¿Qué significará el tiempo sin relojes?

lunes, 22 de octubre de 2012

Uno.



¿Qué podía alguien como yo esperar de una noche como aquélla? Ni siquiera veía, caminaba prácticamente a ciegas por culpa de la bruma. La calle parecía sacada de una película de terror, parecía un bosque húmedo de árboles grises y gigantes. También hacía frío. Se me colaba por las mangas y el bajo del abrigo. Recuerdo eso como si mi cuerpo fuera capaz de revivirlo ahora: frío que me cortaba las mejillas y después un calor intenso e inhumano. Recuerdo también el momento exacto: yo con las manos en los bolsillos, un coche pasando a mi lado, una niña gritaba en la acera de en frente, una farola encima de mí y una mano helada que se calentó de repente al tocar un papel en un bolsillo. Casi como si me hubiera dado corriente, saqué la mano de mi bolsillo. Puse el papel cerca de mis ojos, sin abandonar la luz de la farola. Era del amarillo limón más perfecto del mundo, incluso entre la pesada y espesa neblina que me acorralaba.

"Y es que el grito siempre vuelve
y con nosotros morirá.
Frío y breve como un verso
escrito en lengua animal."

Más calor. Antes de leerlo lo agradecí, después lo detesté. En ese momento me hizo explicarme a mí misma que el calor estaba fluyendo con mi sangre y metiéndose en todo mi cuerpo. Me abrazaba, se paseaba por mis extremidades y se reía de mí, tanto a mis espaldas como en mi cara, porque estaba en todas partes.
Mis versos favoritos de mi canción favorita de mi grupo favorito. Lo releí cuatro veces y las cuatro pude sentir las palabras como un susurro cálido que me adormilaba los oídos.
Había algo de lo que estaba completamente segura: aquello no era un detalle, ni un símbolo, ni una indirecta. Tampoco era un simple gesto para sacarme una sonrisa espontánea. Pero, a sabiendas de que rompía las normas que yo misma acababa de establecerme, sonreí. No fue una sonrisa de gratitud, ni siquiera fue una buena sonrisa. Estaba llena de ironía e idiotez, por qué no decirlo.
Por encima de todas las cosas, aquello no era en absoluto una invitación. Pero cambié mi ritmo y mi rumbo y me dirigí, en la noche más fría (y cálida) del año, al número 42 de la calle Oz -¿puede existir un nombre más maravilloso para una calle?-. 


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