Suspiré. El aire se me escapó del cuerpo y coronó los agujeros de mi nariz. Me hinchó la cara. Corrió por la habitación y se puso a dar vueltas alrededor de los muebles, del gotelé de las paredes, de las pelusas. Salió por la ventana, que estaba abierta de par en par, y se subió a horcajadas sobre una corriente de aire más grande, más viva, más sucia. El aire de mi cuerpo se contaminó con los gases de la calle, y mi exhalación se convirtió en viento. Se mimetizó con el aire que había salido del tubo de escape de un camión de fruta, o de un aire acondicionado que hace tap, tap, tap, o de la nariz de otro. Mi aire dejó de ser mío en el preciso instante en que decidí que quería respirar, y suspirar, y limpiarme el alma en lo profundo. Yo suspiro, y una parte de mí vuela, y puede llegar a cualquier sitio, a cualquiera. Y mi aire, entonces, sólo es libre cuando sale de mí. Sólo yo, sólo partes de mí son libres cuando ya no están conmigo, cuando se escapan, cuando echan a volar porque yo, entretenida, les doy un pequeño empujón. Con los pulmones, o con los dedos, o con el habla. Soy de todos si respiro. Si respiro, puedo volar.
Las mejores historias son las que hablan de lo que no cuentan, ésas que tienen otras letras impresas en los márgenes y entre los huecos de los renglones. Las mejores historias son las que dejan rendijas, grietas pequeñas por las que descubrir qué es lo que se mueve dentro de todo.
¿Qué significará el tiempo sin relojes?
martes, 9 de diciembre de 2014
333
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario