¿Qué significará el tiempo sin relojes?

sábado, 18 de mayo de 2013

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Estaba ciega.
Mi inconsciente, actuando por sí solo y librándose de las cadenas que mi paupérrima parte racional podría haberle impuesto, me había cosido al interior de las pupilas un trozo de la tela más barata del mercado. Al ser barata, era mala; al ser mala, la luz entraba en mí por sus eternas irregularidades que nadie se esforzaría nunca en arreglar. Y así era: se colaban en mis ojos, en mi cuerpo, en mi alma, en mi cascarón, rayos de luz juguetones que distorsionaban aquello que podría haberme hecho darme cuenta que ya no veía nada. Se convirtió en disfraz; el disfraz, en certeza; la certeza, en ilusión; la ilusión, en esperanza. Y así, ciega y creyéndome autosuficiente, tropecé.
Muy ciega.
"Hago lo que quiero y así quiero todo lo que hago", decía.
Qué ciega.
"¿Y qué haces ahora, qué quieres hacer?", contestabas.
"Verte", mentía.
Estaba ciega y presumía.
¿Qué era lo peor de la ceguera?







La luz. 


 
 
 
 
 
 

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