¿Qué significará el tiempo sin relojes?

domingo, 31 de mayo de 2015

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Qué ganas tontas tengo hoy de acordarme de ti. Hacía mucho tiempo que no te pensaba. Mi vida ahora es otra cosa, ¿sabes? Estoy creciendo. Crezco bien, con cimientos fuertes, y todavía no se me ha ido la pinza. Lo sé, te estás riendo. Estarás pensando que el hecho de celebrar que no me he vuelto loca me delata un poco, ¿no? Puede ser. Pero sí, sigo con la manía de los bordes y esas cosas, el filo de una cuerda floja que en realidad, pues en realidad es solo filo. Ríete de mí, pero, contra todo pronóstico, sé disfrutar de las cosas chicas, y sé sentarme en la azotea y mirar el cielo y sonreír. Antes no, antes era otra cosa. O sí, tal vez sí, pero cuando tú estabas detrás de mí, o delante de mí, o en el fondo de mí, el cielo era como más opaco, como más loco. Loco en el sentido de las cosas revueltas que pierden el color. Como cuando mezclas muchos tonos de pintura y sale marrón. Y así estaba yo, también, si lo piensas. Pero ahora no es así. Aunque hoy me haya parado a pensar en ti, por las avellanas y eso. Mira, mi casa ha cambiado muchísimo, y ya no tengo ni la mitad de cojines para el sofá. Antes tenía un montón, ¿te acuerdas?, y nos revolvíamos encima y tú tenías el pelo castaño y brillante aunque estuviera lleno de gomina, y a pesar de mí. Todo era muy bonito. Pero ya estaba yo con mis cosas de bordes, de barrancos escarpados, de que el vértigo solo es un flojo deseo de caer, y tú no te aguantabas mis tonterías de niña que se cree sola, que se cree improbable, que se cree hueca. Tenía miedo de caerme dentro de mí. Esto se me ha revelado con el tiempo y no te lo reprocho, créeme, no te reprocho nada, pero tú no has estado para entenderlo. No has estado en los ratos de llanto apurado, casi con prisa, para salir después por obligación y encontrarme sentada en un banco solo para retrasar un poco la obligación de hablar con alguien como si no me temblara cada porción de hueso. No has estado en los silencios. ¿Qué habrás estado haciendo? A veces te imaginaba sentado en la barra de un bar, con un gin tonic, que antes no te gustaba pero supongo que ahora sí, riéndote de algo que dice el idiota de al lado. Tú eres muy así. Siempre con tu manía de la risa por compromiso. Pero no has estado cuando me he echado a reír por puro convencimiento, por querer huir un rato de lo que está fuera del instante de apretar bien los ojos y tirar del estómago hasta la misma punta de la boca. No sé, la verdad es que no entiendo por qué hoy me he acordado de ti (sí, por las avellanas y eso). Porque tú no crees en el subsuelo, y te refieres a que tenga la regla diciendo que estoy mala. Porque tú tienes la manía de las ventanas. Porque tú te fuiste y me dejaste aquí sola con mis vértigos y una lágrima guardada siempre en la comisura, siempre siempre siempre ahí trabada con algo, aquí me dejaste con mi nudo eterno de garganta podrida y las avellanas de mierda que me están mirando como diciendo no nos comas, no nos comas. No sé qué estarás haciendo, pero me dejaste sola. Sola como nadie. Pero me da igual, ¿sabes?, no me importa mucho. Porque al fin y al cabo solo necesito el café, y las avellanas, y las ganas de sentarme en la azotea y sonreírle al azul del cielo. Porque, aunque no podrías haberlo imaginado, aunque habrías apostado todo tu dinero a lo contrario, no se me ha ido la pinza. Y estoy creciendo. Y mi vida es otra. Y todos los cojines están en el armario, descomponiéndose y preguntándose entre lloros cuándo vamos a volver a hacer una cama en medio del pasillo. Pues ya les contesto: nunca. Adiós. 

de mares y charcos


¿Recuerdas lo mucho que temíamos esto, la fuerza con la que nos mordíamos el filo de los dedos para sofocar las ganas de un grito, las ganas de un vete, las ganas de un ya no? ¿Recuerdas, recuerdas la lluvia de arena en el fondo de la vasija de un reloj, el reguero de falsa playa cubriéndonos la piel y dejándonos un falso moreno, una falsa apariencia de sol de verano, solo para marcharse después tras el agua y dejarnos blancas, pálidas, rojizas? ¿Recuerdas? Ahora se acabó. El reloj terminó de colorear su falda. Hay una base llena, completa, que muerde al tocar. Porque mi dedo trata de coronarla, ¿lo sabes o no lo sabes? La yema se posa en la barriga de cristal y antes de llegar ya he imaginado toda una vida, la sucesión de tranquilidad y magia después de acariciar en lo leve la curvita lisa. Pero no es así, no, porque cuando toco con cuidado, cuando llego, un diente sale de donde no había y me estruja y me estruja y todo es para doler, todo es para dolerme, porque lo merezco. Lo sé, yo lo merezco.
Y ahora. Ahora todo da igual. Un mar importa lo mismo que un charco. La distancia más difícil es la piedra que nos separa. Todo lo demás da lo mismo. La geografía no es nada. El agua no es nada. Lo único potente, lo único real somos tú y yo, y una mesa de madera que vale por tantos kilómetros como un cuarto de curva de globo. Sonríes y sonrío. Pero recordamos lo mucho que temíamos esto, el vapor de un chocolate caliente que era blanco y era todo menos chocolate, y pies cubiertos por arena de playas con flores amarillas y no de relojes secos. Esa camiseta de los Rolling sigue guardada en la gaveta de mi cuarto, ¿sabes?, y unos Converse negros reposan boca arriba, con toda su vocación de pisada, en la zapatera. Viejos y sucios. Sucios y viejos. Ahora solo pesa la certeza de antes. Tú te ibas y yo no. Una certeza escondida tras los pliegues de los ojos. No se miente con los ojos apretados. No se miente en la curva del abrazo. Te digo la verdad. Te la escribo. Tú no estabas, pero yo tampoco. Ya no estoy. Soy como la sala de ese bar. Con un cuadro nuevo, mesas diferentes, un olor a churros que siempre ha sido el mismo pero que ahora cada vez es diferente. Personal nuevo. Otra carta. Sin el chocolate caliente de antes. ¿Sabes el susto de llegar y pensar que todo seguirá igual, que te va a invadir una ola de sensaciones viejas, y ver después que ya no? Ya no. Es eso. Y lo entiendo. 
Un mar o un charco. Culpa mía. Lo siento y no lo siento. De todas las maneras posibles. Estoy equivocada, equivocadísima, y el error me sonríe desde lo alto de un reloj de arena que me tiene enterrada. Pero no hay verdades absolutas, no hay normas ni nada escrito sobre esto. Mares y charcos. Y pies que no saltan. Lo siento, lo siento, ya no servimos chocolate blanco. Lo siento, lo siento, en las playas ahora no hay arena. Solo olas. Y flores amarillas. 

viernes, 29 de mayo de 2015

bajadas

Yo no, Triste. No esperes de mí un asentimiento, la aprobación llorona de tu ser y tu alma o de nada, o de nada, Triste. Yo no voy a moder las nubes con la luna arrepentida por no dejarme derretir la leve respiración del sueño. No estrujaré ninguna esquina. No bailaré fuegos ni sombras y te puedo asegurar, te aseguro en lo profundo, que no seré una cosa eterna. Yo no. De mí no insinúes idas. Mi mirada no va a partirte poros, pieles, y jamás me voy a fundir contigo para ser una cosa sola, una sola playa con mil pedazos de arena que solo llenan medio vaso. Jamás, Triste, yo jamás. De mí no vas a aprender la costosa flor de la subida, del ascenso, de los pies machacados en la punta y rojos, rojos, rojos como tu boca de Triste triste y tus filos filosos que no, que yo nunca.
Pero sí, Triste, quizás me encuentres en la bajada, y quizás me esté despeñando y todo sea fácil, todo muy fácil si entiendes que yo no. Yo soy bajada. Yo soy una pendiente. Por mi superficie puedes gritar, puedes no tocarte el pelo porque está difuminado por una velocidad que corta escamas. Por mí vas a dolerte en puentes abiertos, pero las montañas rusas sacan todo el aire de dentro, y el aire es nuevo, se renueva, y yo nunca llevo encima la misma corriente. Y tienes que saberlo, Triste, porque no voy a sonreírte desde ninguna cima, no voy a decirte ven, ven conmigo, desde aquí se ve toda la ciudad. Yo caigo. Yo busco el aire de las cosas que despeinan. Soy bajada, y es más fácil, y a la vez parece imposible, y no me voy a colgar de tus codos. Pero Triste, nunca he visto una playa en subida. Jamás la arena ha peleado con la luna. Cuando bajas la montaña, lo haces con la sonrisa infinita del que consiguió escalar y halló, justo antes del descenso, el beso morado del tiempo.

miércoles, 27 de mayo de 2015

915



Pero sí. Tengo miedo de levantarme un día y decir ya no te quiero, ya no me apetece verte. Me asusto. Tengo miedo de cambiar la mente de repente. De obligar a la vida a mutar por mí, para mí, y a vivir en un pliegue controlado siempre, configurado siempre por mi cabeza. Mi cabeza o mi centro, no lo sé, o solo la revelación de lo que quiero de verdad. Tengo miedo, sin embargo. Un miedo que me pincha. Que atornilla. Gira el miedo, gira en curvas de muerte inmortal, y una capa de sangre que es agua que es sal me corta, me corta, me dice que me corté. Tengo tanto miedo de mí. Tanto miedo conmigo. Miedo de dinamitarme, de boicotearme, de hacerme la vida imposible desde el núcleo de mi propia capacidad de vivir. Y qué si hay una rotonda en la entrada al pueblo, y qué. Al final, al final yo termino condenándome siempre porque las cosas cambian y yo cambio, y me doy cuenta despacio, desde el filo de mi casa huesuda. Pero no es así. No es así. Soy yo la que hace que todo, todo dé vueltas y se revuelva y cambie de forma. Yo. La obstinación que produce levantarme una mañana y mirar por la ventana y coger aire en lo profundo y decir no, ya no quiero esto, ya no soy igual. No es que la vida me defraude, no es que la vida pierda sentido en un día concreto, es que yo misma siento que ya no pertenezco, que ya no vuelo con la misma cometa a la espalda porque me he soltado y no hay cuerdas, no hay soporte, solo mi cuerpo que cae a través del aire y ríe. Ríe, ríe porque disfruta del momento preciso, exacto de estar cortando en dos, en tres, en cinco el aire, porque disfruta de pulmones llenos y ojos que no ven la realidad. Solo formas distorsionadas por lo veloz. Vivir siempre en la caída, dicen. Siempre como Alicia. Cavando agujeros para poder caer más, más lejos, más abajo. No es el fondo. Es el despliegue. Es la sensación de estar volando cuando lo que pasa, lo que de verdad sucede, es que te vas a despeñar sin remedio contra un suelo escarpado. Soy más barranco escarpado que río de ondas suaves. El fondo soy yo. Soy lo hondo, lo profundo. Cavo para encontrarme. Caigo para encontrarme. Pero estoy. Yo ya estoy. Yo estoy en el fondo de mí cuando descorro la cortina y respiro mucho, respiro más e hiperventilo y creo que puedo volar como los globos. Cuando decido que ya no quiero, que ya no puedo, que ya no hay caso. Y quiero tanto. Quiero tanto, esa es la verdad. Tengo bordes que se distorsionan en un amor intenso a voces, a personas, a pulmones que respiran y ojos que dilatan pupilas por la luz. Quiero todo lo humano y se me hincha el estómago cuando alguien llora, es lo cierto, carajo, es la verdad. Sería capaz de rajarme la pierna para que me duela solo a mí, porque no importa tanto, porque yo sé que puedo soportarlo y quizás otros no puedan, y eso es amor. ¿Es amor? A veces, a veces pues voy en el tranvía y me pongo a observar a los demás, y entonces sé que los quiero. Que me conecto. Porque una mujer baila sola y lo que pasa es que lleva una mochilita con un bebé, y una señora se mira los zapatos y se sujeta a la barra para no caerse, y dos amigas van vestidas de playa y se miran como si la sal fuera la última meta de la vida. Y las quiero a todas, a todas, porque son personas y sienten como yo y la vida es maravillosa, todo vale la pena, la calle da calor y siempre hay alguien esperando para sonreír. Y la sonrisa es más, más, más que un simple levantamiento de comisura. Pero no sé. No sé, no sé, no sé. Al día siguiente me levanto y ya no quiero. Ya no. Porque estoy sola. Porque me dejan sola. Porque reprocho. Porque me vuelvo dura por dentro y ya no siento tanto. Y me da miedo. Me da miedo cuando lo único que noto más allá del calor es un dolor macizo detrás del ojo izquierdo, mi ojo nulo, un ojo que alcanza menos del 90% de visión incluso con las gafas adecuadas. ¿Soy mi ojo? ¿Soy yo mi ojo vago? ¿Y si a veces, aunque tenga delante la lente perfecta, el instante de verdad, el amor condensado y alguien que tiene que importarme hasta que se me tranquen las vías, nos reduzco a mi mirada y a mí a una no-totalidad, una no-capacidad? ¿Y si lo que pasa es que soy un poco nula? No lo sé. Porque a veces en la calle siento calor, y a veces siento desde el centro que lo único que vale la pena en la vida es arrancarle pelos al césped con alguien al lado, alguien que te cuenta cómo se ve el mundo desde sus ojos capaces, alguien que te importa, alguien por quien te rajarías la pierna. A veces sé que quiero tanto, tanto, que intento tocarles a los demás algún punto, un brazo, algo, solo para dejarles entrar todo lo bueno que siento, para eliminar de ellos cualquier negrura y compartir, compartirme, darme. Solo eso. Y me siento global, total, completa. Libre. Pero, ¿sabes lo que pasa? Que cuando cierro el ojo izquierdo y miro solo con el derecho y las gafas, parece que mi visión alcanza un 100%. Que los contornos son nítidos. Aunque mi ojo malo, ojo nulo, siga ahí, encerrado en la jaula-párpado. Y a veces también pienso ya no quiero, ya no siento, prefiero encerrarme a mirar el techo y no ver a nadie. Y no cojo el teléfono. Y no me río. Y digo pues sí, yo hago lo que me da la gana, yo soy así, me da lo mismo. Y lo peor, sinceramente, lo peor es que sí, me da lo mismo. 

lunes, 25 de mayo de 2015

tarde


más vale tarde/tarde vale más/cuando tuerces/el tiempo en escombro/y no has podido/y no has querido/y has pasado días/con las piernas hacia arriba/pensando/cavilando/diciendo que no/que yo no voy/que yo no muevo/y tarde vale más/porque hay algo que/rompe machaca estruja/convence/más vale tarde/que para siempre

¿Qué somos? ¿Qué somos? Nos perdemos en la voz. La radio ya no nos difunde. La lengua se cansa de pisar los dientes para que una D suene más viva. Cuesta hablar, punto de fuga, y colgamos. La salida es una cama sola, cama-nevera. Me refrigero para no pudrirme, para poder morir y que crean que soy persona, que soy igual. ¿No somos iguales que ellos, hueco en línea? ¿Qué somos? No quiero pensar. No quiero contar qué pienso. Sin palabra, soy solo grietas sin amor. Nadie ama lo que crece y pierde y en realidad, ¿sabes?, decrece. Punto de fuga, ya no hablo más.

para caer al fondo



¿Por qué soy yo siempre el ente rebelde, la que no se conforma y mete siempre un re, rehacer, reincidir, remontar, recaer, re, re, re y más re como una pánica nota musical? Me voy a caer, lo siento por mí pero sé que mi centro coloca la punta del pie en la orilla del barranco. Se está asomando porque quiere ver, quiere entender qué hay debajo. Y estira el cuello, aprieta bien los ojos. Se desdibujan contornos y cáscaras en lo hondo, en el culo de un barranco que es taza sin café o bañera que no tupe. ¿Qué es, qué es?, pregunto, repregunto, y re re re, todo en re otra vez, todo rehecho y redicho y me reafirmo en los mismos ciclos, vicios, en las mismas certezas. Dime, centro, qué habrá cuando me caiga.

Aunque, si lo pienso, todo está ya. Está todo. Un colchón de no sé qué espera mi cuerpo, mi silueta en impacto duro y la última respiración consciente, la carrera venosa de la sensación de partir en dos el aire y borrar el re. Todo nuevo, a estrenar bajo la tapa del pozo o taza o tubo de escape. Tras la última respiración, la primera. 

Dime, centro, ¿me quiero caer? ¿Y si dentro, muy dentro, en la otra realidad, me espera un sueño de cuerda y asciendo hacia el otro lado? ¿Y si mi vida está en el fondo? Vivo con miedo a caerme, a no ceder y a seguir el trazado que me pides, núcleo de mí, pero no sé si debo o si quiero tener miedo, porque al final tú eres yo y quizás yo deseo... No lo sé. No lo sé. Dime qué es. Suena Vetusta Morla, es una señal. Suena mi pozo y re, re, remo hacia otra orilla hueca que tengo que llenar, y que me dice re, recuerda. Me voy a sentir sola cuando me caiga. Pero, me pregunto, ¿yo no estoy sola ahora?... Centro mío, yo te quiero. Aquí o en cualquier fondo. Pero dime, ¿queremos caernos o queremos que nos quieran?

domingo, 17 de mayo de 2015

niña morada

Así me desnudo: fuera la piel. Mi dedo araña con uña y reverso. Aprieta, hunde, revuelve. De un tirón retira la capa de fuera, capa opaca que no deja pasar luces ni colores morados. Estoy debajo. Soy la niña. Si termino de forzar, si consigo por fin quitarme de encima la piel, aparezco mía y de cabeza en suelo. Pequeña. Ya no hay lleno en las caderas ni pecho de mujer, rojo remate punzante. Solo botones, yo micromujer. Soy morada y de caminos. Hay marcas. La huella de un dedo recorre la sien, el ombligo, como una costura. En el hombro, la no-piel dibuja siluetas de dientes. El delgado rastro de un cutter. Cardenales en constelación que no dibujan, solo sellan. Soy el músculo. Transparente, sin piel. Estriado. Duro para correr, duro para saltar, duro en patadas y puñetazos y coleteoss que no son sanos, no son sanos, me duelen.

Así me veo: pequeña. Los ojos se me hunden. Han visto un sofá de colores en el que jamás lloré. No le di ese cosquilleo de nudo. Tengo las manos como garrotes. En la boca, un capricho empalmado no sostiene el habla. Me miro ahora, micro y macro, marcada y en hueso tatuado al respirar. Soy el aire. Y los mares blancos en el frío del parqué. Después del tornado de la boca, la última y brutal salida del pulmón que me daba, solo por un día, una mentirosa y pasajera libertad. Con marcas. Con dientes. Con cuerpo de niña morada, niña sin palabra, niña pañuelo. 

miércoles, 13 de mayo de 2015

libertad

El mar rompe a mis pies. Sobre las rodillas, un libro aletea y me dice lee, lee, lee. Miro el agua. Sé que debajo hay vida. Sé que entre las gotas locas, enredadas por las olas, hay un universo diferente. No es el mío, y sin embargo me siento ahora, con los ojos en el agua, mucho más hilada al hogar-pez que a la gente que me espera en el paseo para mirarme caminar, para mirarme respirar, para mirarme doblarme en molde eterno de reglas que entiendo, lo peor es que las entiendo. Me quito el reloj. Con la punta de un dedo agujero la arena y lo entierro. Que se quede ahí. Ahí para siempre.
Y me levanto porque quiero, me apetece y tengo un motor en el centro del estómago que yo enciendo y que me impulsa. Me acerco a la orilla dando saltos. Viene el agua, viene corriendo a darme un beso y me moja los pies. Todo se marcha. Ahora no miro a los lados, solo acciono el motor y me pongo a correr, a correr con el bolso ondeando como una bandera (yo no creo en las banderas, bajo el mar no hay banderas). El aire me da puñetazos. Las piedras me cortan los pies. Allí, allí hay un señor que me mira con cara de bobo, con cara de culo, como diciendo que estoy como una cabra, que para correr hace falta tener chándal y que se hace de noche. Carajo. Me paro y le miro. Y me mira. No lo entiende. No lo entiende. Debajo del mar no hay protocolo ni pies descalzos. Puedes moverte sin que sea para algo. ¿Estoy loca? ¿EEstaré loca? No importa: debajo del mar no hay loqueros. Saludo al señor al pasar. No me responde. Y qué.