¿Qué significará el tiempo sin relojes?

lunes, 20 de julio de 2015

explicación de Caótica


Vivíamos en la casa más sucia de todas. Era el bajo, que se llenaba de tierra y de más cosas no precisamente buenas. Ale decía que no pasaba nada porque nos íbamos a mudar pronto y era solo para escapar, para salir del paso, ya sabes, todos esos clichés que a él le gustaba vomitar delante de una mesa. De una mesa, además, rebosante de platos que desmentían su calidad de vida. Quiero decir que le gustaba la langosta pero no le importaba que se le pelara la pared de humedad. Mi casa era como llegar a un museo del descuido, como entrar de lleno en una composición de naturalezas muertas, muertas y destartaladas. Te podías encontrar una percha pendiendo de la silla rota de la cocina, o un vaso lleno de pétalos de flor, o un ventilador tirado en el pasillo. Los vecinos se escandalizaban cuando nos hacían una visita, porque además no era solo el desorden: una vez Ale dejó un vaso (vajilla de porcelana, vajilla como para una boda que nunca celebramos) durante una semana en el fregadero, y yo me negué a tocarlo. En fin, pero después le veías con esos relojes caros, con ese ánimo de señor que cobra bien y sabe lo que hacer con la pasta. Por qué no nos mudábamos, preguntan mucho, y yo sin embargo no sé responder. Era una casa como de prostíbulo, con esa belleza enquistada en el polvo, en botes de rimmel tirados por ahí que recuerdan la simpleza de las lágrimas que habrían estropeado la pintura. Qué importarían las lágrimas de las putas, o mis propias lágrimas cuando lloraba sobre el sofá manchado de vino y café, cuando lloraba porque ya no era feliz y me había llegado una factura que Ale podría pagar y yo no, yo nunca, yo era solo un ser que se desgajaba en agua sobre una casa que no sabía por qué, nunca por qué no se recogía. No iba a venir un genio a hacerlo. Pero yo lloraba. Lloraba con unas lágrimas que, encima de aquella belleza de burdel, no valían nada. A veces me paraba, con los ojos tristes, y recorría por debajo de las pestañas todo lo que había. El desorden. El caos. Papeles en el suelo. Cartas sin abrir. Libros entreabiertos como sexos. Entonces mis lágrimas eran un cero, porque en aquel descosido de casa, en aquel bajo asqueroso, me veía. Veía esa belleza enmohecida, dura de polvo y de tiempo, y me veía caótica, feliz entre tanto, y entendía por un momento por qué él me quería a mí y no a todas las demás, y no a todas esas que lloran lágrimas que valen. 


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