Cuando la noche cae, caigo yo. Oscurece y me rompo en pedacitos muy pequeños, salen disparados y no hacen ruido. Y yo me encargo de recogerlos y pegarlos con celo, uno a uno, poco a poco, con paciencia y desgana, olvidándome de todo y olvidándome de mí. Así paso las horas, volviéndome a hacer, montando el peor puzzle de todos y dejando de pensar. Centrándome en mí, en lo que soy y en lo que quiero llegar a ser; centrándome en lo que podría llegar a ser si, cada noche, no me diera por romperme. Sé perfectamente que nunca podré arreglarme del todo y volver a ser lo que era al salir el Sol. Nunca podré ser la misma pero, a la vez, no podré ser diferente porque siempre sigo el mismo esquema, las mismas instrucciones nunca escritas; porque aunque no sea la misma, me parezco tantísimo que casi duele. Así, cada noche vuelvo a nacer y me recreo en un orden distinto, de distinta forma, pero siempre con las mismas piezas, siempre con la base que vuelve a romperse y a caer. Hacer, destruir. Y así una y otra vez, sin romper nunca el círculo vicioso, el ciclo imparable de noches frías y días llenos. Una y otra vez, dando vueltas como una ruleta, montada en la noria y recordando siempre aquella montaña rusa de la que decidí bajarme; recordando el vaivén, los cambios de velocidad; recordándome. Siempre cayendo a una velocidad de vértigo si aparece la Luna, mi alarma lejana.
Las mejores historias son las que hablan de lo que no cuentan, ésas que tienen otras letras impresas en los márgenes y entre los huecos de los renglones. Las mejores historias son las que dejan rendijas, grietas pequeñas por las que descubrir qué es lo que se mueve dentro de todo.
¿Qué significará el tiempo sin relojes?
domingo, 17 de febrero de 2013
Hacer, destruir.
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