¿Qué significará el tiempo sin relojes?

miércoles, 29 de abril de 2015

hueco-lavadora-resurrección fatal



Fue así: me peleo de pronto con la lavadora, con una cesta de ropa que vomita un tope blando, y empujo y empujo para que quepa, para que entre la última sábana de la última tanda de ropa. Y parece que no se acomoda nunca, es como un puzzle que no calza, una pieza que perdió la forma en un diluvio y se hinchó, plaf, no quiere más huecos. La sábana. La sábana tiene que entrar. Con las manos voy haciendo pliegues. Concentro el tirón del cuerpo en hacer pequeña, cada vez más chica, la fina carpa de tela rosa. Sudo por la frente y los cachetes. Y así me paso más de cinco minutos, con los dedos agarrotados de tanto hacer fuerzas hacia dentro. Hacia el tambor de una lavadora que es vieja y es pequeña y es inútil. Mi madre lo hacía todo deprisa, era como una locomotora de lo limpio y recorría la casa buscando más ropa, más sábanas sucias, más toallas que se hubieran quedado fuera de la cesta-agujero del mal. Después iba hacia la lavadora y, ¡zas!, todo dentro. Si me viera, si pudiera al menos verme tirando y volviendo a doblar una jodida sábana que no entra y me descoloca todo, me descoloca, me descoloca. Recorro las arrugas de mamá en la memoria mientras introduzco sin gritar, sin ningún gesto de victoria, la esquina más rebelde en la lavadora. Soy una cabezota, qué le hago, y los botones me miran mal. No les voy a dar ni un hola.

¿Y de qué sirve? ¿De qué sirve? Como si nada, porque después termina el programa y ando feliz hacia la solana. El sol se filtra por la rejilla y el día vuela de viento, y me agacho, abro la lavadora, toca tender. Así que saco todo y lo introduzco en un barreño que heredé de mamá, por cierto, y que no se ha roto en 20 años. El apasionante mundo del plástico bueno. Voy ahorcando calcetines y bragas de colores con pinzas. Silbo una canción de Queen. El olor a detergente me coloca. Pero entonces. Pero entonces. Entonces termino y veo que he dejado para el final la maldita sábana, y la miro con calor de ojo torcido porque al final cupo, al final se lavó. La huelo con gesto de eh, gané, y entonces. Entonces le toca al tendedero, eso es lo que pasa. Que no hay caso. Que no hay más paz. La sábana del demonio no cabe en el tendedero endemoniado, la sábana del maldito y burgués demonio no cabe en las rejas y no hay nada, nada. Me paro, me siento. El sudor que me brotó. La fuerza. La rabia. ¿Y todo para que el puto-tendedero-de-plástico-malo no tolere una sábana más, un trozo más de tela, a mí? Mamá siempre decía que tender era terapia.

Es culpa de la sábana. La sábana, que es mala. Que ha dormido conmigo y me ha calzado los sueños. Y me ha visto bajar las manos hacia el más puro dolor. No le gusta cómo duermo y me quiere matar. La lavadora, la cesta, el tendedero. ¿Qué hago ahora? Mamá siempre decía que las ventanas tragan. ¿Qué significa? Estudio las cuerdas de tender y no, no hay hueco. Puedo tirar los calcetines. Y esos pantalones. Pero no sé. ¿Prefiero sábanas o pies? No encaja nada. Estiro las piernas para pensar en línea. Me veo de pronto como la tela olvidada, la que no cabrá jamás. Y siento pena de una sábana que quiere terminar con mi vida útil y hacer que me hunda en el más puro hueco-lavadora-resurrección fatal.

La señora que me ha denunciado dice que le debo el arreglo del coche. El policía, que cómo sucedió. Pero los testigos me observan con risa contenida. La sábana era de Hello Kitty, y me avergüenzo. 

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