¿Qué significará el tiempo sin relojes?

martes, 23 de octubre de 2012

Dos.



5-12-11





–¿Conoce usted al señor Derek Hunt? –me dice el que, sin lugar a dudas, ha adquirido el rol de poli bueno.
Es un hombre de mirada vacía y voz llena de fingida ternura. Sus ojos verdes y hundidos oscilan por la habitación, deteniéndose en mí cada dos segundos. Tiene cara de lobo apunto de lanzarse a por su presa. En cambio, su compañero –el poli malo– tiene pinta de bonachón, con su barriga cervecera y sus mofletes rojos. No entiendo por qué no se han cambiado los roles. El poli malo no intimida, el poli bueno da miedo, y así la habitación entra en una sucesión de absurdos y a mí, como siga así, se me va a escapar la risa.
–Sí –contesto, mirándole fijamente–. Vivíamos en el mismo vecindario.
–¿Vivían? –pregunta el poli malo mientras tamborilea con los dedos.
–Cuando éramos niños.
–Entiendo –dice el poli bueno (el agente Stevenson, por lo que se lee en su placa de identificación)–. ¿Quiere agua o café? –hace amago de levantarse.
–No, muchas gracias.
"Lo que quiero es irme pronto", pienso y callo.
Tengo que recordar mi papel: soy una buena samaritana, no tengo nada que esconder y estoy dispuesta a ayudar cuando se me diga.
–Entonces, conoce a Derek Hunt. ¿Tienen algún tipo de relación en la actualidad? –mientras habla, el poli malo (el agente Rigby) se rasca la cabeza con fuerza, lo que le da aspecto de bulldog.
–No.
Silencio. El agente Rigby comienza a leer el tocho de documentos que tiene delante y el supuesto poli bueno bebe la taza de café que lleva revolviendo desde que llegué. Los dos hombres parecen sacados de un cómic (de uno malo) y yo debo parecer una idiota, con mis guantes rojos. Me los quito y apoyo los dedos en la mesa. Siento el tacto de la madera vieja, rugosa y dura. 
–Se le ha visto con él. El doce de noviembre en una cafetería del centro –comienza, por fin, Rigby–. No le conviene mentir, señorita Holloway. No le llevará a ninguna parte.
El otro enarca una ceja.
–Usted me ha preguntado si tengo relación con el señor Hunt. No me ha preguntado sobre encuentros casuales.
–¿Qué pasó el doce de noviembre? –pregunta el otro policía, el de los ojos hundidos.
El doce de noviembre. No ha pasado un mes entero y siento que una eternidad me separa de aquel día.
–Estaba esperando a alguien en la cafetería y Derek entró. Hablamos un rato, pero él tenía prisa, creo que nombró algo de una lavandería que estaba apunto de cerrar –los dos me miran pidiendo más. Hago una pausa y su expresión no cambia; es como si se hubieran quedado congelados para siempre así, uno con los brazos cruzados y el otro con las manos apoyadas en la mesa–. No hablamos de nada importante.
–Tal vez no sea importante para usted –susurra el poli bueno, como si me estuviera contando un secreto–, pero nos gustaría saber los detalles, Grace.
Me dan ganas de poner los ojos en blanco cuando dice mi nombre. "Recuerda, buena samaritana, nada que esconder, ayudar cuando se te diga".
–Derek se sentó y me preguntó por mi vida. Le pregunté por la suya y me dijo que le habían ofrecido un trabajo en Meg's, un garito de mala muerte en el centro de la ciudad.
–¿De qué era el trabajo?
–Querían dos funciones cada jueves por la noche. No sé exactamente la hora –me miran y, aunque se empeñen en llevar dos roles distintos que ni siquiera se diferencian, me miran con la misma expresión: duda–. Derek es ilusionista.
–Lo sabemos –suelta Rigby mirándome con desprecio–. ¿Algo más que declarar?
–No iba a aceptar el trabajo. Dijo que le parecía decadente.
El bueno asiente y apunta en la pequeña libreta que tiene en la mesa. Escribe demasiado despacio para una persona normal.
–¿Sabe usted que el señor Hunt está implicado en un robo y que está en busca y captura?
Pestañeo varias veces y tuerzo el gesto. Me rasco la mejilla y tardo un rato en contestar, como si estuviera dándole vueltas a las palabras hasta hacerlas puré.
–No lo sabía –digo, por fin.
Derek Hunt está ahora mismo en mi casa. Lo repito mentalmente cinco veces mirando a Rigby fijamente, regodeándome. Soy consciente de que le parezco una paleta, una niña buena. Sin quererlo, parezco una niña, repitiéndome a mí misma lo que sé, diciéndome que jamás podrán sacar nada de ahí dentro. He entrado en guerra con él.
–¿Puede repetir su nombre? –dice Stevenson con el bolígrafo aún sobre la libreta.
–Grace Lemon Holloway.





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