¿Qué significará el tiempo sin relojes?

lunes, 19 de agosto de 2013

sobre Jane Eyre y radiografías



Hablamos, hablamos del oscuro caserón del señor Rochester, de la risa aguda que Jane oía en el pasillo, de cómo la mente puede jugar con el mundo y conjugarlo como un verbo, de cómo aquella muchacha de dieciocho años parecía tener treinta, de cómo el amor podía darse en las circunstancias menos adecuadas para nacer pero en las más propicias para cuajar si lo hacía, de una historia pasional de ésas que inspiran el correr de la vida. Hablamos de vestidos de época y de la hostilidad que una familia acomodada podía llegar a mostrar por la sobrina huérfana, y él intercaló aquella primera frase de Ana Karenina, "todas las familias felices se parecen, pero las desdichadas lo son cada una a su manera". Me contó que escribía pero que no había nacido para ello; se hacía radiografías del alma, dijo. Escribía como si tocase el piano, a la velocidad de la mente, la dejaba libre. Quizá como leer pero al revés: no adaptaba su vida al ritmo, sino que adaptaba el ritmo a la vida. Después lo leía todo despacito y volvía a meterse dentro lo que había echado a golpes del interior del pecho. Y aquella lectura le ayudaba a conocerse, a construirse a partir de quien ya era. 
Me olvidé de todo: del ruido, del sitio, del olor, del dolor de mis dedos, del tiempo, de lo injusto, de lo mío, de lo ajeno, de mis dramas, de mis comedias, de la eterna imposición en la que mi vida había mutado. Aquel muchacho parecía tener el don de vaciarme la cabeza hablándome de literatura. Y es que su lengua era pluma y el aire tintero, y yo miraba embelesada cómo se movía aquella boca de tapas duras e intoxicaba la estancia con el rumor de las vivencias no vividas.

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