¿Qué significará el tiempo sin relojes?

martes, 27 de noviembre de 2012

Recuerdos nulos



-Te reto a que me quieras -soltó él, regalándome una de sus sonrisas pícaras, en la estación de tren.
Seguramente le parecí una loca cuando empecé a reírme. Al fin y al cabo, en la vieja estación nadie se reía nunca; estaba pintada del gris más oscuro, y no me refiero a sus paredes, sino a su atmósfera. Era un lugar de tránsito, donde los viajes terminaban o comenzaban. Y parecía que la primera opción eclipsaba a la segunda y la euforia de viajar quedaba disminuida por la presión de verte rodeado de personas que fruncían el ceño y niños que lloraban por el ruido de los trenes que se acercaban o se marchaban. Yo misma me había visto presa de ese efecto (llamémoslo efecto empatía), parándome a pensar al ir a coger el tren en las horas que tendría que esperar para llegar a mi destino; en el aburrido traqueteo del tren sobre los raíles, que no iban a dejarme dormir y en que el cosquilleo de mi estómago no era de alegría, sino de nervios (mentira). Y ahí estaba, riéndome a carcajadas con un vagabundo a metro y medio de mí, dos señoras vestidas de azulón detrás, un tren que llegaba y él mirándome, enarcando una ceja.
-Te reto a que me dejes hacerlo -contesté, después de soltar toda mi controversia interna en aquella sucesión absurda de carcajadas.
Me miró desconcertado; no me entendía y aquélla no era la primera vez que sucedía, aunque, y a riesgo de parecer de nuevo una lunática, me gustaba esa mirada.
¿Cómo me retaba a que le quisiera, si cada vez que le veía para mí se apagaba el mundo y sólo quedaba la pequeña -y cálida- luz que él emitía? ¿Cómo me retaba a que le quisiera, si siempre fue mi as de corazones y yo siempre fui su invierno? ¿Cómo me retaba a que le quisiera, sonriéndome de aquella manera tan pura y cruel? ¿Cómo me retaba a que le quisiera si cada vez que intentaba hacérselo saber se cerraba, creaba una muralla a su alrededor y yo me derretía como un cubito de hielo en pleno agosto?
Nunca le expliqué aquella respuesta, me limité a apoyar mi cabeza en su hombro y sigo preguntándome cómo se lo tomó. Sólo sé -sabemos- que acababa de llegar nuestro tren y subimos por los pelos, "gracias" a las señoras de azul. El otro tren lo perdimos.

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