Por una vez la quemazón no es un reflejo de las palabras amontonadas en el filo del hidrostato muscular. El líquido baja por el esófago y se reúne triunfante con el interior de su anatomía. El vacío, al recibir el chocolate caliente a una temperatura digna de la roca derretida, entra en ebullición. Borbotea y se mueve y se extiende y quema; y tal vez al fijarnos podríamos adivinar el vapor de vacío que asciende libertario hasta dar con la salida y abandonar el cuerpo. Ya tuvo el gusto de abusar del crepitar del fuego entre los huesos. Nadie, ni el más brillante experto en la materia, podría atisbar en su rostro de corte romano ni un solo indicio del vacío que le hierve dentro del tronco. El cuerpo se calienta, el vapor que no sale permanece, la vida pasa entre sorbos de chocolate caliente con el que las penas esperan ahogarse; pero siempre hierve algo y le baja por la garganta algún salvavidas que no es más que el eco de una idea que en realidad nadie pensó. Y como el cuerpo arde y el tiempo se consume hasta volverse ceniza, se vacía las costillas con paciencia. Alimenta el fuego. Sube la temperatura. Y la ebullición sigue y sigue, ablandándole la carne desde dentro, quemando, arrasando. Nuestra tetera humana abandona por un instante el verano mental y clava la mirada en el reloj de pared. Son las seis y trece de la mañana y las manillas quietas de un reloj que podría ser una ventana al mundo le obligan a asegurar que ya llegó al punto de odiar por amar demasiado.
Las mejores historias son las que hablan de lo que no cuentan, ésas que tienen otras letras impresas en los márgenes y entre los huecos de los renglones. Las mejores historias son las que dejan rendijas, grietas pequeñas por las que descubrir qué es lo que se mueve dentro de todo.
¿Qué significará el tiempo sin relojes?
lunes, 29 de abril de 2013
de ánimo caliente
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