¿Qué significará el tiempo sin relojes?

lunes, 10 de agosto de 2015

por alejandra pizarnik


Pero somos culpables de vivir en un mundo que no supo amparar a Alejandra. Se suicidó a los 36 años, después de haber intentado muchas veces llegar a lo más profundo: pastillas, una clínica, las perras palabras que ya no abrían huecos sino que. Qué tiene el poeta, qué, que se refugia en sí mismo. Qué tuvo Alejandra que prefirió dejar de respirar (con ese asma, ya lo sabes, con ese asma que recordaba al ahogo) antes que conectarse con lo de fuera de la ventana del negro hospital. Llegaban cartas, salían papeles. Todos anunciaban que se estaba cayendo, y Alejandra veía las lilas que se deshojaban, cada día se acercaba más el pétalo a la sombra. Comprendió que la caída era ella. Escribió sobre los bordes del silencio de las cosas. Vio en todo lo callado una presencia, y seguramente la presencia no sería más que ella, ella o alguien que había cerrado la boca en torno a sí y no había entendido nunca la materia de los pájaros. Atropelladamente escribía. Los libros y les cahiers esparcidos por el suelo. Las cartas de Julio, de Silvine, a León. Con todos ellos intentó compartir el fantasma, pero el fantasma seguía empeñado en quedarse entre las venas de Alejandra. Y una colilla podía contagiar la tristeza. Cualquier cosa, cualquiera, en esos días de grises templados y de cabeza convertida en pinza. El miedo, Alejandra, el miedo insoportable de las jaulas o tal vez del no saber qué hacer fuera de las jaulas. Se suicidó muy joven, pero ya había vivido. Ya se había contagiado de la sombra. De la sombra opaca que crecía dentro como un poema sin palabras. La muerte de Alejandra no estaba en un bordillo, en un cáncer, en un difuminarse. Ella era su muerte. Se llevaba dentro como si cargara un feto. Maduraba el morirse cada día, copiaba la longitud de su estirón. Yo soy mi muerte, quizá la frase que le dio más miedo y sin embargo la que gritan todos los ríos. No nos merecemos este mundo, este cielo en la noche hueca, sin Alejandra. Bichito. No podemos pretender vivir felices sin pensar en su agonía apagada, en un cuerpo herido por las palabras que giraban en la boca. Dónde está Alejandra, adónde huyó. En el lenguaje, tras los pliegues, vive Sombra: nos acecha, nos recuerda lo culpables que somos por haber dejado brotar un dolor metálico a la totalidad. El poema de la muerte más dulce está escrito en el cuerpo despojado de su boca. Ciego mis ojos por mi culpa. Ciego mi cuello y yo también insisto en abrazar al mundo.

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