En un programa de la tele, un ordenador cuenta los golpes que sacuden a dos cuerpos. Están quietos, sentados en una habitación blanca. Se miran a los ojos. De vez en cuando a uno se le expanden las aletas de la nariz, y alza la mano y le pega al otro en la cara. Nadie hace nada más. Hasta que un golpe vuelve a surgir de las articulaciones. Es quizás azar, pero el ordenador pone número a cada tortazo. No cuenta más. Ni el tiempo ni la frecuencia cardiaca ni la cifra de espectadores que se indignan con una violencia tan fácil y cambian de canal. Sólo cuantifica los golpes. Uno, dos, tres. Cuatro. Y no numera la respiración, ni la mota de azufre que corre con la sangre, ni una determinada cadencia en la voz mental, ni un tenue rubor en las orejas, ni un estremecimiento de las articulaciones, ni la arruga de los párpados cuando un recuerdo dilata la pupila, ni nada. Sólo cuenta el golpe.
Las mejores historias son las que hablan de lo que no cuentan, ésas que tienen otras letras impresas en los márgenes y entre los huecos de los renglones. Las mejores historias son las que dejan rendijas, grietas pequeñas por las que descubrir qué es lo que se mueve dentro de todo.
¿Qué significará el tiempo sin relojes?
domingo, 12 de octubre de 2014
teleceguera
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