Tal vez algún día me
pillen las palabras en el fondo de la mente y, al haber pasado
tiempo, se hayan dado cuenta que las palabras bien dichas pueden
causar adicción. Quizá al registrar las palabras como droga se
hayan dado cuenta que la más dura del catálogo es la medicina no
legal que nace en algún lugar de un cerebro demasiado productivo,
recorre el cuerpo en una corriente eléctrica, sube por la garganta y
sale de forma cálida, con acento y expresiones propias, con
elegancia y expresividad, como un torrente de letras y sílabas que
encandila y emociona. Quizá al descubrir que personas inquietas y
que no atienden a nada, como yo, como él, como ella, como algunos,
se quedan escuchando frases aleatorias como si fuesen niños
escuchando Caperucita Roja, se alarmarían. Y entonces, en alguna
sala de alguna comisaría de algún lugar que todavía no quiero
saber dónde está, yo estaré declarando porque me han pillado un
cargamento kilométrico de palabras dobladas con cuidado en una
esquina de mi mente cuadrada. Y saldrá en algún periódico local de
algún lugar de algún país cuyo nombre no me importa que han
pillado a una mujer cuya vida no quiero desvelarme con un alijo de la
droga más dura conocida hasta el momento: las palabras escuchadas
que brotaron de unos labios que fueron la puerta de salida de las ideas que ya no le cabían. No van a pillarme sólo palabras. Encontrarán en
mi cabeza una colección de libros digna de la biblioteca más grande
del mundo, un archivo completo, algo de lo que no podrán librarse
con facilidad. Y tal vez ese rumor de que los policías consumen lo
que requisan sea verdad y en este futuro que no quiero saber de qué
va siga ocurriendo, y tal vez esnifen, fumen y se pinchen las letras
y aterricen dentro de ellos para no moverse de ahí. Se colocarán
con los años que regala y expone sólo en sus palabras, en las
pupilas y en el mechón de su pelo; años que se esconden donde nadie
los ve pero a los que nadie obligó a ocultarse. Lo hacen por
decisión propia, porque las grandes personas no tienen edad ni
nacionalidad ni posición social. Las grandes personas son.
Simplemente eso. Y no me importará que se chuten mi archivo personal y me lo arranquen de dentro de las venas con las uñas. Todos los que hemos sido agarrados por una lluvia
de palabras bien dichas por la que en un futuro se habrá convertido
en nuestro camello sabemos que en este caso robar es compartir. Y
las palabras están dentro de nosotros porque no pueden sacarse,
porque están pegadas a conciencia por el pegamento de las miles de
reproducciones que han tenido en nuestro recuerdo y las miles de
cosas aprendidas con las miles de palabras que brotaron de una boca
que nadie pensó que escondiese tanta información debajo de la
lengua. Las letras mágicas de pólvora y sal consiguieron, nadie
sabe cómo, fusionarse con nuestros huesos y músculos y volverse en
un suspiro parte de nosotros. Se convirtieron en parte de la
configuración del aparato electrónico en el que nos volvemos cada
año que pasa; se volvieron nosotros y nosotros nos volvimos ellas,
porque así es la vida y así somos. Podemos no recordar el momento,
el lugar o las circunstancias en las que los sonidos que le rasparon
la garganta invadieron el interior de nuestros oídos y empezaron a
bailar con nuestra vida; podemos ignorarlo todo pero recordar siempre
el mensaje, lo que quería decir, lo que dijo, lo que no calló.
Nosotros, los eternos interlocutores que tal vez en algún momento
hayan dejado de oírla pero que siempre la estarán escuchando,
sabemos que jamás podrán quitarnos esta adicción a las palabras
bien dichas. Y es que a veces una palabra deja huellas imborrables,
imposibles de tapar, irreprimibles; a veces las palabras son dolencia
y medicina; a veces podemos convertir sin querer una conversación en
un libro nunca escrito publicado por la editorial del recuerdo y
leído por una sola persona.
(párrafo 2)
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