¿Qué significará el tiempo sin relojes?

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Varias docenas de veces.

Una calle llena de gente. Rebosante. Solía ser silenciosa hasta que llegaron las tiendas. Ahora ni siquiera las abejas guardan silencio. Se cuentan a puñados de gigante las señoras que desfilan por aquí con sus exagerados contoneos. Nadie se siente, pero todos se miran. De arriba a abajo, como si intentaran demostrar algo. ¿No lo entienden? Todos son iguales. Quiero decir, siguen el mismo patrón.
Mientras me perdía en mi torpe análisis de la calle, alguien se sentó a mi lado. Pude percibir un vago olor a perfume de mujer. Me giré descaradamente (aunque en ese momento no creí que fuera de esa manera) y vi a una chica de cabello ligeramente claro y largo y ojos marrones. Miró hacia mí y sonrió, tal vez por educación. No le devolví la sonrisa. Me quedé ahí, tan descarado y torpe como siempre, analizándola.
Descubrí que ya la había visto varias docenas de veces. La había visto llorar, reír, la había visto caer y volar. La había visto varias docenas de veces, varias docenas de noches, en sueños. Era la chica del vestido azul, la chica con la que soñaba en mis noches de selectiva soledad. La amiga de las ratas sentaba en un par de tablones llamados banco, a mi lado. Siempre a mi lado.
En lo que dura un pestañeo abrí los ojos y me tapé la cara con las sábanas. Me di cuenta, un rato después, de que tenía la cara mojada. Me pregunto por qué lloraba. ¿Lloraría por el dolor de cabeza? ¿Por la vida que se me iba entre humo e infelicidad? ¿O porque tal vez, sólo tal vez, me estaba enamorando de alguien que sólo existía en mi cabeza?

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