¿Qué significará el tiempo sin relojes?

sábado, 15 de diciembre de 2012

Reconstruirse.


Con las manos frías como el hielo, cogió lo que quedaba y lo miró con curiosidad. No parecía ser suyo, ni siquiera parecía ser lo que fue tiempo atrás. Era, y sería durante mucho tiempo, como una mala imitación de lo que seguía dando vueltas en su cabeza; pero era lo único que tenía. Y era mejor que nada. Lo miró con los ojos entrecerrados (aquélla, aunque no te lo creas, era su mejor mirada y para ella era como soltar copos de nieve por las pupilas) y por costumbre intentó trazar un plan B, un plan C y, por si se terciaba, un plan D. Con sola una salida viable, falló y se dio cuenta. Vio una mota de color en uno de los extremos y dentro de ella, como por contagio, comenzó a crecer el color verde de la esperanza.
Comenzó con esa pieza. La colocó en su sitio y, cuando lo hizo, no sintió absolutamente nada. Naturalmente se decepcionó, pero sintiendo que no podía ser cierto y dejándose claro que dejarlo no era el plan A, agarró otra pieza y la colocó. Algo dentro de ella -algo pequeño, por el momento- se revolvió y se dio la vuelta. Cogió otra pieza, una redonda y la puso en su sitio. La misma sensación. Así hizo con más y más piezas, con más y más partes desgastadas. Pensó varias veces que alguna de las piezas no iba a encajar por el desgaste y, también, porque no reconocía ninguna como suya. Pero todas encajaban, todas le hacían sentir aquello y cada vez con más intensidad. Llegó a oír como encajaban, como se fundían con lo que eran por naturaleza y se volvían una; una que ya existía, pero que no estaba completa, que no era ni siquiera la mitad de lo que algún día fue. 
Reconstruyéndose desde los cimientos, algo se le escapó. Ella no lo vio, pero salió de su cuerpo como un cohete y se evaporó despacio.
Cuando terminó y sonreía por primera vez en mucho tiempo, se miró al espejo. Tenía los mismos ojos cansados, las mismas ojeras; su cabello seguía teniendo el mismo rubio oscuro que ella siempre calificaba de castaño; su nariz, con las mismas pecas, tenía la misma forma; tenía, aún, la cicatriz en medio del labio inferior, ayudándole siempre a recordar que ir en bicicleta sin manos era una estupidez; medía lo mismo; su ropa era exactamente la misma, naturalmente; sus manos seguían enrojecidas por el frío. Pero había algo. Estuvo un rato examinándose profundamente. En su rostro -que seguía igual de pálido que antes- había una luz nueva que no iluminaba nada, sólo brillaba por capricho. Pero, aunque no iluminaba, estaba ahí y constituía algo nuevo, distinto. Era lo que había estado buscando y nunca se había atrevido a encontrar. Era, por lo menos en aquel momento, lo más parecido a ella -esa versión pasada de ella misma, que era la adecuada- que veía desde hacía mucho tiempo. Y aunque no parecía del todo real y en vez de ser parte de ella el nuevo estado en el que se veía parecía coexistir con su falso yo, había triunfado. Aquélla era la semilla, el comienzo, el retroceso; era el final de la guerra consigo misma. Se había vuelto a hacer y esta vez se había hecho bien. Era como volver a nacer, sólo que con los errores ya cometidos, un futuro más brillante e, increíblemente, la conciencia totalmente limpia.



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