El sol se cuela entre los árboles e
ilumina el perfil derecho de su rostro, dejándole pequeños círculos
irregulares de luz como pecas gigantes. Su boca se curva en una ligera sonrisa
que me cuesta distinguir. La cosa es que, aunque la sonrisa es leve, es
contagiosa y sonrío yo con él como si las comisuras de nuestros labios estuvieran
unidas por hilos invisibles y me estuviera tirando. Recuerdo las palabras que
le dediqué hace cosa de un año: “Eres un animal en peligro de extinción”. Así
es. A nadie de mi especie se le refleja así el rojo de mi camiseta en los ojos,
que son tan negros como el petróleo. Nadie de mi especie es capaz de comerse un
bote entero de ramen picante en un minuto (cronometrado). Nadie de mi especie
sería capaz nunca de hacerme reír hasta caerme de la silla y romper toda la
vajilla como hizo él una vez. Nadie de mi especie puede argumentar como si
estuviera rezando el padre nuestro treinta razones por las que se ha puesto una
camiseta azul un sábado. No creo que nadie de mi especie se sepa todas las
canciones de su MP4 (son quinientas, por Dios) sin excepción, por mucho que las
haya oído o que le gusten. Nadie de mi especie sería capaz de irme a buscar a
las doce de la noche y hacerme salir de la ventana para colarse conmigo en la
piscina pública, habiéndola llenado antes de pelotas hinchables, porque le dije
que me encantaría bañare de noche entre burbujas que no se rompan. Sólo él, mi
pequeño Puma.
Gira la cabeza y las pecas de sol
iluminan su coronilla por un segundo antes de que se ponga en pie y eche a
correr. Sus pies suben y bajan y suben, y bajan, y suben y bajan en una danza
magnética que me hace volver a pensar que estamos unidos por alguna clase de
hilo invisible. ¿El famoso hilo plateado de los meñiques o las cuerdas de un títere?
Pruebo a mover mis dedos, luego las muñecas y finalmente me muevo entera como
si convulsionara. Él ya se ha parado y está totalmente quieto. Miro mis propias
muñecas buscando indicios de alguna cicatriz o algún pedazo de hilo visible. Las
registro pero no hay nada, absolutamente nada y me siento aliviada, no es mi
Puma quien me controla, no caeré al vacío si él corta los hilos que nos unen y
nos han unido siempre, títere y titiritero.
—¡Ven! —me grita desde donde está.
Parece un muñeco.
Y entonces me levanto y corro hacia
él y comprendo que los hilos que nos unen en una relación simbiótica y no
parasitaria o manipuladora no están cosidos a mi piel ni atados a mis dedos
meñiques o a la comisura de mis labios. Son las palabras. Están en el fondo de
la garganta o tal vez más adentro, tal vez residan en el mismísimo núcleo de mi
alma.
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