¿Qué significará el tiempo sin relojes?

jueves, 10 de abril de 2014

¿quiénes son las mujeres buenas?


Las mujeres buenas, ¿sabes?... son aquéllas que hablan poco. Muy poquito. Son las que lanzan vocablos al aire como si los paladearan, como si nadie más en el mundo mereciera un fonema procedente de la glotis femenina. Una buena mujer jamás, repito, jamás obliga al esófago a derretir el habla, a hacer salir a golpetazos lo que se esconde en el centro del costillar. Las mujeres buenas, bueno, pues son aquéllas que se callan, que contemplan los signos gramaticales que otros imprimen en el aire, aquéllas que se sientan con las piernas bien cerradas para que no se suba la falda, ésas que sólo ven ritmo en la música y no en la letra, en las palabras, en la melodía verbal. Una mujer buena nunca derrocha nada, ni la memoria ni las especias. La buena mujer, ésa de verdad, construye la feminidad en el fondo del silencio. 
Y, en fin, mírame. Mírame ahora. Estoy intentando desviar la mirada porque no me da la gana, no me da la puta gana de verme reflejada en el espejo. ¿Qué gano con verme? Sólo soy una mujer, no una mujer buena, sino simplemente una fémina tumbada en el sofá sin ningún tipo de orden en la colocación del cuerpo. Y la copa... En fin, ¿para qué quiero verla en el reflejo? Hoy me apetece beber sin ver. Con los ojillos cerrados, con el trago mudo, con el tacto intacto. Sólo el vino... El paladar y el vino. Sin imagen. Así que a ratos cierro los ojos, y también a ratos desvío las pupilas para que no se topen otra vez conmigo. 
Las mujeres buenas no beben vino tan temprano. Soy total e irrevocablemente consciente de ello. Sólo beben alcohol de noche, acompañado de una buena cena, y es el hombre quien lo sirve en la copa, como en aquel libro japonés... 
Aunque no la veo, sé que la imagen del espejo oscila, que se le levanta el pecho y los labios con regustillo etílico se le curvan. Me río un poco, bajito y a solas. Las mujeres buenas... no sé, no creo que las mujeres buenas se fumen a medias los libros, que los inhalen y no los exhalen nunca. No creo que lleven dentro del coco tanta materia como para poder obstinarse con un pasaje, con la pequeña estrofa de un poema sin métrica pero esquemático. Y, la verdad, no sé si las mujeres buenas, o los hombres buenos, o cualquier ser humano con un poquito de bondad o inteligencia podría cuestionarse los versos. No sé si podría contradecir la verdad absoluta de la poesía, el rumor intrínseco de lo escrito, la estructura que desprenden las palabras y esa forma de hacernos saber, mediante el ritmo, que el autor lo conoce todo. Tampoco sé si las mujeres buenas leen poesía. “Por ejemplo/una mujer es buena/cuando entona desafinadamente los salmos/y cada dos años cambia el refrigerador/y envía mensualmente su perro al analista/y sólo enfrenta el sexo los sábados noche”, escribió una vez Benedetti. 
No tengo ni idea de cómo escribir poesía. Pero sé leerla. Y soy consciente de que los versos no son estáticos. Son como el agua, como agua en desnivel. Fluyen, corren, escapan. Y no tienen una forma fija. No sé si esto lo sabrán las mujeres buenas. Pero, cuando leo o cuando escribo, tengo muy claro que los dibujos que forman las palabras no serán nunca los mismos para mí que para quien lee conmigo. Todo depende del marco, del entendimiento de quien se chuta el pensamiento o la emoción de otros. Y por eso al leer a Benedetti, al llegar a esa estrofa de un bonito poema, puse atención al ruido de mi nevera rota y me di cuenta de que jamás he tenido perro, de que el sexo no se enfrenta, y, aunque me cueste admitirlo, me pregunté lo que era un salmo. Entonces vino a mi mente la imagen de una mujer que es buena, de una mujer cuya nevera anda como la seda, de una mujer que nunca se atreve a cuestionar los versos que otros escribieron. 
Y yo... Yo, pues nada, me puse a hablar conmigo. Por codos y rodillas. Ya me ves. 
Apuro el último sorbito de vino y, con todo el pesar del mundo, me pongo en pie. Camino hasta la cocina, lavo la copa y la poso sobre la encimera de granito. Me apoyo en la mesa y, con los ojos entrecerrados por puro teatro, la miro. La flor de mi cocina. Y el ruido del viento, el del refrigerador...  
Sí, la copa tiene pinta de flor. La raíz geométrica que penetra en la encimera y clava el cristal al frío, el tallo enhiesto que sólo se curva con elegancia en lo bajo, y el capullo translúcido de tulipán defectuoso... La verdad es que le falta algo para evocar la primavera. Algo sencillo, pequeño, ínfimo. Sólo un toque que convierta la copa vacía en flor. Agarro la botella de vino, me deslizo con supuesta elegancia y, con un suave golpe de muñeca, lleno la copa. Y voilà. Un romántico tulipán violáceo, una flor exuberante que comparte con las de verdad la provocación de la pulsión de asomar la nariz al precipicio cristalino y aspirar un olor narcotizante. 
Las mujeres buenas llenan la casa de flores. 
Hago círculos con el dedo índice en el filo del cristal. Mis uñas, de un violeta electrizado, no hacen justicia al color del líquido. Bajo por el capullo del tulipán, poso mis dedos en el tallo transparente y, tras pensarlo una milésima, me llevo la copa a los labios. Y, ¡zas!, una copa de vino nuevecita para mí, sólo para mí. Un tulipán muy caro. 
Me dirijo de nuevo al salón. Por el camino arreglo un par de velas sin llama que se tambalean. Las coloco con cuidado, intentando compensar la gravedad y el ángulo del desgaste en la base de la cera. 
La azul un poco a la izquierda, y la blanca así, un poquito más allá... 
Entonces me giro, con la misión ya terminada, y me veo en el espejo. Podría irme, dirigirme al sofá y volver a obstinarme y a permitirme desviar la mirada de mi figura. Sin embargo, me quedo ahí, de pie frente al espejo de cuerpo entero.  
Suspiro. Una mujer en pijama. Pantalón corto, camiseta de poca tela. Sujetador ausente. Un tulipán granate en la mano izquierda. La postura inquieta. El peso apoyado en una de las caderas. Yo. Maletín inexplicable de feminidad truncada. 
Bebo un sorbo de la copa, sin dejar de contemplarme. 
Me acerco un poco. Bebo de nuevo. Me acerco un poco más. Y vuelvo a beber. A cada paso, un sorbo. Y así termino viéndome solamente el rostro en el espejo, no sé si por ganas de hacerlo o por las machaconas ganas de beber. Allí, unas ojeras ocasionales endurecen los rasgos. Bajo un poco la cabeza. Tras las pestañas que la naturaleza se encargó de rizar en la genética, unos ojos muy marrones se escrutan a sí mismos. Metamirada. Me alejo un poco, y vuelvo a beber. Cada vez tengo más cerca el fondo de la copa. Es como si le estuviese arrancando, pétalo a pétalo, un sí o un no al cristal. 
Con esa nueva idea en la cabeza, me arrellano en el sofá. Esta vez sí me miro. 
Una mujer buena... 
Una mujer buena no se miraría mientras bebe vino por la mañana, aún en pijama. No buscaría respuestas en la sombra del alcohol. No bebería a sorbitos por seguir el ritual y no por guardar la compostura. 
No soy una mujer buena. Quizá, si lo fuese, podría echarme a llorar ahora mismo; tal vez el jugo ocular que me habría arrancado la imposibilidad de hacer feliz a la sociedad se derramase por mis mejillas. Y tal vez, sólo tal vez, el tinto esté rico con un poco de sal. 
Las mujeres buenas, ¿sabes?...  son aquéllas que intentan complacer al mundo con actos que no las representan. Al menos, creo, si adaptamos los parámetros del adjetivo “bueno” a la anquilosada melodía del reproche social. Las mujeres buenas son ésas, ésas que hacen lo que dictan las convulsiones ajenas y se anudan los imperativos a la espalda. Ésas que cambian el refrigerador cada dos años para que nadie vea que está feo, ésas que anteponen el mundo a la vida, ésas que se guardan las palabras para cuando sirvan o simplemente encajen.
Ahora miro la punta de mis dedos, y los muevo como si bailaran. Y pienso, entonces, que sí. Que hablo demasiado, que pienso demasiado, que bebo demasiado. Que cuestiono lo que leo, oigo y digo. Que no acumulo palabras para guardarlas, para usarlas después con fuerza y contundencia cuando queden bien, sino que las vomito a cada rato. Que no dibujo una línea imaginaria en la rodilla para decirme que de ahí no sube el corto de la falda. 
Sin embargo, y debajo de toda esa capa de nula adecuación social, tengo algo. Va más allá de las copas de vino antes de mediodía, de la postura incómoda en el sofá. Intento encontrarlo ahora en el fondo del cristal. Deshojo la copa a sorbos, tragando poco a poco el líquido sólo por seguir el ritual. Tal vez habría sido más adecuada la cerveza.
Y me hallo buscando, me hallo intentando recabar qué es lo que tengo dentro, me hallo haciendo algo tan egoísta como pensar íntegramente en mí. Y me pregunto, entonces, si las mujeres de verdad, las que no necesitan ser buenas, no serán ésas que se olvidan de conformarse simplemente con lo que otros encontraron en ellas.  

3 comentarios:

nieves dijo...

Para qué sirve ser buena. ¿<Vale la pena? ¿Tú crees que vale la pena?

Ivinca dijo...

Extrañaba leer tus entradas, ¿sabes? Siempre me han hecho pensar y, ahora mismo, me viene bien hacerlo <3

Caótica dijo...

Y yo te extraño a ti.
Muchas gracias. Me alegra hacerte pensar, como un motorcito de arranque...
Muac!