¿Qué significará el tiempo sin relojes?

jueves, 17 de enero de 2013

Consecuencias de tus paseos a media mañana



Cuando te vi caminando bajo mi ventana con las manos en los bolsillos, me volví incapaz de apartar los ojos. Andabas con aire serio, implacable; tal vez ni siquiera recordaras que estabas deambulando por mi calle, debajo del edificio en el que perdiste parte de tu vida aquellos días. Y mientras, yo, que me quedé el tiempo que perdiste y lo guardé para mí, te miraba pensativa. No esperaba que miraras hacia mí, hace tiempo que mi mirada dejó de ser un imán para la tuya. No lo hiciste, no miraste, y como siempre me tocó a mí asimilar que no vas a volver a mirar a mi ventana y que, tal vez, no lo hagas porque eres perfectamente consciente de que la fachada azul de mi casa podría clavarse en tus pupilas y hacerte preguntarte qué es de mí. Sin embargo, te detuviste, frío como el hielo, y te sentaste sin ganas en el banco. En mi banco. El que ya no es tuyo, el que ya no es nuestro; como dos padres que se divorcian y comienzan una desarmada guerra por la custodia de los niños, luchamos por ese territorio. Le grabaste aquella frase que tanto odio esperando que acercarme a él pudiera proporcionarme una tristeza asquerosa (simplemente por la satisfacción que pudiera darte que lo más cercano a mi puerta me trajera malos recuerdos) y yo, menos predecible que de costumbre, empecé a sentarme en el banco de la discordia la mayoría de las mañanas mientras tú pasabas por delante. Después, concediéndome la victoria, cambiaste de ruta y no te volví a ver en meses. Hasta el feroz momento en que te vi, hace horas, sentado en el puto banco, mirando el móvil. Me apoyé en el alféizar de la ventana, cansada de todo y de nuevo de ti, de mí y de la materia oscura que siempre me oprime el pecho cuando pienso en ti. De echarte de menos cuando no sé hacer otra cosa. De recordarte y recordarme, y de ponerme a revivir momentos que nunca me han llevado a ninguna parte.
Te observaba, ahí, sentado a unos metros de mi ventana. Sabía que no me estabas provocando. Parecías una persona nueva, totalmente distinta, a la que le hubieran vaciado la cabeza y, después, se hubieran olvidado de guardarme. Se llama amnesia selectiva y la sufren los que son como tú, pensé, regalándome a mí misma un poco de autocompasión. Pensar en que algún día nos quisimos y lloramos por perdernos, en que algún día separarnos era algo imposible y la idea de poder llegar a odiarnos podía hacerte daño, me parecía una locura. Son cosas que ocurrieron, hechos de mi vida que tengo bien guardados en el cajón de las cosas inútiles; son pasajes del libro de mi vida que alguien se ha encargado de emborronar. El tiempo, con sus garras ponzoñosas, se metió dentro de mí -y de ti, tal vez- y se dedicó a jugar con los hilos de mi cabeza, de mi corazón y de mi alma hasta dar con la combinación perfecta, aquella que pudiera hacernos caer en la indiferencia más maquinal y absoluta. O quizá, simplemente, no lo premeditara y somos producto del azar. Quizá no haya nada más allá e, igual que te miraba desde la ventana con ojos dubitativos, podría haber estado dándote una bofetada, contándote las pestañas o mirándote a los ojos. En cuanto lo comprendí, te miré de forma distinta. Te miré y te estudié, buscando algo en ti, algo tan pequeño como un grano de arena, a lo que agarrarme; algo estúpido, irracional, una locura pequeña pero significativa que pudiera mostrarme que el destino existe, que notabas mi presencia y que podía irme a dormir tranquila. Y, como esperaba, no encontré nada. Te pusiste en pie y comenzaste a andar de nuevo, llevándote mi esperanza debajo de las suelas de tus zapatos negros. Te llevaste mis delirios contigo, tanto aquella noche como esta mañana y me dejaste hueca, insuficiente. Me devolviste al devenir irracional de mi vida; a la velocidad que me lleva y me maneja; al mareo constante, por culpa del movimiento; a la tortura de sentirme como me sentía antes, dolorida; a la horrible sucesión de imágenes que son mis días cuando pienso en ti e intento recordar mis errores. Te llevaste muchas cosas, pero con tu presencia y con la palpitante demostración de tu olvido -de tu amnesia selectiva- me trajiste recuerdos, el dolor de una herida a la que le han echado sal. Sin saberlo, hiciste que volviera a preguntarme quién eres, quién soy, quiénes fuimos. Hiciste que volviera, después de mucho tiempo, a cuestionarme a mí misma y a compararme con esa versión pasada de mí -y totalmente ajena a la actual- a la que tantas veces he odiado. Y no quiero pensar en nada que tenga que ver con la oscuridad de tu mirada sobre mis manos de dedos largos. No quiero sentirme vulnerable. Y es que, cada vez que apareces de nuevo, consigues devolverme al pasado a mí y sólo a mí, convirtiéndome en un complemento vintage de mi vida, que no tiene lugar entre la novedad y el avance.

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