¿Qué significará el tiempo sin relojes?

domingo, 7 de diciembre de 2014

yo rotonda


Están construyendo una rotonda en la entrada a mi pueblo. Cada semana, al volver a casa, veo la obra. Yo no la busco. Me olvido de que ahí se mueve algo, de que mientras yo ando o como o pregunto unos obreros arman una curva de mentira. Solo la recuerdo cuando regreso. La veo y es más grande y más perfecta y cada vez más redonda. Los trabajadores son rápidos. La rotonda es distinta todas las semanas. Y cuando la oteo, el mundo se achica y se reduce a ese segundo. Los regresos se me funden, son viscosos. Mi abuelo me sube en coche a veces. Pasamos rodando por el paritorio de cemento. Me dice, mira qué avanzada va la rotonda, y cavila sobre cómo será cuando la terminen, qué les falta para que la rotonda sea rotonda. Dentro de poco acaban, cierra siempre. Yo fijo la vista en los bloques medio desnudos y me callo. La obra me da miedo. Me asustan los ladrillos. Crece, y yo no sé cómo crecen las rotondas.
Intento no mirarla. Lo intento con ganas. Cuando voy por la gasolinera, lanzo la vista hacia el techo del coche o de la guagua y me concentro. Bizqueo. Pero se me vuelan las cuencas y la falsa curva me sacude desde dentro, esta vez ya vestida con cemento, con la altura perfecta. Y más lisa. La semana pasada se le veían maderas y trozos de bolsa, y el cemento era rugoso como la piel del techo de la guagua. Me asusto porque vivo fuera y las rotondas crecen y las flores brotan y cuándo pusieron las luces de navidad, cuándo las encendieron. Mi pueblo parece otra cosa, y todo empieza en el filo de una rotonda que aún no sirve para girar. La ansiedad me muerde, un gusano dentro, porque la guagua va despacio y allí en el muro hay un cartel de un concierto del que no me he enterado. Me da miedo no leerlo.
Construyen la rotonda al lado de la gasolinera. Justo delante de la entrada al pueblo. Como una bandera que baila y me grita que no soy, que no vivo, que no estoy. Que vengo para irme como un extrajero o el técnico de la Telefónica. Mi abuelo imagina cómo será la rotonda cuando esté acabada y yo sé que tengo miedo y me muerde el coco.
Me asusta, me asusta, me asusta. Un día llegaré y querré no mirar pero lo haré, y la falsa curva estará terminada y resplandeciente y algún concejal la habrá inaugurado, y en el periódico ondeará una foto de ésas de corbata y manos, besos. Y miraré y la veré. La rotonda estará hecha, lisa, alta. La guagua seguirá rodando, y eso es lo que me asusta. Me asusta entrar al pueblo, que será ya un pueblo con rotonda nueva, y ver que las casas son más grandes y no hay bancos en las plazas y hay agua corriendo por los carriles y los viejos ya no me saludan porque son otros y el sendero a la montaña no tiene esas piedras que te agarran los pies para que no resbales. Me asusta la rotonda y me escondo, me arrebujo en el asiento como un ovillo de persona. No voy a mirar, porque si aprieto bien los ojos ya no hay obra, desaparece, se va y vuela y solo permanece la entrada que me saludó cada tarde, la puerta que me guardó de lo que no era mi cosmos. Si retuerzo los párpados y no veo, ya no hay supermercado nuevo ni farolas altas ni obra parada, solo la nave que ya nadie derrumba, y la señora que se sienta en el escalón de mi calle me sonríe porque no he bebido caldo de pollo en su velatorio ni he observado las ventanas cerradas de su casa. Si no miro, la rotonda ya no está. Y todo sigue igual.
 

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