¿Qué significará el tiempo sin relojes?

martes, 23 de junio de 2015

cucaracha y flor



I



Las flores de la abuela lloran y chillan cuando las mete en esos jarrones. Hay lloros y chillidos que corren por toda la casa y la llenan de un ruido caliente y como de metal roto. Así no puedo más. Le digo a mamá que me quiero ir a la otra casa. Pero que no, me dice, que aquí estamos bien y huele a rosas recién cortadas. A rosas con las venas recién cortadas, le quiero responder, pero tengo los pies de motor y me voy corriendo a esconderme en mi pieza y a dejar de escuchar. De escuchar a las flores que berrean en esos jarrones pintados con otras flores, jarrones autónomos que pueden ser sin que haya nada dentro. Pero nada. Que la casa se llena de jardines y jardines a escala mínima y es insoportable. 

Y encima me dice mamá que si les pones demasiada agua a las flores se ahogan. Ahora mamá se parece a la abuela en los ojos y en las arrugas. Yo le pido menos agua porque ya ellas se han regado de tristeza y de ahogo y creo que están un poco marchitas. Sé que ellas quieren que las reguemos solo para disimular, para que no veamos que se están deshaciendo en otros goterones que son salados, que son como de mar pero no han visto jamás una ola. El caso es que las flores se están muriendo. Y lloro yo. 

Les he puesto un reloj al lado para que se den cuenta de que todavía no tienen que morirse. Pero dice mi abuela que las flores tienen que estar cerca de la ventana y que no se puede poner relojes al lado de las flores, porque a las cucarachas les encanta el ruido de las agujas y entonces los relojes siempre tienen que estar impregnados de matabichos. Eso dice ella. Creo que voy a hacer guardia delante del reloj del salón.


II


Ahora una cucaracha se hace la dormida. Tiene las patitas estiradas y mira al frente. Me como tres almendras por cada vez que le digo que es bonita y que tiene el mundo mecido en los pies. Pies blandos y marrones como el mundo mismo. Le hablo bajito. Que hoy he comido macarrones, que Alberto quiere que vayamos mañana al parque a ver los lagartos. Y que le he dicho que no. Porque los lagartos, no sé, son así como un poquito raros. ¿Verdad, cucaracha? Pero no responde porque se le destrozaría el plan. Todo el plan. Todo lo de hacer como que duerme para que yo le siga diciendo cosas bonitas como si creyera que no las va a oír nunca. Eso lo escuché en algún disco, en algún libro, creo. No sabía que a las cucarachas les gustaran los cuentos. 

Ay no. Ya está. Las flores a berrear. Que esto no es así. Me levanto y con el dedo delante de la boca les hago como para que se callen. Que se le va a joder el plan a la cucaracha, les advierto con una mirada fría fría fría como el cristal del reloj. Silencian por fin su tristeza y me vuelvo, pero no hay cucaracha viva y sin embargo. Sin embargo.

Pero no. Jarrón asesino. Jarrón homicida. Jarrón que cae en trozos sobre el cuerpo marrón de mi amiga. Y es mi abuela y es mi madre y son las mismas arrugas ahora que alzan la porcelana o yo qué sé y dan golpes golpes golpes sobre el semanario. No quiero mirar, no quiero mirar, no quiero mirar. Las flores vuelven a gritar, desnudas ahora en la mesa céntrica, mesa de justa mitad, mesa de distancia. Me uno a ellas y berreo. Lloro y me riego. Lloro y me marchito. Lloro y el jarrón-muerte acaba de separar a la cucaracha de cabeza y antenas y boquita humilde.

Mi bella durmiente.

Fui yo quien puso el reloj al lado para que supiera que ya le tocaba morirse.

Fui yo quien mandó a callar a las flores y las sacó con orgullo del jarrón-eclipse.

Soy yo quien pisa el cadáver húmedo.

Y huele a matabichos. 



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