¿Qué significará el tiempo sin relojes?

jueves, 6 de junio de 2013

manifiesto del que llueve




Caigo en picado desde el filo de mi casa de algodón. Y a mis pies veo que el mar está gris; no hay olas ni barcos que rompan con la armonía del eterno gigante que siempre espera una revolución. Me deslizo entre el aire que, juguetón, me abre paso entre sus cuerdas y me susurra bajito que allí abajo está la vida. Y sobre el mar, justo ahí, donde no hay olas, aterrizaré. Descansaré sin descarrilar sobre las aguas grises que reflejan lo que ocurre en las alturas; y volver, respirar, fluir... 
A mi lado, compañeros se desploman como yo en este viaje que podría llevarnos hacia el mismísimo núcleo de la Tierra o, quizá, hacia el agua. ¿Cómo no ser como ellos? ¿Cómo desafiar las leyes de la física y caer en el océano sin fundirme con gotas que, aunque viven de este ciclo, no tienen nada que ver conmigo? ¿Cómo estirar el tiempo y vivir en él y de él sin transfigurarme en el arquetipo de la gota que se vuelve agua que a su vez se vuelve mar? ¿Cómo no ser parte del todo? 
Así me deslizo, eterna y fría, fruto de la tormenta perfecta. Corro hacia abajo y, aunque no hallo una corriente de aire que me guíe, me abro paso entre el destino. Y es que es deseable caer y descansar sobre el mar aun sabiendo que volveré a ascender a las nubes, y quedarme flotando entre gemelos que no conozco y mirar los peces y jugar con las estrellas de mar. Pero, ¿y desafiar al destino? ¿Y si no quiero aquello que me imponen por ser quien soy, por estar abocada a desprenderme del mismísimo cielo? Quiero y no quiero, y por no desearlo, lo ambiciono. Y aunque pienso, sigo desplomándome y echo una mirada a mi ineludible destino. Me acerco cada vez más, centímetro a centímetro, y el mar sigue siendo gris y yo sigo estando viva. Y entonces, casi sin querer, con ojos de miope veo azoteas y carreteras que se unen y se separan, que parecen las venas de un cuerpo quieto pero lleno de vida. Es aquel océano que desde lo alto me pareció grisáceo; el destino. No hay mar, sólo yo y los edificios. A mis pies hallo historias, y me parece que sobre cada cubículo habitable se alza una nube distinta a la que me sirvió de alojamiento; una nube más traslúcida y tangible.

Cierro los ojos y me solapo con el muro del edificio más alto. Patino por sus ladrillos y ya no sé qué soy; escalo a la inversa y, cada vez que me topo con un cristal, siento frío y veo el origen de esas nubes cotidianas que sólo vemos si aprendemos a mirar. Diviso dolor, angustia y amor; vacío, indecisión y esperanza; partículas que evitan un destino que les fue otorgado nada más ser extraídas del cuerpo caliente que les dio la vida. Me deslizo, lo hago con lentitud, saboreando el momento, acariciando el hormigón. Desconcho la pintura, marco las paredes, dejo mi huella. Y cuando llego al asfalto, cuando la vida se me vuelve horizontal, cuando las corrientes me llevan por las venas de la ciudad, tomo constancia de que esquivé el destino al que me orientó la naturaleza. O quizá me evitó él a mí. O tal vez, sólo tal vez, siempre estuve equivocada. Termino así, sobre la carretera, sin ser una más. Siendo sólo yo.

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