Me senté sin ganas en el suelo, apoyando la espalda en un muro que parecía caerse a trozos. Después de andar tres horas bajo este horrible cielo sin estrellas decidí descansar un rato y fumarme un pitillo (la segunda idea la deseché y me sentí orgulloso de mi fuerza de voluntad). Frente a mí se movía todo el mundo, había en las calles ese movimiento que hay en navidad. Pasaba gente llena de bolsas, señoras en tropa y madres cargando a sus hijos medio dormidos. Sonaban villancicos, tan estresantes como siempre, y yo me preguntaba por qué habían puesto esos altavoces en las farolas si nadie les hacía caso, cuando mi mirada se posó sobre una figura que llamó mi atención. Estaba de espaldas, y el pelo castaño le caía por las espalda, formando perfectas ondas. No era alta ni bajita, al menos en comparación con la gente que estaba a su alrededor, y llevaba una camiseta azul. Una vez conocí a alguien con ese pelo castaño. Sonreí al recordarlo, aunque realmente me dolía el alma. Me puse en pie y decidí andar hacia ella. Cuando -no sin esfuerzo, ya que la gente empujaba- estuve a su lado, miré de reojo y... sentí que se paraba el mundo, o me paraba yo, dejó de importarme el escenario y comenzó a importarme uno de los actores secundarios, o tal vez principales de la obra de mi vida. Me paré en seco, sin darme cuenta, y la miré durante un par de segundos. Tenía el corazón a mil. Entonces me miró, tan indiferente, con esos ojos azules suyos que parecían encerrar todo el dolor del mundo. Me sentí perdido; no en su mirada, no en ella. En el mundo. De repente sentí que todo el dolor que había en esos ojos era para mí, porque nunca sería capaz de quitárselo de ahí. Sentí lágrimas, y me di cuenta de que había comenzado a andar y había salido de la plaza.
Volví a sentarme, esta vez en un banco y lloré como se supone que no debe llorar un hombre en público. Es tan difícil olvidar.
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