¿Qué significará el tiempo sin relojes?

miércoles, 29 de enero de 2014

muñecas rusas que no acaban jamás


La mente es algo extraño. Es como si, dentro de nuestra cabeza, habitase otro ser. Un ser que no sé qué tendrá de divino, pero al que tratamos de dios. Yo le ruego a veces, le pido que materialice mis deseos en decisiones o palabras o hechos o iluminaciones repentinas. La comunicación intrapersonal puede ser fascinante. Todos tildamos de loco a quien oye voces, a quien se deja dominar por ellas y actúa siguiendo los dictámenes de los aullidos que bullen dentro del cráneo. Pero todos, absolutamente todos, poseemos un ser en el interior de la cabeza que nos habla, que nos contesta, que escucha nuestros ruegos y nos dice, a veces, que somos unos gilipollas y no merecemos ni pan. Y muchas, muchísimas veces tiene razón. Quizás demasiadas. Porque nadie en esta mandarina global nos conoce más que ese ser que oscila entre nosotros y el cielo, que se duerme cuando dormimos y aparece de nuevo junto al barullo de un despertador que se cae a trozos y que ojalá, joder, ojalá se caiga...
La mente, la conciencia. Yo. Yo soy dos. Mi parte embutida en órganos elásticos, mi interior más profundo. Soy lo que quiero, lo que busco, esas aspiraciones que me hacen agarrar la vida con las uñas o soltarla y pisarla para que se llene de tierra. Mis miedos, a la vez, que en realidad se funden con esas aspiraciones llevando delante la etiqueta o el prefijo del “no”. Todo va unido. Esos pequeños rasgos, esas decenas de muñecas rusas que, unas dentro de otras, bailan. Y tiemblan, y hablan a voces, y a veces, creo, a veces hacen el amor... Estas capas, al final, se reducen a una sola. Ésta es la visible, la matriuska madre, la que da la cara por las demás y sale y dice “estoy aquí”. Pero yo soy dos. Está también mi parte racional, mi parte divina, la que tiende al cielo, o al menos mi matriuska así lo cree. La parte con la que dialogo, con la que me peleo a veces, a la que de vez en cuando me apetece renunciar. Esa parte puta pero a la vez maravillosa. La razón humana. Yo. Yo.
Quién coño me manda ahora a meterme en consideraciones metafísicas. No quise estudiar Filosofía porque me emperré en ser periodista, y por lo visto ahora a mi cabeza hueca le da por llenarse de ideas tontas. Ideas sobre sí misma, que al final no sirven para nada.
Sólo hay una idea que me importa: que la mente es algo extraño. Que nos rogamos. Y, por alguna razón, el mundo no nos hace caso. No recibe nuestras ondas, y al final la esperanza que crea el deseo se disipa y sólo queda, sólo permanece un poco de humedad en la comisura de los labios.
Pienso que quiero verle, a veces. Lo pienso ahora, qué coño. Ojalá pase rápido y, no sé, me vea. Me da igual no verle. De hecho, quizás me haga la borde y me enfrasque en el refresco, o tal vez me ponga a mirarme la puntera de las botas para aparentar que me da igual. Que estoy cabreada. Que no me estoy rogando verle. Sí. La verdad es que me gustaría que pensase en mí un solo instante, aunque sólo lo hiciese en el preciso segundo en que mi figura entrase en su campo visual.
Oye, no. No quiero verle. Porque eso implicaría un cambio. No sé cómo explicarlo, pero así lo siento. Es como si cada vez que le viese, algo dentro de mí se ajustara. Como si viviese en la medida en que le veo, en que me ve. Cosas de la empatía. Me refugio en él ante la inexistencia de un recipiente dentro de mi cuerpo. Es mi conciencia, que se eleva y me araña los hombros, aunque tenga dos huequitos, dos yos donde asentarse. Y he creado un tercero, otro recipiente más, ajeno a mi cuerpo, que no tiene ni idea de que es una extensión de mí, de que necesito que conecte conmigo en la medida de la interacción para poder sentirme así completa. Es triste, soy triste; no quepo en mí, y me doy. No al mejor postor, sino al primero que me mostró, en las pupilas, una estrella. Un destello pequeñito, mínimo, que no tenía nada que ver con los dibujos estelares que, cuando niña, me enseñaban en el colegio. Sin embargo, supe que era una estrella, y pensé que, joder, a mí me gustaría vivir ahí dentro... Y, buscando una sede para mí, una delegación de mi existencia, reparé en la estrella. Pero hoy, ¿cómo lo digo? Me siento mía. Y me doy cuenta de que el vicio de verle sólo me trae reencuentros. Y pienso, no sé, que quizás la parte que guardé en sus costillas sea precisamente la parte de mí que yo desecho. Una parte podrida, asquerosa. Porque la mente es algo extraño, y el subconsciente también. Y puedo quedarme con estas dos partes, emoción y raciocinio, sin que mi parte de contenedor venga a mí. Así que no, no quiero verle. No quiero que se pase por aquí, ni siquiera que me eche una de esas miradas que me demuestran que no es mío, que jamás nadie guardó en mí un trozo de sí mismo.
Pasa un coche, dos, tres... y todos los miro con indiferencia, terca como una mula, bebiendo un buche de Coca-cola que me transporta hasta una dimensión de acidez. El mundo me importa una mierda. No escucho, dentro de mí, ningún gemido. No hay arañazos ni fricción. La matriuska ninfómana parece haber dejado en paz a las demás. Quizá se le haya cortado el rollo con tanto filosofeo. Yo qué sé. Al final, la metafísica palia el ansia de calor humano. Aunque, en realidad, siento un temblor. Oigo voces tenues. Echo un ojo, me contemplo; oteo mis cañerías un instante para, después, reírme un poco. Las matriuskas se revuelven, se quejan. Piden mi dimisión. Soy la muñeca rusa que recubre al resto, y no me quieren. Yo no me quiero. Porque soy dos, tres, y soy demasiadas pero, a la vez, si no me ve, no me completo. Pasa un coche blanco, uno gris, verde, rojo; un arcoíris urbano. Y todos los detesto. Porque no quiero verle. No voy a rogarle hoy a mi parte divina que me permita fijar los ojos en su cuerpo. Hoy el único cuerpo que me interesa es el mío. Yo, yo y mis matriuskas; yo y yo.
Aunque quizás no querer verle sea un mecanismo desesperado para que el mundo me conceda mi deseo.
¡Joder!

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