¿Qué significará el tiempo sin relojes?

miércoles, 27 de mayo de 2015

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Pero sí. Tengo miedo de levantarme un día y decir ya no te quiero, ya no me apetece verte. Me asusto. Tengo miedo de cambiar la mente de repente. De obligar a la vida a mutar por mí, para mí, y a vivir en un pliegue controlado siempre, configurado siempre por mi cabeza. Mi cabeza o mi centro, no lo sé, o solo la revelación de lo que quiero de verdad. Tengo miedo, sin embargo. Un miedo que me pincha. Que atornilla. Gira el miedo, gira en curvas de muerte inmortal, y una capa de sangre que es agua que es sal me corta, me corta, me dice que me corté. Tengo tanto miedo de mí. Tanto miedo conmigo. Miedo de dinamitarme, de boicotearme, de hacerme la vida imposible desde el núcleo de mi propia capacidad de vivir. Y qué si hay una rotonda en la entrada al pueblo, y qué. Al final, al final yo termino condenándome siempre porque las cosas cambian y yo cambio, y me doy cuenta despacio, desde el filo de mi casa huesuda. Pero no es así. No es así. Soy yo la que hace que todo, todo dé vueltas y se revuelva y cambie de forma. Yo. La obstinación que produce levantarme una mañana y mirar por la ventana y coger aire en lo profundo y decir no, ya no quiero esto, ya no soy igual. No es que la vida me defraude, no es que la vida pierda sentido en un día concreto, es que yo misma siento que ya no pertenezco, que ya no vuelo con la misma cometa a la espalda porque me he soltado y no hay cuerdas, no hay soporte, solo mi cuerpo que cae a través del aire y ríe. Ríe, ríe porque disfruta del momento preciso, exacto de estar cortando en dos, en tres, en cinco el aire, porque disfruta de pulmones llenos y ojos que no ven la realidad. Solo formas distorsionadas por lo veloz. Vivir siempre en la caída, dicen. Siempre como Alicia. Cavando agujeros para poder caer más, más lejos, más abajo. No es el fondo. Es el despliegue. Es la sensación de estar volando cuando lo que pasa, lo que de verdad sucede, es que te vas a despeñar sin remedio contra un suelo escarpado. Soy más barranco escarpado que río de ondas suaves. El fondo soy yo. Soy lo hondo, lo profundo. Cavo para encontrarme. Caigo para encontrarme. Pero estoy. Yo ya estoy. Yo estoy en el fondo de mí cuando descorro la cortina y respiro mucho, respiro más e hiperventilo y creo que puedo volar como los globos. Cuando decido que ya no quiero, que ya no puedo, que ya no hay caso. Y quiero tanto. Quiero tanto, esa es la verdad. Tengo bordes que se distorsionan en un amor intenso a voces, a personas, a pulmones que respiran y ojos que dilatan pupilas por la luz. Quiero todo lo humano y se me hincha el estómago cuando alguien llora, es lo cierto, carajo, es la verdad. Sería capaz de rajarme la pierna para que me duela solo a mí, porque no importa tanto, porque yo sé que puedo soportarlo y quizás otros no puedan, y eso es amor. ¿Es amor? A veces, a veces pues voy en el tranvía y me pongo a observar a los demás, y entonces sé que los quiero. Que me conecto. Porque una mujer baila sola y lo que pasa es que lleva una mochilita con un bebé, y una señora se mira los zapatos y se sujeta a la barra para no caerse, y dos amigas van vestidas de playa y se miran como si la sal fuera la última meta de la vida. Y las quiero a todas, a todas, porque son personas y sienten como yo y la vida es maravillosa, todo vale la pena, la calle da calor y siempre hay alguien esperando para sonreír. Y la sonrisa es más, más, más que un simple levantamiento de comisura. Pero no sé. No sé, no sé, no sé. Al día siguiente me levanto y ya no quiero. Ya no. Porque estoy sola. Porque me dejan sola. Porque reprocho. Porque me vuelvo dura por dentro y ya no siento tanto. Y me da miedo. Me da miedo cuando lo único que noto más allá del calor es un dolor macizo detrás del ojo izquierdo, mi ojo nulo, un ojo que alcanza menos del 90% de visión incluso con las gafas adecuadas. ¿Soy mi ojo? ¿Soy yo mi ojo vago? ¿Y si a veces, aunque tenga delante la lente perfecta, el instante de verdad, el amor condensado y alguien que tiene que importarme hasta que se me tranquen las vías, nos reduzco a mi mirada y a mí a una no-totalidad, una no-capacidad? ¿Y si lo que pasa es que soy un poco nula? No lo sé. Porque a veces en la calle siento calor, y a veces siento desde el centro que lo único que vale la pena en la vida es arrancarle pelos al césped con alguien al lado, alguien que te cuenta cómo se ve el mundo desde sus ojos capaces, alguien que te importa, alguien por quien te rajarías la pierna. A veces sé que quiero tanto, tanto, que intento tocarles a los demás algún punto, un brazo, algo, solo para dejarles entrar todo lo bueno que siento, para eliminar de ellos cualquier negrura y compartir, compartirme, darme. Solo eso. Y me siento global, total, completa. Libre. Pero, ¿sabes lo que pasa? Que cuando cierro el ojo izquierdo y miro solo con el derecho y las gafas, parece que mi visión alcanza un 100%. Que los contornos son nítidos. Aunque mi ojo malo, ojo nulo, siga ahí, encerrado en la jaula-párpado. Y a veces también pienso ya no quiero, ya no siento, prefiero encerrarme a mirar el techo y no ver a nadie. Y no cojo el teléfono. Y no me río. Y digo pues sí, yo hago lo que me da la gana, yo soy así, me da lo mismo. Y lo peor, sinceramente, lo peor es que sí, me da lo mismo. 

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