¿Qué significará el tiempo sin relojes?

martes, 7 de julio de 2015

Domicilio: Sr Luna



(Ilustración: Sedicente Feccia)


(Este cuento lo escribí a partir de esta maravillosa ilustración, Mr. Moon de Sedicente Feccia.
La colaboración fue publicada en un proyectito en el que participo, el Proyecto Garabatos
www.proyectogarabatos.wordpress.com
Allí encontrarás más cosas, sin el barullo original de este sitio caótico)

El Sr. Luna se levantó por la mañana con un fuerte dolor en la sien izquierda. Le había costado mucho dormir. En la noche, un batallón de gente se había reunido para celebrar la elección del nuevo Presidente de la comunidad. Luna no sabía de dónde habían sacado tanta bebida y unos altavoces tan descomunales, pero no pudo parar el baile, y de madrugada incluso uno de los organizadores vomitó en la esquina más limpia de todo el recinto. Cuando el Sr. Luna les dijo que por favor pararan la fiesta, ellos se rieron y gritaron. Casero, ya no mandas, sentenciaron. El nuevo Presidente era un chico joven, con barba y dos pendientes en la oreja. No se parecía en nada al Sr. Luna. El anterior era rubio y alto y se peinaba hacia la derecha, como las buenas personas, y vivía en un modesto pisito en el riñón este que a Luna no le causaba ningún tipo de dolor. Lo echó de menos entonces, pero por la mañana, cuando se levantó con una jaqueca ponzoñosa, pensó que cualquier cosa, cualquiera, era un buen sacrificio por la democracia.

¿Qué puede desayunar un hombre como yo con esta migraña?, se preguntó el Sr. Luna mientras se agazapaba en la encimera para sentirse enfermo de verdad. No le apetecía sentir dolor, no le apetecía tomar pastillas, pero el drama podía evitarle bajar a comprar pan y quemarse con el sol. Aquel día tenía que hacer mil cosas. Era el día del que se colgaba la luna llena. También era un día de resaca, y el Sr. Luna se golpeó la sien izquierda con la punta del dedo índice y soltó un silbido que indicaba enfado. Toc toc, susurró, y un muchacho durmiente abrió los ojos para dar una patada en la pared craneal del Sr. Luna. A casa, susurró él. Las personitas se despertaron quince minutos más tarde. Y volvieron al hogar. Paso a paso, codo a codo, los cuatro edificios interiores del Sr. Luna se fueron llenando, y las luces se encendieron solo para apagarse más tarde, cuando sus resacosos habitantes andaban hacia la cama y respiraban lentamente pensando en el fiestón, qué fiestón el de anoche.

Se dijo el Sr. Luna que todo estaba en orden y que al final tendría que tomarse una pastilla. Todo siguió bien, perfecto, hasta que colocó la píldora entre los labios y llenó el vaso de agua. Una voz se le parapetó en los oídos y nadó corriendo. ¡Eso no!, chilló y chilló. Agüita con miel y limón, mano de santo. Esas cosas químicas solo traen disgustos. La que gritaba era Rocío, la abuela que daba golpes con el canto del escobillón al suelo en el edificio que brotaba en la clavícula. El Sr. Luna le dio los buenos días y le respondió, cansado ya, que eso era para la gripe. Y se tragó la pastilla. La mentira blanca (así la llamó ella después) se deslizó justo al lado de la ventana de Doña Rocío, y ella soltó un suspiro y volvió al salón. Era hora de llamar a María y contarle lo que había pasado el día anterior en la nalga, en el rastro de la nalga, donde su marido vendía y ganaba y conocía.

Le dio igual. Al Sr. Luna le dio igual. Era el día. Porque se aproximaba la noche. Pensó en el armario, en cada espejo, cada trozo de mundo que no existía porque era solo copia. Así los entendía él, y así pensaba colocarlos uno a uno, poco a poco, al lado de la fuente del parque. Cuando cayera la noche y una luna hinchada flotara por el cielo, un ojo cerrado, el Sr. Luna vibraría en el núcleo de un círculo de espejos y entonces todo sería distinto. Era el destino. Él había sido luna desde que lo habían sacado del cuerpo de su madre, y todo el tiempo había vivido esperando que fuera de noche para salir y contemplar y entender a su madre verdadera. A la luna, un espejo de luz que copia al sol. Mamá, susurró el Sr. Luna, y María, la del edificio izquierdo del pecho, soltó un grito por lo que Rocío le decía entre risitas. El Sr. Luna se asustó y se dio un manotazo en el pecho. Entendió que el grito era para él. Para su madre la luna. Y un pequeño terremoto tiró al suelo el teléfono fijo de María, la de las croquetas de jamón.

Ellos no creían. Por eso celebraban cada nueva elección, cada pliegue de una democracia implementada años atrás. Decían que el Sr. Luna era tonto. Que se movía mucho por la noche, que no se cuidaba, que tardaba en ir al médico y ponía en riesgo la ciudad. Todas las tardes, todas las santas tardes, un comité se reunía para decidir cuál era el estado de salud del Sr. Luna, y él intentaba ignorarlos cuando escuchaba la campana. Sabía todo lo que pasaba, todo lo que ocurría en cada escondrijo de su cuerpo: quién iba a qué, quién tomaba qué, quién se acostaba con quién. Conocía a todos y cada uno de sus habitantes, y sabía qué iban a decidir antes de que abrieran la boca. Y sin embargo, ninguna de las personas que le pellizcaban para fastidiar creían, o querían creer, que el Sr. Luna podía llevarlos por buen camino. Una vez, el muchacho al que habían nombrado Presidente el día anterior le dijo que era un idiota. Que debía aceptar, porque sí, que un hombre-edificio jamás podría decidir por sí mismo. Y por eso, le dijo, por eso vivimos aquí nosotros. En tus edificios interiores.

Por eso el Sr. Luna, en ese momento tumbado boca arriba y pensando en los pinchazos de la dichosa jaqueca, se había preparado a escondidas. Mientras sus habitantes roncaban como cerdos, él se había puesto a recoger espejos en contenedores y a comprar, a comprar como un poseso. Iba a ser una luna y los iba a echar a todos. Porque en la luna no puede vivir nadie, y todos los pasajeros se le habían colado hace tiempo, pensando que el Sr. Luna era un hombre-casa que acogía vidas y conductores, incapaz de pensar desde el centro de la cabeza. Pero el Sr. Luna era un hombre-astro, y él lo sabía mientras encendía distraído un cigarrillo y planeaba cómo iba a disimular, a vivir muy quieto, hasta que cayera la noche y todos se diluyeran en el sueño. Tendría que ser un poco más tarde, porque todos los fiesteros dormían a pierna suelta a las 11 de la mañana. El día pasó tranquilo y las horas fueron corredizas: almuerzo, tele, junta de control (y buena salud), una pelea tras el ojo, merienda, obras en el edificio del estómago, niños juegan a la pelota, cena, primer pregón del nuevo Presidente.

Ya todos estaban dormidos cuando el Sr. Luna se colocó en el borde de la fuente del parque. Desde ahí, miró bien el agua: se reflejaba la luna llena, un círculo blanco y enorme tatuado en el cielo. Era la hora, y escuchó cómo todos y cada uno de sus habitantes dormían y soñaban y volaban a través del techo de sus edificios. Si alguno se despertaba y le atendía, lo sabría. Fue colocando cada uno de los 20 espejos. Creó círculos perfectos, circunferencias concéntricas con un centro hueco. La energía le comía. Llevaba años esperando. Esperando sentado en una esquina de sí mismo (en el mercado, o en el hotel, o en la planta 2 del edificio 3, el de los ricos). Ese día, el Sr. Luna iba a ser un espejo e iba a ser un astro e iba a estar consigo mismo, y les iba a demostrar a todos, a todos, que no merecía ser ciudad. Que todo lo que podía ser lo era solo. Que iba a pasarse a la otra categoría humana, e iba a brillar con fuerza en un cielo sin escaleras y sin gritos mañaneros.

Se sentó en el centro justo después de girar un espejo y colocarlo mirando al suelo. Era la hora, pero solo se reflejaría entera la luz de la luna cuando todos los espejos la miraran. Quería reflexionar un poco antes. Se rió por lo bajo (muy despacio, para no despertar a nadie) de todo el follón que habían montado por las elecciones. ¿Cuánto había durado el mandato del nuevo gobierno? Un día. Ni siquiera un día. Y ahora, ¿adónde irían? Quizás el nuevo Presidente les buscara alojamiento. Tal vez colonizaran otro cuerpo, otra cáscara con construcciones en los riñones y con cuartos luminosos. No sabía si algo cambiaría para ellos. Estaban acostumbrados a vivir, a ser dentro de él. Habían pasado años desde que se le habían colado y le habían llamado hogar. Pero ahora. Pero ahora iba a desahuciarlos a todos. A demostrarles que vivían en la luna, y que no podían hacerlo más. Él no era un hombre-ciudad. Y nunca volverían a negarle nada.

Y entonces (justo en ese instante, con la esperanza brotando de algún lugar de la cocina de casa de Antonio Pérez), Luna rozó la espalda del espejo con la yema de un dedo nervioso y dijo adiós. Adiós a su vida, adiós a sí mismo. Adiós a los edificios interiores. Clavó la barriga del dedo en el reborde del cuadrado y lo levantó. Le dio la vuelta. Y cuando lo colocó, ahora derecho, en el suelo, la luna iluminó cada espejo, cada trazo del círculo, y la piel del Sr. Luna se volvió líquida y blanca y lívida y destelleó porque todo era, porque todo cambiaba, porque todos y cada uno de sus habitantes abrieron los ojos de golpe y se despertaron con tanta luz. El Sr. Luna reflejaba el astro y la luz del sol. Era de luna, y todos se pusieron en pie y corrieron por el terremoto. ¿Qué pasa?, gritaban. ¿Qué pasa, qué ocurre, por qué todo tiembla? Estaban ciegos, pero el Sr. Luna abría los ojos como platos. Y en esos ojos, de repente, empezaron a brotar ladrillos.

La piel se volvió escama de cemento. Los ojos, fachadas. El cabello rubio se convirtió en antena parabólica, y un cuerpo-edificio creció con el viento y clavó los pies al suelo, ahora cimientos por siempre. En el frente se abrieron ventanas y una puerta de madera maciza. La luz de la luna le bañaba y él crecía, y todos los espejos devolvían copias del cambio. Y mientras tanto, personitas varias corrían por los edificios que se fundían y pensaban, y creían, que hacía falta un consejo de organización. Todo se caía. Todo se rompía. El Sr. Luna se hizo grande, grande, y en cada habitación se formó una maceta de perejil rizado, y las neveras se llenaron de comida y los fogones se pusieron medio calientes porque alguien había cocinado poco antes.

A las dos horas, todos los habitantes del Sr. Luna salieron por la puerta de madera y se pararon a mirar su edificio. No sabían por qué, pero tenían ganas de observarlo. Les parecía increíble, de repente, que existieran casas. Que los ladrillos se juntaran con el cemento y formaran estructura. Todos salieron a la calle y descubrieron que la gente era desconocida, pero fueron presentándose y, tiempo después, varios de ellos abrieron comercios. Y vivieron. Y crecieron. Pero cuando sale la luna, todas las noches al vomitarse del cielo, de dos ventanas en lo alto del edificio salen gotas de agua que brillan y desfilan por toda la fachada. Nadie sabe de dónde, pero después, a veces, se escucha un silbido lejano.

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