¿Qué significará el tiempo sin relojes?

domingo, 5 de mayo de 2013

gestos que delatan


Tal vez algún día me pillen las palabras en el fondo de la mente y, al haber pasado tiempo, se hayan dado cuenta que las palabras bien dichas pueden causar adicción. Quizá al registrar las palabras como droga se hayan dado cuenta que la más dura del catálogo es la medicina no legal que nace en algún lugar de un cerebro demasiado productivo, recorre el cuerpo en una corriente eléctrica, sube por la garganta y sale de forma cálida, con acento y expresiones propias, con elegancia y expresividad, como un torrente de letras y sílabas que encandila y emociona. Quizá al descubrir que personas inquietas y que no atienden a nada, como yo, como él, como ella, como algunos, se quedan escuchando frases aleatorias como si fuesen niños escuchando Caperucita Roja, se alarmarían. Y entonces, en alguna sala de alguna comisaría de algún lugar que todavía no quiero saber dónde está, yo estaré declarando porque me han pillado un cargamento kilométrico de palabras dobladas con cuidado en una esquina de mi mente cuadrada. Y saldrá en algún periódico local de algún lugar de algún país cuyo nombre no me importa que han pillado a una mujer cuya vida no quiero desvelarme con un alijo de la droga más dura conocida hasta el momento: las palabras escuchadas que brotaron de unos labios que fueron la puerta de salida de las ideas que ya no le cabían. No van a pillarme sólo palabras. Encontrarán en mi cabeza una colección de libros digna de la biblioteca más grande del mundo, un archivo completo, algo de lo que no podrán librarse con facilidad. Y tal vez ese rumor de que los policías consumen lo que requisan sea verdad y en este futuro que no quiero saber de qué va siga ocurriendo, y tal vez esnifen, fumen y se pinchen las letras y aterricen dentro de ellos para no moverse de ahí. Se colocarán con los años que regala y expone sólo en sus palabras, en las pupilas y en el mechón de su pelo; años que se esconden donde nadie los ve pero a los que nadie obligó a ocultarse. Lo hacen por decisión propia, porque las grandes personas no tienen edad ni nacionalidad ni posición social. Las grandes personas son. Simplemente eso. Y no me importará que se chuten mi archivo personal y me lo arranquen  de dentro de las venas con las uñas. Todos los que hemos sido agarrados por una lluvia de palabras bien dichas por la que en un futuro se habrá convertido en nuestro camello sabemos que en este caso robar es compartir. Y las palabras están dentro de nosotros porque no pueden sacarse, porque están pegadas a conciencia por el pegamento de las miles de reproducciones que han tenido en nuestro recuerdo y las miles de cosas aprendidas con las miles de palabras que brotaron de una boca que nadie pensó que escondiese tanta información debajo de la lengua. Las letras mágicas de pólvora y sal consiguieron, nadie sabe cómo, fusionarse con nuestros huesos y músculos y volverse en un suspiro parte de nosotros. Se convirtieron en parte de la configuración del aparato electrónico en el que nos volvemos cada año que pasa; se volvieron nosotros y nosotros nos volvimos ellas, porque así es la vida y así somos. Podemos no recordar el momento, el lugar o las circunstancias en las que los sonidos que le rasparon la garganta invadieron el interior de nuestros oídos y empezaron a bailar con nuestra vida; podemos ignorarlo todo pero recordar siempre el mensaje, lo que quería decir, lo que dijo, lo que no calló. Nosotros, los eternos interlocutores que tal vez en algún momento hayan dejado de oírla pero que siempre la estarán escuchando, sabemos que jamás podrán quitarnos esta adicción a las palabras bien dichas. Y es que a veces una palabra deja huellas imborrables, imposibles de tapar, irreprimibles; a veces las palabras son dolencia y medicina; a veces podemos convertir sin querer una conversación en un libro nunca escrito publicado por la editorial del recuerdo y leído por una sola persona.






(párrafo 2)

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