿No puede un pedacito suyo estar sujeto a la parte dentada de la llave, como el tiempo que se congeló sobre el frío del metal cuando las llevaba en el bolsillo y salía del trabajo? ¿No es lógico que nadie se haya atrevido ni vaya a atreverse jamás a abrir la puerta con esa llave? ¿No somos un poquito lo cotidiano, los actos que repetimos día a día como si de una coreografía a cámara superlenta se tratase?


Me veo totalmente incapaz de conservar eternamente a quienes consiguen que se me dilaten las pupilas o que los lugares se vuelvan menos feos. Sin embargo, puedo guardar el acto que lleva implícito la forma y así, cuando doy la vuelta al reloj de arena, sentir que quien me lo pasó sigue delante viendo cómo la arena cae en un chorro no líquido hacia la parte baja, cómo pasan los tres minutos que contabiliza, y solaparme con ella durante 180 segundos para sentir que, de alguna manera, entiendo su rutina. Puedo quedarme con los pasajes subrayados de Diez Negritos, con el mimo, la mirada, la lectura, el segundo. Y es que no es la forma, es el acto. 

viernes, 5 de julio de 2013

tiempo poco fugaz



Me disparó. Lo único que hice fue dirigir la vista al cielo, y el azul de sus esquinas me trajo a la cabeza fragmentos de pedazos de trocitos de mi vida. No suelo arrepentirme de nada. Me obligo a no hacerlo. Me estrujo los sesos para ser capaz de pensar que las cosas que hago las hago por algo. Y así quizá pueda llegar a convertirme alguna vez en mi propia heroína, en la chica que no falla nunca. Pero acababa de fallar. La bala salió disparada como un pájaro de su pupila derecha y me perforó la piel (aunque tal vez pudiese parecer, en un perfecto mundo a cámara superlenta, que me acariciaba). Jamás supe salir de aquel segundo. Me quedé oscilando en él, nadando por sus canales, reviviendo una y otra vez la mirada que, en un suspiro, me condenó a una eternidad digna del filo de un caleidoscopio. Y aquel cielo al que dirigí mis ojos, armas descargadas de mi alma, no hizo sino apretarme el pecho, hacerme revivir (sin vivirlos) instantes de una vida que no iba a repetirse. No lo haría porque acababa de quedarme embutida en una escena muy fea. Y es que en vez de guardar el tiempo conseguí que el tiempo me guardase a mí.

martes, 18 de junio de 2013

Hay palabras que no merecen ser pronunciadas en voz alta.
"Adiós" es una de ellas.

lunes, 17 de junio de 2013

porque sí



Me dijiste una vez que todo tiene que terminar a su tiempo, que a veces no es bueno empeñarse en seguir con algo que ya no da más. Y aquí estoy yo, estirando tu ausencia como si aquello pudiese haber durado para siempre. Y es que a veces pienso que podríamos hacer retroceder las agujas del reloj y ser de nuevo simplemente tú y yo. Pero todo tiene que terminar a su tiempo, incluso eso. Me dejaste ir, nos dejamos ir, y decidimos no empeñarnos en seguir con algo que, créeme, agotamos.
Buenas noches, estés donde estés, hagas lo que hagas, quieras lo que quieras, pienses lo que pienses. Hoy no estoy guerrera. Tal vez ya empiece a ser la buena chica de la que quisiste haberte enamorado. O quizá siga siendo yo. Una buena chica no te escribiría precisamente a ti.

qué más da si es sin ti o sin mí





te quiero y me quiero;
tal vez no tenga nada que ver, quizá sea otro de mis líos cerebrales...
y es que tal vez nada de esto tenga sentido.
pero dentro de cada 'tal vez', de cada duda, hay esperanza.
dentro de cada 'tal vez' hay otro más pequeño, la otra cara de la moneda, la cara oculta de una luna que brilla con luz propia y arrincona el desasosiego en una esquina del espacio.
y así, dudando incluso si dudamos, preguntando por qué igual que los niños pequeños, siendo precavidos, dejando un pequeño margen por y para nosotros, obligamos a crecer a la esperanza.
va cumpliendo añitos, celebrando logros, madurando, rompiéndose la cabeza en resolver los puzzles que nos coloca cada período de tiempo, corre, destraba las esquinas del tiempo, cumple sus sueños, olvida sus dramas, vive, se abre paso, recorre su camino (¿con o sin brújula?), salta obstáculos.
y empieza y pasa la vida gracias a aquel 'tal vez', a aquel 'quizá' que convirtió la más deprimente de las oraciones en un conjunto de palabras que llena los ojos de rayos de sol.
y todo por quererte y quererme,
por pensar que tal vez no tenga nada que ver, que quizá sea otro de mis líos cerebrales.
y es que dicen que todo pasa por algo.
te quiero y me quiero.
tú y yo somos la esperanza.

jueves, 13 de junio de 2013



¿Y si te enseño a caer?

Quiero decir, soy totalmente incapaz de enseñarte eso que siempre predicas no saber. No puedo enseñarte nada inútil, nada con lo que llenarte la cabeza para nada.

Y es que yo de cosas inútiles no sé (si eliminamos lo que sé de mí).

¿Te enseño a caer? De eso sí que sé. Y tal vez te pueda enumerar cincuenta y dos formas de levantarte del suelo. O quizá sólo quieras aprender a caer como las gotas de lluvia.

No lo sé.

El caso es que caer es una arte y levantarse solamente es la admiración de la obra que creas con cada traspiés, es ser capaz de volver a ponerte a disposición del efecto de la gravedad. Ponerte de pie es prepararte para caer de nuevo. Y el caso es no quedarte en el suelo esperando que sea el mundo quien te levante.

No, eso no.

Debes hacerlo tú.

Y a base de repetir aprenderás a apreciar el arte de la caída, del descontrol, del vaivén, del mareo, el arte de tropezar.

A caer ya te enseño yo.


jueves, 6 de junio de 2013

manifiesto del que llueve




Caigo en picado desde el filo de mi casa de algodón. Y a mis pies veo que el mar está gris; no hay olas ni barcos que rompan con la armonía del eterno gigante que siempre espera una revolución. Me deslizo entre el aire que, juguetón, me abre paso entre sus cuerdas y me susurra bajito que allí abajo está la vida. Y sobre el mar, justo ahí, donde no hay olas, aterrizaré. Descansaré sin descarrilar sobre las aguas grises que reflejan lo que ocurre en las alturas; y volver, respirar, fluir... 
A mi lado, compañeros se desploman como yo en este viaje que podría llevarnos hacia el mismísimo núcleo de la Tierra o, quizá, hacia el agua. ¿Cómo no ser como ellos? ¿Cómo desafiar las leyes de la física y caer en el océano sin fundirme con gotas que, aunque viven de este ciclo, no tienen nada que ver conmigo? ¿Cómo estirar el tiempo y vivir en él y de él sin transfigurarme en el arquetipo de la gota que se vuelve agua que a su vez se vuelve mar? ¿Cómo no ser parte del todo? 
Así me deslizo, eterna y fría, fruto de la tormenta perfecta. Corro hacia abajo y, aunque no hallo una corriente de aire que me guíe, me abro paso entre el destino. Y es que es deseable caer y descansar sobre el mar aun sabiendo que volveré a ascender a las nubes, y quedarme flotando entre gemelos que no conozco y mirar los peces y jugar con las estrellas de mar. Pero, ¿y desafiar al destino? ¿Y si no quiero aquello que me imponen por ser quien soy, por estar abocada a desprenderme del mismísimo cielo? Quiero y no quiero, y por no desearlo, lo ambiciono. Y aunque pienso, sigo desplomándome y echo una mirada a mi ineludible destino. Me acerco cada vez más, centímetro a centímetro, y el mar sigue siendo gris y yo sigo estando viva. Y entonces, casi sin querer, con ojos de miope veo azoteas y carreteras que se unen y se separan, que parecen las venas de un cuerpo quieto pero lleno de vida. Es aquel océano que desde lo alto me pareció grisáceo; el destino. No hay mar, sólo yo y los edificios. A mis pies hallo historias, y me parece que sobre cada cubículo habitable se alza una nube distinta a la que me sirvió de alojamiento; una nube más traslúcida y tangible.

Cierro los ojos y me solapo con el muro del edificio más alto. Patino por sus ladrillos y ya no sé qué soy; escalo a la inversa y, cada vez que me topo con un cristal, siento frío y veo el origen de esas nubes cotidianas que sólo vemos si aprendemos a mirar. Diviso dolor, angustia y amor; vacío, indecisión y esperanza; partículas que evitan un destino que les fue otorgado nada más ser extraídas del cuerpo caliente que les dio la vida. Me deslizo, lo hago con lentitud, saboreando el momento, acariciando el hormigón. Desconcho la pintura, marco las paredes, dejo mi huella. Y cuando llego al asfalto, cuando la vida se me vuelve horizontal, cuando las corrientes me llevan por las venas de la ciudad, tomo constancia de que esquivé el destino al que me orientó la naturaleza. O quizá me evitó él a mí. O tal vez, sólo tal vez, siempre estuve equivocada. Termino así, sobre la carretera, sin ser una más. Siendo sólo yo.

miércoles, 5 de junio de 2013

el arte de sentir

Y, quién sabe, tal vez todo esto sea una tontería. Pero un día -uno bueno- me di cuenta que sientes demasiado. El hecho de que me dé cuenta verifica precisamente mi teoría; a veces, y sé que sin querer, los sentimientos se te agolpan -muy ruidosos- en el filo de los poros y tú, incapaz de guardártelos de nuevo, los dejas salir. Ellos ascienden libertarios por el aire que ocupa el radio de acción de todo tu ser; suben, corren, galopan, te marean. Y es que cuando quieren salir y fluir y volar por el mundo como pájaros que no tienen alas ni plumas, cuando se amarran la cuerda y la lanzan al exterior esperando que se agarre a cualquier roca más dura que tú, justo en ese momento, crecen. Crecen, lo hacen deprisa y sin pausa, crecen corriendo, como sólo ellos saben hacerlo; se multiplican y brotan de lugares insospechados y se unen con la cinta adhesiva del autoengaño. Y entonces, de repente, ya no caben dentro de ti. Lo único que puedes hacer es dejarlos salir. Es en ese momento cuando dejas patente que eres de sentir y callar, de guardártelo todo en los bolsillos que el cuerpo no deja ver y, cómo no, sentir. Sentir mucho en poco tiempo.
¿Podría alguien, en una de esas fugas sentimentales, robarte un pedacito de eso que dejas ir con facilidad y fragilidad? Yo querría. Tal vez para comprobar cómo es sentirlo todo de golpe y seguir teniendo tiempo para aparentar que aquello que te oprime los párpados no es más que creatividad. Querría. Pero no tengo pasamontañas ni saco; sólo tengo córneas y un sueño por el que mereció la pena pasarse la vida en una eterna fase REM (Rapid Eye Movement, quizá lo que me haría falta para robar algo que va más deprisa que yo). ¿Podría yo recibir un poco de ese sentir, de ese dolor agudo, y guardármelo para siempre como un souvenir del interior de tus costillas? Querría.

martes, 4 de junio de 2013

¿sabes?


Me refería a vivir de puntillas para tener los pies un poquito más lejos del suelo.  
 

dos


Esa pregunta que parece parir preguntitas, que me muerde, no es más que la acusación que siempre llegaba a mí. "¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti?". Y es que a veces necesitamos echarle a alguien la culpa para sacárnosla de dentro.
Lo sé perfectamente. Tú no sabes una mierda de mí. No tienes ni idea. Sigo siendo para ti la chica fría, racional, continúas haciendo gala de aquel argumento rancio mío de "todo lo que hago es por algo". Exactamente lo contrario a lo que soy.
Ni pienso en ti cuando me rompo ni me rompo cuando pienso en ti. Pero me obligo a intentarlo. 
 

uno



Hoy vengo a hacerte preguntas.
Una, en concreto; llevo tanto tiempo masticándola que ya parece abarcar más de lo que debería.
¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? 
¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? ¿Pienso en ti cuando me rompo o me rompo cuando pienso en ti? 

jueves, 30 de mayo de 2013



Te llevo siempre en esa canción,
y cuando te necesito, con una voz ajena te hago viajar de nuevo al interior de mi cabeza. 

sábado, 25 de mayo de 2013



Conozco personas capaces de deshacerse de los golpes al momento. La vida les jode y ellos, ¿qué hacen? Lanzan una sonrisa, así, de ésas con flash, y siguen con lo de siempre. Y lo peor de todo no es eso, no. Lo peor es que, aunque borren las patadas y putadas, aprenden de ellas. Aprenden y resetean, o resetean y aprenden. 
Yo no soy así. Me caigo, me caigo y me caigo y el dolor de la caída se me queda para siempre grabado en el hipotálamo; pero, aunque el recuerdo del arañazo se repita y se repita, vuelvo a dar un traspiés. Y, cómo no, me caigo. Llevo aprendiendo a no caerme desde el 95; más de 17 años de curso intensivo y todavía no llego al cinco. 
Díganme la receta o me pongo ahora mismo a romperle las manillas al reloj. Tal vez así, sin tictac, no tenga tiempo de volver a rasparme las rodillas. 




Error 404: ganas de ti not found

martes, 21 de mayo de 2013

color limón




Quizá llevasen meses planeando aquello. Tal vez el plan hubiese nacido en el mismo instante en que la cabecita pensante que decidió llevarlo a cabo fue extraído del cuerpo caliente y siempre afín de su progenitora. ¿Qué era, el destino, una infamia, parte de la vida o un instante que alguien arrancó de sus canales? 

Habían acordado la sucesión de los hechos. Quizá la hubiesen repasado con insistencia por culpa de un tonto llamado Antonio que, rascándose la coronilla con el dedo corazón, predicaba a viva voz que no entendía una mierda. Y aquel repaso pudo haber conducido hacia la perfección más macabra del glosario. Habían buscado el lugar. Habían cogido el coche y, esquivando semáforos en rojo, habían conducido como serpientes que se deslizan hasta esta caja con pinta de purgatorio de la que ya me avergüenzo. Quizá días, semanas, meses, años; quizá toda la vida definiendo los parámetros de un día que, para ellos, estaba marcado en rojo en catorce calendarios.

Y nosotros bebíamos y comíamos y veíamos pasar la vida con la dignidad de los que nunca pensaron que temerían perderla. El bar se llenaba de gritos, risas, conversaciones dispersas y dispares que se unían como notas musicales y convergían en una melodía solamente digna de una fiesta sin supervisión parental. Los insultos danzaban con las palabras de cariño, las injurias corrían de la mano de las alabanzas a la decoración, los ya borrachos habían entrado en ese estado en el que la inteligencia prima en las conversaciones y sube como la espuma hasta que, como siempre, araña el gotelé del techo y se queda ahí a hibernar, yo alzaba el vaso lleno hasta los topes y reía sin pararme a respirar. Éramos ajenos a la realidad que condenaba el panorama exterior al local y que se acercaba a nosotros segundo a segundo, a golpe de rueda. Distantes, felices, borrachos.

Olivia agarraba su improvisado vaso de plástico rojo y se lo llevaba con sumo cuidado a los labios. Ingería el líquido como una señora, haciendo gala de su siempre innegable finura que contrastaba de forma casi tosca con la melodía terrenal de nuestra nueva pecera. Yo, tonta, inestable y ya con fuego en las venas, me llenaba la cabeza con la idea de que los labios de la chica eran exactamente del mismo color que el recipiente. Y entonces, cuando su garganta dejó ver que tragaba, el ruido eliminó cuatro de los cinco sentidos.

Llevaban tiempo viajando hacia nosotros, tiempo preguntándose cuál sería la mejor manera de entrar, la mejor manera de terminar con todo, tiempo con la certeza de que lo harían a sangre fría agarrada con las uñas al interior de las pupilas. Y nosotros, que habíamos bebido hasta tener que demostrar cuánto a base de carcajadas, ni siquiera gritamos. Y después seguimos callando.

lunes, 20 de mayo de 2013

baja, cae



un segundo y ya no hay nada









(nunca hubo razones para hacerlo,
aunque no nos importase.



y entonces, cuando bajábamos a toda velocidad por los raíles de la montaña rusa más vertical del mundo,


cuando me mordía los labios para no desgarrarme la garganta en un grito que sólo oiría yo,


cuando se rompía el aire para dejarnos pasar, como pájaros cayendo en picado, entre sus cuerdas,




cuando agarraba con el rojo de las uñas el movimiento que ya no me pertenecía


cuando dejábamos los dedos marcados en el metal de la barandilla de seguridad,



temiendo caer, temiendo bajarnos,
                                                                                                                                                                                  
   

cuando moría de ganas de mirarte pero el exterior, el entorno, lo nuestro, me decía que no,


cuando reíamos y soñábamos y la sal no nos proyectaba más lágrimas hacia el mundo
y tú contemplabas extasiado cómo me volvía una contorsionista de velocidad y cabeza bien alta,


entonces y sólo entonces
éramos felices) 





¿alguna vez mereció la pena vivir de las dolencias para poder aspirar a una bajada infinita?

sólo si no es sola.

sábado, 18 de mayo de 2013

22




Estaba ciega.
Mi inconsciente, actuando por sí solo y librándose de las cadenas que mi paupérrima parte racional podría haberle impuesto, me había cosido al interior de las pupilas un trozo de la tela más barata del mercado. Al ser barata, era mala; al ser mala, la luz entraba en mí por sus eternas irregularidades que nadie se esforzaría nunca en arreglar. Y así era: se colaban en mis ojos, en mi cuerpo, en mi alma, en mi cascarón, rayos de luz juguetones que distorsionaban aquello que podría haberme hecho darme cuenta que ya no veía nada. Se convirtió en disfraz; el disfraz, en certeza; la certeza, en ilusión; la ilusión, en esperanza. Y así, ciega y creyéndome autosuficiente, tropecé.
Muy ciega.
"Hago lo que quiero y así quiero todo lo que hago", decía.
Qué ciega.
"¿Y qué haces ahora, qué quieres hacer?", contestabas.
"Verte", mentía.
Estaba ciega y presumía.
¿Qué era lo peor de la ceguera?







La luz. 


 
 
 
 
 
 

viernes, 10 de mayo de 2013

de huracanes sin destino

Dejas tu huella en ellos, la prueba clave de tu existencia.

Arrugas sin querer sus apéndices y órganos; doblas las esquinas de sus páginas.

Dejas impresas con rimmel tus huellas dactilares mientras acoges en el devenir infinito de la vida un par de minutos en los que arremolinarte en el despreocupado gesto de dar la vuelta al papel y pasar página.

Subrayas los pasajes o frases o palabras que convirtieron tus ojos en platillos volantes y los vuelves únicos, irrepetibles, tuyos; te solapas con ellos.

Cuando alguien, despreocupado y decente, suyo y de nadie, lleva a las córneas de paseo por las hojas que rozaste con el alma y con los dedos y ve en ellas el reflejo de tu caricia, tu presencia, parte de tu vida, las manchas de maquillaje, las de chocolate, la portada que doblaste sin querer, el amor que desprendía tu lectura, consigue imaginarte agazapada sobre una historia que se abre de piernas.

Y si nace de su lectura alguna idea, alguna esperanza, algún rescoldo de ilusión, un buen sentimiento, y si se le clavan las palabras en el hipotálamo y las guarda bajo llave en los cajones, quedará siempre ahí la huella de su lectura fusionada con la cicatriz de cuando tú, digna, espléndida, completa, enérgica, abstraída, tuya, unilateral, esnifabas las letras para no perderlas jamás.

Y las horas de lectura serán compartidas, dejando en las páginas, las compañeras, la constancia de que ahí estuviste bailando con hipérboles, devorando metáforas, arañando comas, disfrutando historias, esquivando el tiempo sentada en la cama con el mundo sobre las piernas y la vida redoblada en la punta de los dedos.

Quedarás siempre materializada entre los rotos del papel, en la acogedora textura de las partes de una historia, y te irás tejiendo poquito a poco mientras la haces tuya, ya sea con lápiz, bolígrafo o ese pequeño cerco dibujado por la gota de agua que brotó de tus ojos y que nadie reconoce. Sólo el libro.

domingo, 5 de mayo de 2013

gestos que delatan


Tal vez algún día me pillen las palabras en el fondo de la mente y, al haber pasado tiempo, se hayan dado cuenta que las palabras bien dichas pueden causar adicción. Quizá al registrar las palabras como droga se hayan dado cuenta que la más dura del catálogo es la medicina no legal que nace en algún lugar de un cerebro demasiado productivo, recorre el cuerpo en una corriente eléctrica, sube por la garganta y sale de forma cálida, con acento y expresiones propias, con elegancia y expresividad, como un torrente de letras y sílabas que encandila y emociona. Quizá al descubrir que personas inquietas y que no atienden a nada, como yo, como él, como ella, como algunos, se quedan escuchando frases aleatorias como si fuesen niños escuchando Caperucita Roja, se alarmarían. Y entonces, en alguna sala de alguna comisaría de algún lugar que todavía no quiero saber dónde está, yo estaré declarando porque me han pillado un cargamento kilométrico de palabras dobladas con cuidado en una esquina de mi mente cuadrada. Y saldrá en algún periódico local de algún lugar de algún país cuyo nombre no me importa que han pillado a una mujer cuya vida no quiero desvelarme con un alijo de la droga más dura conocida hasta el momento: las palabras escuchadas que brotaron de unos labios que fueron la puerta de salida de las ideas que ya no le cabían. No van a pillarme sólo palabras. Encontrarán en mi cabeza una colección de libros digna de la biblioteca más grande del mundo, un archivo completo, algo de lo que no podrán librarse con facilidad. Y tal vez ese rumor de que los policías consumen lo que requisan sea verdad y en este futuro que no quiero saber de qué va siga ocurriendo, y tal vez esnifen, fumen y se pinchen las letras y aterricen dentro de ellos para no moverse de ahí. Se colocarán con los años que regala y expone sólo en sus palabras, en las pupilas y en el mechón de su pelo; años que se esconden donde nadie los ve pero a los que nadie obligó a ocultarse. Lo hacen por decisión propia, porque las grandes personas no tienen edad ni nacionalidad ni posición social. Las grandes personas son. Simplemente eso. Y no me importará que se chuten mi archivo personal y me lo arranquen  de dentro de las venas con las uñas. Todos los que hemos sido agarrados por una lluvia de palabras bien dichas por la que en un futuro se habrá convertido en nuestro camello sabemos que en este caso robar es compartir. Y las palabras están dentro de nosotros porque no pueden sacarse, porque están pegadas a conciencia por el pegamento de las miles de reproducciones que han tenido en nuestro recuerdo y las miles de cosas aprendidas con las miles de palabras que brotaron de una boca que nadie pensó que escondiese tanta información debajo de la lengua. Las letras mágicas de pólvora y sal consiguieron, nadie sabe cómo, fusionarse con nuestros huesos y músculos y volverse en un suspiro parte de nosotros. Se convirtieron en parte de la configuración del aparato electrónico en el que nos volvemos cada año que pasa; se volvieron nosotros y nosotros nos volvimos ellas, porque así es la vida y así somos. Podemos no recordar el momento, el lugar o las circunstancias en las que los sonidos que le rasparon la garganta invadieron el interior de nuestros oídos y empezaron a bailar con nuestra vida; podemos ignorarlo todo pero recordar siempre el mensaje, lo que quería decir, lo que dijo, lo que no calló. Nosotros, los eternos interlocutores que tal vez en algún momento hayan dejado de oírla pero que siempre la estarán escuchando, sabemos que jamás podrán quitarnos esta adicción a las palabras bien dichas. Y es que a veces una palabra deja huellas imborrables, imposibles de tapar, irreprimibles; a veces las palabras son dolencia y medicina; a veces podemos convertir sin querer una conversación en un libro nunca escrito publicado por la editorial del recuerdo y leído por una sola persona.






(párrafo 2)