¿Qué significará el tiempo sin relojes?

miércoles, 20 de febrero de 2013

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Me enseñaste que la vida tiene dos caras y que yo tengo cien. Me enseñaste a soñar despierta, con las pestañas llenas de amargura y el dolor marcado en las ojeras; a reírme de la vida si no soy consciente de que me estoy cayendo; a vivir de pie, sin inventar mil maneras para no hacerlo; a seguir siendo yo y no dejar de serlo jamás, porque soy quien soy y ya dejé de preguntármelo. Me enseñaste a quererme aunque no pudiera y a quererte si podía. Me enseñaste que todo fluye y todo se marcha, y si nada importa es porque nada dura; que la vida entre momentos también existe; me enseñaste el mundo más allá de lo que yo sabía, porque podías. Me enseñaste, de muchas formas, que la vida no son círculos concéntricos. Lo hiciste sin darte cuenta, solamente regalándome tus suspiros y dejando que te arrancara la paz que encontré en lo más hondo de la noche de tus pupilas. La arañé y me quedé con ella, la guardé para mí y tú, sin ella, seguiste mirándome fijamente y no bajaste la guardia regalándole al mundo una de tus eternas caídas de pestañas (aquellas pestañas que eran mías y sólo mías, que enmarcaban aquellos ojos que quería guardarme y las estrellas que siempre quise ver en ellos). Me enseñaste todo sin esfuerzo y me obligaste a echar una mirada al desastre que llevo dentro, me hiciste ver lo que tengo y verme a mí. 
Tal vez pueda agradecértelo algún día, pero hasta entonces seguiré recordándome a mí misma que me robaste parte de lo que siempre fui, que si yo te robé la paz tú te quedaste con mi alegría y que los milagros son sólo cosa de la Biblia.

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