–Oye, ¿sabes?... -dijo ella-, me gustaría tener una visión global, no sé, como un superpoder. Un prisma clavado en la córnea, que se abra y se expanda y lance mis pupilas hacia todos lados. Como un embudo, algo así, que mi ojo se abra un poco más a cada centímetro y tenga en el extremo un tamaño totalmente distinto al de la mierda de agujero por el que estoy condenada a mirar. Y que sea redondo, que me dé la vuelta a la cabeza, y al cuerpo, y a los brazos, y que me deje verlo todo, todo. Que no me corte la mirada. Quiero poder ver más allá de mí y de mi percepción, que mi vista no sea jamás limitada, que nadie pueda acusarme de tener una simple y rácana mirada de sujeto. No saberlo todo, pero sí tener los medios para hacerlo; no me importa no ser capaz de comprender lo que hay a mi alrededor, qué son esas figuritas que traspasan el velo de mis ojos y navegan a través de mis nervios oculares. No me importa. Pero quiero tener la opción, ser capaz de mirar, de traspasar las fronteras, y si algún día, por casualidad, me da por meditar, podré entender tanto, tantísimo como abarquen mis ojos-embudo. Y si no quiero, si no me apetece hacer gimnasia mental, darle cuerda al coco, entonces simplemente puedo buscar la amplia belleza en el sentido más primario.
Lo dijo, juro que lo dijo, convencida y todo. Lo dijo. Y justo después me miró y sonrió, y repitió algo sobre la belleza. Y yo pensé, joder, esta tía no comprende que lo dulce de la belleza y de la vida está en no abarcarlo todo, en no tenerlo todo. No entendía que el sujeto siempre parcializa, y que si tienes opción de verlo todo, entonces estás jodidamente ciego...
Las mejores historias son las que hablan de lo que no cuentan, ésas que tienen otras letras impresas en los márgenes y entre los huecos de los renglones. Las mejores historias son las que dejan rendijas, grietas pequeñas por las que descubrir qué es lo que se mueve dentro de todo.
¿Qué significará el tiempo sin relojes?
martes, 10 de junio de 2014
ojos
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